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Filosofía
¿Por qué no molesta Simone Weil?
Algo del problema que planteo ya lo supo ver venir Barthes con su famosa tesis sobre la muerte del autor. El escritor francés, en resumidas cuentas, revertía el peso que generalmente se deposita en la autora de un texto en pos de la lectora del mismo. De este modo, defendía Barthes que los escritos no pertenecerían en tanta medida a sus escritoras como lo harían a la cultura y a las lectoras, que son aquellas que se apropian de lo escrito dotándole de infinitas interpretaciones. Asumiendo que todas ponemos un poco de nosotras en lo que leemos y en ese camino corrompemos las ideas de sus autoras, podemos entender que cada lectora de Simone Weil impregne sus escritos de sus mundos personales. Pero, aún comprendiendo esa tesitura, que los textos de una sindicalista, marxista, antifascista, anticolonialista… no susciten cierto interés para unas, cierto miedo para otras, no deja de resultarme algo curioso e incluso problemático.
Esto no debe entenderse como una defensa de que los escritos de las filósofas permitan ellos solos la revolución: ni un texto por sí mismo es el utensilio definitivo para la emancipación ni el fascismo se cura leyendo. Lo que destaco es que, existiendo los escritos políticos que existen de Weil, es sorprendente cómo su nombre no produce todas las veces en la mente de aquellas que la conocen —aunque sea por encima— imágenes y sensaciones parecidas a las que resuenan al escuchar apellidos como Trostki, Kolontái, Malatesta, Luxemburgo, Gramsci o Goldman, pensadores que todas asociamos, con sus aciertos y errores, a la filosofía de izquierda de finales del XIX y principios del XX. Sobre este fenómeno tengo dos posibles hipótesis: el problema está en qué se lee de Weil y en cómo se lee a Weil.
¿Qué se lee de Weil?
Estudiar a Weil, como no debería ser estudiar a ninguna autora, no es inventar filosofía a la carta. Si se quiere ser amiga de la verdad, se debe decir que, al igual que la autora teoriza acerca de la izquierda, la guerra o el trabajo, lo hace también acerca de la mística, Dios y la religión. Así, a pesar de que aceptemos que contaminamos a las autoras con nuestro bagaje personal, tampoco podemos retorcerlas para que digan lo que nosotras queremos que digan y, con ello, tampoco podemos ignorar partes de lo que dijeron ni huecos que dejaron sin teorizar.
Sobre este estado de cosas escribe precisamente la misma Weil. La francesa es una teórica infatigable en la proclama por la destrucción del yo. No en pocos de sus textos arguye la necesidad de asumir que existe una diferencia entre lo que es el mundo, que sigue sus propias lógicas, y lo que somos nosotras. Y en ese intervalo infranqueable, no podemos corromper lo que la realidad es en sí misma para hacerla responder a nuestros deseos. La vida y sus habitantes son en sí mismas y con independencia a nuestros anhelos, son existencias propias y en cierta medida ajenas a nuestras ideas. Como reclama la autora, “de lo que se trata es de liberarse de uno mismo” (Weil 2007, p. 54), en otras palabras, de “despojarse del señorío imaginario del mundo” (Weil 2007, p. 63). Conocer verdaderamente es asumir este trecho y hacernos cargo de la existencia independiente de las demás, aceptando —que no respetando si no es menester— sus propios criterios; no viciando lo que conocemos con lo que ya nosotras enunciamos sobre los mismos. ¿Quién no se ha imaginado alguna vez a sus padres, hermanas, amigas, parejas, como personajes secundarios de su propia vida? ¿Quién no se ha visto ante la situación de que le resulte indiferente lo que le muestre una persona de sí misma, que su idea de ella no se actualiza con estas manifestaciones? Quizás esto se deba a que realmente no las observamos como existencias más allá de nosotros mismos, sino en base a nosotras y a la imagen inmutable que realizamos sobre ellas. Para Weil, asumir precisamente este espacio es la condición para amar como se debe, pues “amar puramente es consentir en la distancia, es adorar la distancia entre uno y lo que se ama” (Weil 2007, p. 107). De este modo, leer a Weil debería suponer entender el salto entre uno como lector y sus textos como filósofa.
No es casual que nos lleguen en menor medida los textos que teorizan acerca de la emancipación del ser humano mediante un replanteamiento de la organización de las fuerzas productivas
Ahora bien, tanto la imposibilidad de hacer una lectura completamente impersonal como el intento por realizar un estudio honesto y total, son ejercicios personales. Sin embargo, estas meritorias acciones individuales, no compiten con la lícita reclamación acerca de qué textos, en qué cantidad y qué interpretaciones nos llegan de la filósofa. No es casual, cuando nos encontramos ante un autor con textos dedicados a diversos temas, algunos más subversivos que otros, que nos lleguen en menor medida los que teorizan acerca de la emancipación del ser humano mediante un replanteamiento de la organización de las fuerzas productivas.
En 1931, al leer un artículo de Louis Roubaud acerca de la revuelta de Yen-Bey, la deriva de Indochina marca a Weil enormemente y hace que tome consciencia ante la injusticia de la situación colonial. A partir de entonces, no cesará de estudiar y condenar la cuestión del colonialismo francés, llegando incluso a pedir plaza como maestra en el norte de África para poder conocer y combatir mejor el sufrimiento colonial. De hecho, siendo profesora en Le Puy, no duda en advertir a la directora del centro educativo acerca de su enfoque anticolonial y de cómo lo explicitará en sus clases. Su vinculación al movimiento anticolonialista le acompañará toda su vida, dedicándole diversos artículos como “La sangre corre por Túnez”, donde rabia contra la indiferencia de la izquierda francesa ante el horror colonial cuando mineros tunecinos son disparados en una huelga en Metlaoui (Cfr. Pétrement 1997, p. 442), o “¿Quién es el culpable de maquinaciones antifrancesas?”, dedicado a la defensa de Messali Hadj ante su detención por reconstruir la organización revolucionaria La estrella Norteafricana, donde Weil culpa a la propia Francia y a sus políticas coloniales de la hostilidad que recibe y del pensamiento antifrancés (Cfr. Pétrement 1997, p. 470). De hecho, formando ya parte de la Resistencia Francesa, muchos de sus últimos escritos, así como sus disputas políticas, versan sobre el mal colonial, como por ejemplo “A propósito de la cuestión colonial en sus relaciones con el destino del pueblo francés”. Sin embargo, parece que estos escritos no son tan conocidos, como tampoco lo es su faceta reivindicativa ante la injusticia del colonialismo. Curioso cuanto menos.
Siguiendo con los accidentales olvidos en la recopilación del pensamiento weiliano, resulta interesante leer los no tan conocidos artículos que escribió para diferentes medios como L’Effort, La Révolution Prolétarienne, Oppresion et Liberté, y un largo etcétera, tras congresos sindicales o fruto de sus reflexiones acerca de la situación política del país. Resulta también enriquecedor leer su correspondencia con los sindicalistas del Haute-Loire. De hecho, quizás llama la atención que no resulte una pensadora incómoda porque precisamente apareció como alguien demasiado reivindicativa para la izquierda del momento, como puede comprobarse en estos artículos y cartas que menciono. A sus compañeros de lucha les azuzó continuamente a replantearse sus posiciones y no caer en dogmas teóricos que podían ser estériles, lo cual le ocasionó no pocas peleas. Como escribe en una de sus cartas:
“Parece como si los militantes temieran una reflexión que podría desmoralizarles. En lo que a mí respecta, hace ya tiempo que he decidido que, puesto que en una posición 'por encima del bien y del mal' es imposible, elegiré siempre, incluso en el caso de derrota segura, participar en la derrota de los obreros más que en la victoria de los opresores; y en cuanto a cerrar los ojos por el temor de que se debilite en mí la creencia de victoria, no estoy dispuesta a ningún precio. Y tengo necesariamente que asombrarme ante la ligereza con que todos aceptamos (incluso los militantes más dignos de admiración) la repetición de fórmulas a las que somos incapaces de atribuir una significación precisa” (Pétrement 1997, p. 238).
Es más, a partir de 1933, con el ascenso del nazismo, la deriva de la izquierda en Francia —que comienza a resultarle insuficiente— y sus desavenencias con la política de la URSS, este dolor se vuelve aún mayor, pues considera que las organizaciones obreras están fracasando y que hay que replantear los desafíos de la emancipación y los medios para llegar a ella. En un artículo del momento reclama: “Para el revolucionario, la cuestión que se plantea no es cómo derribar el gobierno, sino cómo encontrar un modo de organización tal que la revolución no resulte finalmente inútil” (Pétrement 1997, p. 201). Estos artículos y cartas también debemos leerlos.
Así se podría seguir con infinidad de temas. Debemos recuperar a Weil como teórica de la guerra, no en vano ya la menciona Sontag en su escrito sobre lo bélico y sus imágenes en Ante el dolor de los demás. También hay que leerla en sus teorías sobre el Estado, que define como “algo frío que no puede ser amado, pero que mata y extingue todo lo que sí lo podría ser” (Weil 1996, p. 94). Por supuesto, tenemos que reparar en cómo, desde muy temprano, incorpora la ternura como herramienta política, así como sus ideas sobre la libertad, la colectividad o su resignificación del concepto de trabajo, que no tiene miedo a tildarlo de esclavitud: “Lo enormemente doloroso del trabajo manual es que se está obligado a esforzarse durante largas horas simplemente para existir. El esclavo es aquél al que no se le propone bien alguno como objeto de sus fatigas, sino la mera existencia.” (Weil 2007, p. 208).
Revolución rusa
Emma Goldman y la Revolución (rusa)
¿Cómo se lee a Weil?
No obstante, como he adelantado ya, el problema con Weil no reside únicamente en qué se rescata de la autora; sino en cómo se la rescata a ella como pensadora. En primer lugar, deberíamos dejar de considerarla como una rara avis que jamás se relacionó con nadie y que era una existencia fuera de lo normal —a pesar de que, y quizás esto es porque la quiero mucho, sí que fue una mujer un tanto excepcional—. Weil, como todas los filósofas, pues es hora de enterrar el mito del genio ilustrado, estuvo en diálogo con su momento histórico. Por citar algunos ejemplos, en cartas menciona a Luxemburgo o a Bataille. Aludiendo a su correspondencia directa, se carteó con Trotski, quien acabó pregonando a los padres de Weil tras una conversación con su hija que podrían “decir que la fundación de la cuarta internacional tuvo lugar en su casa” (Pétrement 1997, p. 298). Quizás, dejar de presentar a Weil como una ermitaña recluida en una cueva con ideas tan excéntricas que pocas podían entender, cosa que es a todas pruebas falsa, ayudaría a acercar su pensamiento y la potencialidad del mismo a la lucha colectiva.
Sin embargo, los problemas sobre cómo es leída no acaban aquí. No solamente es peligroso entenderla como un ser aislado, sino que es aún más problemático cómo se concibe su supuesto aislamiento. Acerca de esto resulta muy ilustrativa a la par que paradójica la siguiente anécdota. Se sabe que Weil leyó una biografía sobre Marx, de la cual realizó una pequeña reseña. Pues bien, en uno de los primeros puntos declaraba: “Otto Ruhle —el autor— ha escapado de uno de los peligros que amenaza a todos los biógrafos de grandes hombres: el peligro de escribir algo muy semejante a la vida de un santo” (Pétrement 1997, 307). Si por mí fuera, abrazaría a Weil y le diría: “siento decirte que tú no has gozado de la misma suerte”.
Desengañémonos, ninguna pensadora va a resultar emancipadora si se la reduce a una mujer que lloró mucho y muy bien; ese es nuestro papel: aguantar, padecer, soportar
Por alguna extraña razón, que me temo más patriarcal e interesada que azarosa, existe un desnivel en el interés que existe por la vida de Weil respecto del que impera por su pensamiento y, es más, no de su vida en conjunto, sino de ciertos acontecimientos. Vayamos por partes.
En primer lugar, igual que considero que debe exigírsele a una autora una coherencia entre su vida y su teoría, más aún si utiliza la política como tema teórico, no puede exigírsele a una autora que su vida sea increíblemente apasionante para ser leída, ni tampoco tomar su vida como aval de sus ideas. Esto Weil lo sabía bien, pues se entristecía cuando la gente elogiaba su inteligencia porque decía que desviaba la atención ante lo verdaderamente importante: si ella decía o no la verdad (Cfr,. Pétrement 1997, p. 11).
Misteriosamente, esto pasa especialmente con las mujeres, se desvía enormemente la atención a su vida y atributos personales antes que a sus acciones. Somos muchas las que reivindicamos nuestro derecho a equivocarnos y a no ser las mejores en todo continuamente, y que, a pesar de eso, podamos gozar de atención ante nuestros proyectos así como formar parte de otros colectivos. No sirve de mucho —más que para seguir contribuyendo a una existencia asfixiante— lograr que haya mujeres en los espacios si es a base de permitir una mujer excelente por cada diecinueve hombres mediocres. Lo más deseable quizás sería encontrarse a diez mujeres perfectas y a diez hombres increíbles; me conformo por empezar con que haya diez y diez igual de simplones. Lo que reclamo con Weil es que, si ya cuesta encontrar a filósofas, aún cuesta más si solamente permitimos entrar en las librerías a las que tuvieron una vida conformada por cincuenta piruetas diferentes; y más todavía si no topamos con esa vida como algo accidental, sino que la presentamos como algo incluso más relevante que su obra, algo que justifica que sea leída.
Lo cierto es que ni siquiera la atención está puesta sobre el total de su vida; sino sobre los sufrimientos que soportó. De Weil no se escriben biografías sino hagiografías. Desde pequeña se olvidó de sí misma para responder a la justicia, se desentendió del amor y del sexo así como de cualquier otra cosa que pudiera distraerla en este propósito, destinó prácticamente todo su salario como profesora a fondos de ayuda a parados, organizaciones de socorro y suscripciones a periódicos y a sindicatos, fue obrera y resistió accidentes laborales, acudió a la guerra y a pesar de haberse quemado la pierna volvió esa noche al frente, sin atender a sus problemas de salud continuó escribiendo, exiliando a refugiados y ayudando a obreros, cuando su familia huyó a Nueva York por las persecuciones nazis renunció a esa nueva vida y acudió a Inglaterra para formar parte de la Resistencia Francesa, dejó de comer para compartir los pocos alimentos de las cartillas de racionamiento y, una vez hospitalizada, por no querer comer más que los franceses en el frente. Este último es el definitivo gesto de mártir que recogen sus biografías. Pocas mencionan el suicidio.
No digo que todos estos hitos no sean loables, tampoco que haya que ocultarlos, pues así sucedieron. Lo que reivindico es que es peligroso que el sufrimiento se enuncie siempre como una proeza heroica, como si sufrir fuera en todos los casos muestra indiscutible de valía. Más aún si a eso añadimos que lo que se narra de una vida sea una concatenación de aflicciones, una cronología de padecimientos. Desengañémonos, ninguna pensadora va a resultar emancipadora si se la reduce a una mujer que lloró mucho y muy bien; ese es nuestro papel: aguantar, padecer, soportar, con independencia de cuáles fueran los motivos. No resulta revolucionaria una mujer a la que se la presenta como sufridora. Este último fetiche quizás la izquierda nos lo debamos hacer mirar; ¿a quién le estamos haciendo la cama si reivindicamos mártires antes que juerguistas? ¿En qué lenguaje y enclaves queremos liberarnos? ¿Podemos pensar la emancipación desde el disfrute —que no el placer a toda costa sin ningún tipo de renuncia—? Weil posee claves para resultar incómoda, eso sí, ha llegado el momento de leerla más y de otra manera.
Pensamiento
Abecedario de Simone Weil
De la a de Acumulación a la w de Wotan. Una introducción al pensamiento de Simone Weil a través de sus artículos, entrevistas en prensa y textos fundamentales.