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Transexualidad
Patricia Constant: una historia trans en el mundo rural de los 70
Últimamente venimos asistiendo a un debate alrededor del hecho trans, propiciado principalmente por la propuesta de aprobación de la llamada «ley trans», así como por el aumento de las apariciones mediáticas de ilustres representantes del colectivo y la visibilidad que han ganado expresiones propias de la disidencia de género en el espacio público. Una intensificación que ha ido acompañada por una ruidosa reacción de sectores esencialistas, tanto de la izquierda como de la derecha. Estos sectores, simplificando y caricaturizando tanto la teoría queer como la lucha trans, acaban asociando el colectivo con un concepto negativo de la posmodernidad que sería, a su vez, indisoluble de la expansión del neoliberalismo.
También se acusa a las personas trans, por un lado, de caricaturizar el género y, por el otro, de perpetuarlo, alegando que este es, obviamente, una construcción social. Las personas trans, a su vez, afirman sentirse obligadas a cumplir con estos cánones de género incluso más de lo que ya se les pide a las personas cis, con tal de sentirse reconocidas según el sexo sentido.
Tal vez, poner la mirada sobre algunas vidas que, desde el hecho trans, se desarrollaron en el mundo rural —en este caso, el mundo rural valenciano— nos ayude a ser conscientes del recorrido, la variedad y la profundidad de unas luchas que vienen de lejos. Aunque últimamente hayan intensificado su presencia y visibilidad, las vidas trans y queer siempre han estado ahí, resistiendo desde sus cuerpos, y no siempre en las grandes ciudades.
Este es el punto de vista con el que, desde el Grup d’Intervenció Comunitària de Castelló (País Valencià) nos acercamos a la figura de Patricia Constant, la Patri, considerada en el pueblo la primera mujer trans operada del Estado. Por este lado, e independientemente de si esto es cierto o no, creemos que su vida tuvo una incidencia considerable en las concepciones alrededor del sexo y el género que podía tener un pueblo valenciano de siete mil habitantes a mediados de los setenta.
La vida de la Patri tuvo una incidencia considerable en las concepciones alrededor del sexo y el género que podía tener un pueblo valenciano de siete mil habitantes a mediados de los setenta.
Transitar durante la Transición
Patricia nació en Castelló (Ribera Alta) el 8 de agosto de 1947. Creció socializándose como niño y, al llegar el temible momento del servicio militar —más temible aún, si cabe, para las vidas LGTBQ—, intentó disimular sus pechos quedando, aun así, exenta. Esto quiere decir que Patricia presentaba rasgos fisiológicos femeninos incluso antes de la reasignación. Todo un desafío, en efecto, para quienes pretenden basar sus argumentos en la biología.
¿Estaríamos entonces ante un caso de intersexualidad? En cualquier caso, el hecho de que fuera socializada como hombre, asociado al hecho de que muchas mujeres trans presentan ya, antes de todo el proceso de transición, atributos —también fisiológicos— del género hacia el que transitan, nos permite seguir hablando de Patri como de una mujer trans. Y, de hecho, esto aproxima su historia, como la de otras muchas personas trans, a la llamada teoría queer.
Patricia se operó en el año 1976, pero antes ya había actuado como cabaretera en varios locales de París. Aun así, en la entrevista que Leo Giménez le realizó para la edición comarcal del diario Levante, asegura que «la frivolidad y la teatralidad que suelen acompañar al mundo del transexualismo (sic) y el travestismo —que no son lo mismo, según se apresura por esclarecer— no tienen nada que ver con ella». El entrevistador la describe como «una mujer de los pies a la cabeza, con profundas convicciones éticas y religiosas, totalmente aceptada por su entorno familiar y ciudadano». Esta valiosa entrevista desprende los esfuerzos de Patricia, al menos de cara a un documento público sobre su persona, por encajar en un modelo aceptable para su entorno. Pero, de hecho, Patricia nunca llegó a desvincularse completamente del mundo del cabaret, las variedades y la noche.
Después de París estuvo tres años entre Barcelona, Bélgica y Holanda, y fue allí donde maduró la idea de operarse y deshacerse de sus atributos masculinos: «la decisión no la tomé hasta que no estuve muy segura; tengo un gran sentido del ridículo y no quería parecer una cosa rara, pero cuando me di cuenta de que en todos los sitios y ambientes se me tomaba como una mujer, me convencí de que había llegado el momento».
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El «transexualismo», tal y como era llamado en aquel momento, no alcanzaría la categoría de «afección oficialmente reconocida» hasta 1980, año en el que se incorporó al DSM-III, paradójicamente, como una reivindicación del colectivo trans para agilizar las demandas de cambio de sexo, en un primer momento, sobre todo, en Estados Unidos.
Ya en el Estado español, durante la transición, las vidas trans seguían siendo un tabú y los tratamientos hormonales circulaban en la clandestinidad. En 2007 se aprobaría la ley según la cual cualquier ciudadano mayor de edad puede cambiar su adscripción relativa al sexo en el registro civil, cuando no se corresponde con su identidad de género. Mientras que en 2012 el trastorno de género desaparecerá del DSM-V, por lo que el reconocimiento de la reasignación de género no tendrá que pasar ya por el diagnóstico y la medicalización. Más allá de estos datos, más recientes, no existe ningún registro sobre cuál fue la primera mujer trans operada, ya sea en el propio Estado español, de forma clandestina, o en el extranjero.
Mientras buscaban la integración en la sociedad, las mujeres trans tenían que crear, a la vez, espacios habitables en los márgenes a los que eran relegadas.
La Acrópolis como heterotopía
Después de la operación, la familia de Patricia le insistirá para que vuelva. La engañan contándole que un familiar ha enfermado. Sus familiares próximos cuentan que los padres de Patricia, al ir a recogerla a la estación, llevaban una manta en el coche para cubrirla, pero que finalmente decidieron no usarla. Al verlos, Patricia ríe y llora, sintetizando una paradoja bien presente en todas las vidas LGTBQ.
Ya de vuelta en el pueblo, Patricia se involucrará en oficios alejados del mundo de la noche, como vendedora de plantas en el mercado o maestra de cocina en un programa del Ayuntamiento. En su última etapa, en los años noventa, inaugurará un bar de copas llamado Acrópolis, que supone un feliz punto de encuentro entre la gente joven del pueblo y el colectivo LGTBQ, tanto de la comarca como de la ciudad. Esta Acrópolis evidencia el carácter indisociable y, hasta cierto punto, constitutivo de la relación de muchas mujeres trans con el mundo de la noche. Incluso hoy en día, muchas de ellas se ven asaltadas por preocupaciones alrededor de sus opciones de futuro, de los espacios a los que se las relega, así como de la posibilidad de recurrir a la prostitución como medio de supervivencia.
Feminismos
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Con todo, observamos en Patricia una tensión entre la mujer de pueblo, deseosa de normalización, y la antigua cabaretera que no se resiste a seguir indagando en su propia diferencia; entre la relativa reconciliación con su pasado, bajo el prisma de la nueva asignación de género, y el hecho de no acabar de desprenderse nunca del mundo de la noche, de mantenerlo siempre a mano. En efecto, mientras por un lado buscaban la integración en la sociedad, muchas mujeres trans tenían que crear, a la vez, espacios habitables en los márgenes a los que, precisamente, eran relegadas. Espacios donde no imperasen la norma y las conductas morales que, al fin y al cabo, eran la causa de la opresión que sufrían sus cuerpos. El mundo de la noche supuso, en este sentido, el cobijo de muchas vidas al margen.
Patricia tuvo, pues, un pie en cada uno de estos dos mundos, hasta que acabó unificándolos en la Acrópolis, su gran obra de madurez. De esta manera, Patricia optó por introducir un reducto de nocturnidad en el propio seno del mundo rural. La Acrópolis es, por este motivo, un «afuera interior», la inyección en el mundo rural de formas de vida que siempre habían sido ocultadas en los márgenes. Podríamos incluso decir que nos encontramos ante lo que Foucault, en la conferencia “Des espaces autres” (1967), llamaba una «heterotopía», una especie de «contra-lugar» en el que se subvierten las normas y se permite el desarrollo de formas de vida que, lejos de todo esencialismo, exploran nuevas formas de libertad.
Gracias a gestos como el de Patricia, el colectivo LGTBQ puede dejar de observar su pasado con mirada estrábica, es decir: con un ojo puesto en el mundo rural y el otro en el colectivo. Además, esto no impide que su lucha —su cuerpo y su vida, su existencia, al fin y al cabo, entendida como una lucha en sí misma— no haga intersección con la lucha de todas las mujeres. Lejos de la Academia, fueron sus vecinos y sus familiares —¡habitantes del mundo rural de los setenta!— quienes nunca dejaron de considerarla una mujer referente. Y esto, según nuestro parecer, no tiene nada que ver con el concepto sesgado de la posmodernidad que los sectores transexcluyentes suelen presentar.
Este es, en definitiva, el legado que nos transmite Patricia, el guante que nos lanza a todas aquellas personas que no llegamos a conocerla en vida, que no llegamos a entrar nunca en su Acrópolis, pero que, de una forma u otra, después de tantos años, seguimos habitándola.