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No será una novedad señalar que la filosofía no solo habita en los textos filosóficos, subrayar el estrecho vínculo existente entre filosofía y literatura. No sería complicado, y sí, acaso, muy sugerente, pergeñar una historia del pensamiento articulada desde textos literarios que han sabido expresar con precisión el espíritu de una época. El protagonista del presente texto ya señaló, en una entrevista concedida a Medeleine Chapsal en 1960, de modo muy acertado, y literario, que “la literatura de una época es la época digerida por su literatura”. Sin embargo, en pocos casos ese vínculo adquiere una dimensión tan poderosa como en el caso que nos ocupa, Jean-Paul Sartre.
Que Sartre sintió su destino de escritor es algo que nos revela en su autobiografía, Las palabras. Su pluma amalgama, quizá como ninguna otra, lo literario con lo filosófico, de tal modo que sus textos literarios se convierten en eficaz instrumento de expresión filosófica, al tiempo que sus obras filosóficas recogen algunos pasajes de bellísima condición literaria. En este sentido, las conocidas como biografías existenciales, dedicadas a Baudelaire, Mallarmé, Flaubert, Genet, promueven, desde su misma concepción, un magnífico maridaje entre lo filosófico y lo literario, de tal modo que, en brillantes ejercicios de crítica literaria, Sartre traslada a la misma sus preocupaciones filosóficas de cada momento concreto.
El teatro sartriano
La literatura, como venimos diciendo, es, para Sartre, un eficaz instrumento de expresión filosófica que le permite, en ocasiones, trasladar al gran público de manera más gráfica algunas de sus preocupaciones teóricas. Es cierto que el existencialismo es una de las corrientes filosóficas que ha alcanzado mayor desarrollo en el campo de la literatura. Pero Sartre desborda los ejercicios de angustia existencial que suelen caracterizar a los escritores adscritos a dicha escuela. Sartre supo trasladar al texto literario buena parte de sus inquietudes filosóficas, más allá de las estrictamente existenciales.
Si bien en Sartre podemos encontrar novelas tan celebradas como La náusea, o tan sugerentes desde un punto de vista autobiográfico como Los caminos de la libertad, quizá sea en el teatro donde es posible encontrar la más poderosa amalgama entre literatura y filosofía. Es cierto que algunas de sus obras han envejecido peor, como Las manos sucias, aunque menos por el tema que en ella se trata, la relación política entre fines y medios, como por la propia trama argumental, en la que las referencias al Partido Comunista resultan un tanto añejas. Pero hay otras que conservan todo su interés filosófico, toda su potencia reflexiva.
Si bien en Sartre podemos encontrar novelas tan celebradas como La náusea, o tan sugerentes desde un punto de vista autobiográfico como Los caminos de la libertad, quizá sea en el teatro donde es posible encontrar la más poderosa amalgama entre literatura y filosofía.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con El diablo y dios, obra de 1951, época de transición entre las dos grandes obras filosóficas sartrianas, El ser y la nada (1943) y la Crítica de la razón dialéctica (1960). En esta obra, Sartre se aventura por un terreno, el de la moral, que siempre es objeto de promesas de la pluma sartriana, pero que nunca llega a concretarse. Es preciso recordar que El ser y la nada acaba con el anuncio de una moral que nunca llegó a ser publicada en vida. Sartre dedica los años posteriores a la Guerra a pergeñar esa moral, en lo que se conoce como los Cahiers pour une morale, que quedarían inéditos e inconclusos por la enorme dificultad que encuentra Sartre para construir una moral que vaya más allá del individualismo que caracterizaba su obra del 43 y que, en esos años, ya no comparte. Sartre, como también ocurrió a ese curioso compañero de viaje sartriano que fue G. Lukács, nunca fue capaz de escribir esa moral, que quedó relegada a conferencias y escritos que no fueron dados a la imprenta. Por ello la importancia de El diablo y dios, pues en ella podemos encontrar, en una curiosísima clave en la que, de algún modo, se amalgaman Marx y Nietzsche, de la mano, este último, de Mallarmé, una reflexión sobre una moral en situación, en la que se subraya la necesaria dimensión política de la moral.
Sin embargo, la obra que manifiesta una mayor densidad filosófica es A puerta cerrada, estrenada en 1944, un año después, por tanto, de la publicación de El ser y la nada. Lo primero que pone de relieve la obra es que El ser y la nada es una obra, en cierto modo, fallida, en la medida en que el individualismo que de ella se desprende no refleja las preocupaciones de un Sartre que, tras el estallido de la guerra y su posterior cautiverio, comienza a mostrar inquietudes políticas, que le llevarán, durante los años de la Ocupación, a una cierta actividad resistente y a una seria preocupación por la búsqueda de estrategias de encuentro con el Otro. Esta trepidante obra de teatro es un verdadero laboratorio filosófico en el que vamos a encontrar, anticipadamente, muchas de las cuestiones que Sartre abordará en los Cahiers pour une morale, redactados entre 1947 y 1948. En efecto, en A puerta cerrada, cuyo argumento se desarrolla en un peculiar infierno habitado por tres condenados entre los que se va a desarrollar un juego de relaciones que culminará en la lapidaria frase pronunciada por Garcin en los compases finales de la obra —“el infierno son los otros”—, Sartre explorará algunas de las estrategias de aproximación al Otro presentes en los Cahiers. Pudiera entenderse que la obra acaba asumiendo las posiciones de enfrentamiento intersubjetivo, hobbesianas las llama algún intérprete sartriano, dada esa caracterización infernal del Otro. Sin embargo, más bien podemos deducir que la frase de Garcin no hace sino condensar el malestar sartriano ante el fracaso de estrategias de acercamiento al Otro que, efectivamente, van a ser consideradas inefectivas e inadecuadas unos años más tarde.
Pero, ¿cómo transitar de un universo radicalmente individualista, en el que el Otro es entendido como un problema, a la colaboración colectiva? Esa va a ser la cuestión que Sartre rumiará a lo largo de buena parte de los años 40, con la literatura y la filosofía como herramientas.
A puerta cerrada es un primer intento, en este caso literario, como los Cahiers lo serán filosófico, de superar el universo de El ser y la nada. Los tres protagonistas de la obra, Inés, Garcin, Estelle, pondrán sobre la escena un baile de mutuas interacciones en el que lo que se busca, al menos por parte de Garcin, es superar el aislamiento individual, que bien pudiera representar esa comprensión del homme seul, del hombre solo, que gravita en las primeras obras de Sartre. En efecto, Garcin se empeña en superar las barreras que separan a los protagonistas de la obra y para ello recurre a la idea de ayuda, concepto que adquirirá en los Cahiers una enorme relevancia filosófica. Puestos a compartir el mundo, ese pequeño infierno para tres que se presenta en la obra, Garcin se esfuerza por convencer a sus compañeras de la necesidad de desarrollar una actitud de cercanía, puesto que “ninguno de nosotros puede salvarse solo”, lo que le lleva a preguntarse, de modo retórico si “no podríamos intentar ayudarnos unos a otros”. Actitud que es rechazada —el rechazo también es una de las figuras centrales de los mencionados Cahiers— de plano por Inés, que rechaza cualquier conversión a la moral, indispensable, entiende Sartre, en ese proceso de ayuda mutua. De ahí la consideración del Otro como un infierno, pues su rechazo, su mera presencia, impide al sujeto abandonar las dinámicas de confrontación tan propias del universo de El ser y la nada.
Conclusión
“La guerra dividió mi vida en dos”, declara Sartre en una entrevista concedida al cumplir los setenta años. No cabe duda de que, filosóficamente, la experiencia bélica exige de Sartre un esfuerzo de reinvención para ajustarse a lo que él entiende que son las nuevas exigencias del mundo: el compromiso. Pero, ¿cómo transitar de un universo radicalmente individualista, en el que el Otro es entendido como un problema, a la colaboración colectiva? Esa va a ser la cuestión que Sartre rumiará a lo largo de buena parte de los años 40, con la literatura y la filosofía como herramientas. A puerta cerrada, además de recoger muchos de los elementos teóricos de El ser y la nada —como la mirada— bajo una bella y trepidante forma literaria, se alía con los Cahiers pour une morale en la tarea de superación de los límites del filosofar sartriano de preguerra. Ardua tarea que no verá su culminación hasta la publicación, en 1960, de la Crítica de la razón dialéctica, dos tomos de reflexión sobre la acción grupal. Si los Cahiers fueron, Verstraeten dixit, un “banco de pruebas” filosófico, bien pudiera decirse que A puerta cerrada lo fue literario. En un magnífico ejemplo de las resonancias que literatura y filosofía adquieren en la obra de Sartre.
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con las artes visuales pasa lo mismo y poca gente atiende esa cuestión. tarea...
Joder, sí la literatura es un reflejo de la realidad actual, vivimxs en un munde de mierde.
Os iría bien trabajar un poco además de deconstruir, vagos.
En primer lugar deberías saber que la RAE y la ASALE rechazaron nuevamente el lenguaje inclusivo, por lo cual te recomiendo que te actualices y sepas antes de escribir tus comentarios que por cierto no vienen al caso.