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Filosofía
Las bases políticas del conocimiento (I) Sobre disciplinas y tradiciones
La última obra de Fernando Broncano, Conocimiento expropiado. Epistemología política en una democracia radical (Akal, 2020), se sitúa dentro de un programa de trabajo que trasciende las fronteras habituales en el campo de la filosofía. Es un libro de alcance enciclopédico, cuya discusión requeriría múltiples acercamientos y competencias. La que aquí deseo abordar se concentrará en dos puntos. En el primero, señalaré el desafío intelectual que supone un texto como este, y me plantearé el problema de qué mensaje lanza acerca de la formación en filosofía y sobre qué puede ser un programa ambicioso y fructífero en ella. En el segundo, subrayaré el vínculo entre la epistemología y la política, lo cual interesa tanto a quienes estudian la filosofía de la ciencia como a quienes desean cambiar la sociedad.
Un programa que desborda las disciplinas
Esta obra propone reconstrucciones específicas sobre la historia de la filosofía. Así, por limitarme a una referencia, la epistemología de Descartes se considera intrínsecamente marcada por los contextos en los que nace, políticamente muy tensos. Tras la soledad del “yo pienso” cartesiano se insinúa un proyecto de defensa contra el escepticismo y de cualificación tanto epistemológica como política. Es, pues, un proyecto de una burguesía que entra en conflicto con el ignoramos e ignoraremos feudalizante. Por supuesto, política desde la primera a la última letra fue también la epistemología platónica, construida para deformar y ridiculizar las prácticas políticas y epistémicas de la Atenas democrática.
Por otro lado, la epistemología requiere del concurso de la filosofía política. John Rawls colocó una estructura social con bienes primarios a la base de su filosofía política. Broncano hace lo mismo para pensar la estructura epistémica de la sociedad, en este caso para pensar un conjunto de bienes de conocimiento inexcusables para el funcionamiento social. Pero esto supone decidir que el conocimiento es un bien y, de la mano de Michael Walzer, Broncano corrige a Rawls: los bienes primarios son un producto histórico, efecto de las luchas sociales y los conflictos políticos. De igual modo, la decisión de si el conocimiento es un bien primario y debe distribuirse es una cuestión central en la estructura epistémica de la sociedad.
Este punto, el de la existencia de una estructura epistémica básica, sin duda, es una de las aportaciones importantes de la obra de Broncano. Exige responder acerca de si el conocimiento es un bien susceptible de distribución. Por poner un ejemplo de Axel Honneth en La lucha por el reconocimiento, no tenemos derecho a reclamar reciprocidad en el amor, aunque sí la tenemos por lo que respecta a los recursos sociales que se acomodan a nuestras contribuciones. En el campo del amor el bien a distribuir sería el de formas de familia o afectividad que no lesionen la relación lograda con uno mismo; pero ello no quiere decir que podamos reclamar derechos. El conocimiento, en cambio, sí parece susceptible de ser reclamado como un derecho y, en ese sentido, Broncano nos abre un nuevo espacio de lucha para la ciudadanía: el de las reivindicaciones epistémicas.
Por este lado, Broncano propone una solución sobre el dilema de la estructura epistémica a partir de dos consideraciones: una que afecta al respeto de uno mismo –que se corrompe con la mentira–; y otra que se refiere a nuestras obligaciones con las demás personas. La primera la ofrece un clásico de Immanuel Kant; mientras que la segunda surge de un artículo de Saray Ayala y Nadya Vasilyeva.
El conocimiento parece susceptible de ser reclamado como un derecho y, en ese sentido, Broncano nos abre un nuevo espacio de lucha para la ciudadanía: el de las reivindicaciones epistémicas.
Respecto de la mentira, Kant consideraba que lesionábamos con ella nuestra capacidad como sujetos epistémicos, capaces de asegurar contratos. De ese modo, dañábamos nuestra participación en el trasfondo común de la humanidad –yo añadiría: de la humanidad que firma contratos, pero es un añadido mío que quizá rebaja el alcance al proyecto de Kant. En el caso de Ayala y Vasilyeva, se señala que cuando escuchamos en silencio un insulto o un chiste racista hacemos un daño a la humanidad porque permitimos la circulación de injusticias. En el caso de Kant, por tanto, nos las vemos con la obligación del testimonio fiable, mientras que en el otro caso nos encontramos con la necesidad de un testimonio comprometido. No tenemos derecho a desconocer la verdad y tampoco lo tenemos a dejar pasar por alto las mentiras.
Los pasos que sigue Broncano en este asunto de la vinculación entre política y epistemología son, pues, los siguientes. En primer lugar, escoge la idea rawlsiana de estructura básica de la sociedad, para pensar por analogía una estructura epistémica donde se articulan ciertos bienes primarios. En segundo lugar, determina que esos bienes primarios son el resultado de conflictos históricos acerca de qué bienes considerar básicos y cómo configurar cada uno de esos bienes. Este segundo paso es de carácter walzeriano. En tercer lugar, con Kant y Ayala y Vasilyeva delimitamos qué es una injusticia epistémica. En un caso, a propósito de la fiabilidad del testimonio; y, en el otro, en relación al hecho que este testimonio no sea dañino para los oprimidos.
Bien: esto en lo que toca a la articulación del campo de la filosofía de la ciencia con el de la filosofía política. Del mismo modo, aunque aquí no acompaño a Broncano en todo momento, en el libro existe una relación constante con las ciencias humanas. La articulación entre las áreas de la filosofía o entre las disciplinas es la primera cuestión que quisiera destacar de un autor que, si no me equivoco, es catedrático de Lógica y de Filosofía de la Ciencia, y pensando sobre todo en las personas, mis alumnos y alumnas, que se preguntan qué es investigar cabalmente en filosofía. ¿Cómo conciliar esta riqueza enciclopédica, nacida de fertilizarse en varias áreas y autores, con la exigencia académica de especialización rentable? Las áreas de conocimiento (filosofía moral, de la ciencia, historia de la filosofía) y las fronteras disciplinares (filosofía –o filosofías–, sociología…), ¿tienen sentido en el trabajo efectivo de investigación, al menos en el que comparece a la luz de esta obra? ¿No es la especialización en un área, hoy, más una excepción que una norma? Esto tiene la mayor importancia cuando promovemos becas, proyectos de investigación o incitamos a leer en tal tradición y no en otra. De manera que, ¿no seguimos viviendo formateados por modos de definición de las disciplinas, convertidas en lo que Bourdieu llamó categorías del pensamiento de Estado, absolutamente dependientes de contextos y relaciones de fuerzas que, ni son los nuestros (los contextos), ni quizá queramos seguir confirmando (las relaciones de fuerzas)?
Filosofía
¿Cuánta falta de participación puede soportar la democracia?
La política y la epistemología analítica
Conectada con esta cuestión se encuentra la de la evolución –¿o vuelta al comienzo? ¡Enseguida lo veremos!– de una de las tradiciones desde las que se escribe esta obra: la filosofía analítica. No es la única tradición a la que acude Broncano. Una tradición central, y sin duda distinta, comienza con Hegel y con su tesis de que la epistemología es indiscernible de una historia del sujeto cognoscente; en suma, de que los sujetos que conocen se encuentran radicados en formas de vida concreta. De hecho, una formulación de esta idea la propuso Gramsci. Nuestro sentido común vuelve imposible que comprendamos a Einstein. En nuestra vida cotidiana seguimos hablando como si la verdad fuera la adecuación del intelecto a la realidad: siguen sobreviviendo las estructuras epistémicas del medievo. La sociedad, venía a decir Gramsci, es epistemología tomista realizada, y ese tiempo largo de los significados impide que la física de Einstein se popularice.
Así pues, desde la tradición analítica en la que comenzó su formación, Broncano nos narra un proceso de reflexividad interno a la misma. La primera etapa se encuentra en la obra de Quine Palabra y objeto. Allí, el filósofo que nos trajo al castellano Manuel Sacristán se preocupaba por la traducción de frases entre dos idiomas. La dificultad de encontrar una traducción que no albergara dudas acabó conduciendo a una filosofía de la indeterminación de las teorías por la evidencia. En ese momento, nos explica Broncano, la sociedad se encuentra ya dentro de la epistemología. Igual que el traductor se encuentra invadido por la zozobra de no encontrar frases definitivas que acoplen la traducción, el que conoce necesita interrogarse acerca de otro que, con una evidencia similar, concluye algo distinto. Si los sujetos epistémicos fueran intercambiables, si sus cerebros fueran un reflejo de lo real, no existiría ese problema: encontraríamos las frases que corresponden a los objetos sin dificultad. Pero no es así: una idéntica realidad puede dar lugar a dos lecturas diferentes porque las lenguas no son espejos del mundo.
Los otros son centrales para el conocimiento y eso supone que la teoría del conocimiento debe ensamblarse con una teoría social.
La segunda etapa la completó Donald Davidson. La obra no incluye los útiles de sociología de la filosofía de Randall Collins. De lo contrario, es mi parecer, podría señalar algo básico: no existen filósofos aislados, pues estos actúan dentro de redes de interacción que abren espacios propios a partir de los otros –lo cual es epistemológicamente muy interesante. Los filósofos crean dentro de vínculos generacionales, fortalecidos por el contacto interpersonal (y la energía emocional que produce) y que funcionan, nos explica Randall Collins, como auténticas coaliciones de la mente. En una línea similar, Davidson nos enseña que interpretar a alguien supone triangular el deseo de un agente, sus creencias y sus conductas. Y ello solo podemos hacerlo desde un mundo compartido. En ese momento, la vinculación de la tradición analítica con la hermenéutica salta a la vista: los otros son centrales para el conocimiento y eso supone que la teoría del conocimiento debe ensamblarse con una teoría social –los términos que utilizo en este caso no son de Broncano, sino míos, y proceden de Habermas.
Esta tradición, rápidamente resumida, creo yo que comenzó antes. Por un lado, ya existió una crítica devastadora de quienes pretendían que el conocimiento se valida o se falsa en una experiencia donde no influye lo social, y que es fundamentalmente psicológica. No existe, se decía en contra de esa idea, un más allá del lenguaje, que es una empresa colectiva desde la que nunca saltamos a lo real para tocarlo sin contaminación. Por otro lado, el vínculo estrecho entre el conocimiento y la transformación social se consideraba evidente. El otro día presentaba a algunos amigos el siguiente texto –sin indicar el autor ni el título–: “Es injustificable describir la utopía como el relato de sucesos imposibles [...] Es mucho más pertinente describir las utopías como todos los órdenes de vida que existen solo en el pensamiento o idealmente pero no en realidad. [...] Las utopías podrían así tener la misma consideración que las construcciones de ingenieros, y uno podría considerarlas, con plena justicia, las construcciones de los ingenieros sociales”. Un amigo me señaló que era Fredric Jameson. Otro, en plan guasón, dudaba entre Karl Marx y el arquitecto Calatrava en su época maoísta. El tercero dio en el clavo: es Otto Neurath. Y el texto, publicado en 1919, se titula: “Utopia as a Social Engineer's Construction”.
De aquí una segunda cuestión que plantearía, a partir de lo dicho, a Fernando Broncano: ¿no se echa en falta al Círculo de Viena en su libro, como una fuente básica en el ámbito de la epistemología política? Pues, al fin y al cabo, ¿no supone el proyecto incluido en Conocimiento expropiado una vuelta a los orígenes de una tradición que quedó absolutamente deformada por la presión política tras la huida a Estados Unidos?