We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Una réplica del Valle de los Caídos en forma de castillo hinchable, con su cruz marmórea y su leyenda de tipografía fascista, y con un señor muy serio y en traje de chaqueta, saltando encima. Una escena de picnic en Cuelgamuros, retransmitida por streaming, en la que los comensales llevan sillitas y mesas playeras y usan tricornios en lugar de gorras para protegerse del sol, mientras charlan sobre lo que ha cambiado España en los últimos cuarenta años. Una escultura a escala real de Francisco Franco, con su atuendo militar, congelado dentro de una nevera de la marca Coca-cola, como Walt Disney a la espera de su regreso de entre los muertos. Un concejal del Partido Popular, que abre por accidente una fosa común del franquismo al iniciar las obras para construirse una piscina. ¿Por qué, en los últimos tiempos, los chistes sobre el franquismo se han convertido en un terreno tan proclive al humor políticamente incorrecto? ¿Qué hay de incómodo en estas imágenes? ¿De qué modo escenas como estas desestabilizan lo que podríamos llamar el decoro democrático? En definitiva, ¿de qué nos estamos riendo exactamente cuando nos reímos con este tipo de humor?
Explica Santiago Alba Rico que, frente al relato –un dispositivo narrativo que encadena una secuencia de acontecimientos a un tiempo determinado–, el gag consiste en una unidad cerrada de hilaridad pura; en una imagen mental que desata la carcajada como una respuesta primaria provocada por el irrumpir del desorden. Esta carcajada –nos dice Alba Rico– estalla por el enorme placer instintivo que nos provoca el hecho de que, aunque sólo sea por un momento, las cosas se salgan de su sitio, caigan o se desplomen inesperadamente.
El humor abre un plano de sentido en el que es posible poner en suspensión el sentido común, el orden establecido, la corrección política
En su mejor versión, el humor funciona como un resorte narrativo íntimamente vinculado a los códigos de la ficción, que confronta tanto a los individuos como a las sociedades con sus conflictos irresueltos. Y efectivamente, uno de los conflictos de mayor envergadura a los que la sociedad española se ha enfrentado en las últimas dos décadas es la deuda pendiente con la memoria histórica. Lo que esta serie de gags mentales comparten, a través del humor negro, es precisamente la carcajada ante una forma muy específica de desorden lógico: el desajuste manifiesto entre una realidad democrática deseable –depurada de los residuos su pasado autoritario– y la realidad política en la que, de hecho, está instalado el Estado español –una democracia que, a la altura de 2018, no ha depurado todavía la herencia de su pasado autoritario–.
El humor, entendido como un género amplio, es una forma de ficción puesto que su mecanismo más básico implica el desdoblamiento de la realidad: abre un segundo plano de sentido que es paralelo al referencial y en el que es posible poner en suspensión el sentido común, el orden establecido, la corrección política. Es así como el humor afirma y reajusta la diferencia entre realidad y ficción: juega con ella, la estruja, la retuerce o la dilata. El castillo hinchable de El Valle de los Caídos, el picnic en Cuelgamuros, el cadáver refrigerado del dictador o el concejal del Partido Popular que desentierra una fosa común del franquismo por accidente constituyen elementos que, desde su condición de ficción, desestabilizan la representación de ciertos elementos de la dictadura franquista poniendo en contacto, por un instante, dos mundos mutuamente excluyentes entre sí: la evocación de la represión y la violencia ejercida por el régimen por un lado (el Valle de los Caídos, la propia imagen del dictador, las fosas comunes) y el imaginario del ocio y de lo lúdico por el otro (el castillo hinchable, Coca-cola, el picnic al aire libre, la piscina).
El chiste aparece, entonces, como la aproximación disparatada de dos realidades inconmensurables. Sin embargo, la incomodidad que generan este tipo de imágenes –de gags– emerge, precisamente, de la constatación de que, a pesar de esta inconmensurabilidad aparente, la realidad, en materia de memoria histórica, supera en no pocas ocasiones a la ficción: existe, de hecho, un lugar como El Valle de los Caídos donde descansa, como congelado en el tiempo, el cuerpo del dictador, del mismo modo que existen miles de fosas comunes sin desenterrar en todo el territorio español, muchas de ellas localizadas y a la espera de ser exhumadas a pesar de las trabas administrativas, económicas y políticas.
Las distintas formas del humor negro, en su desafío a la corrección política, capturan las mutaciones en relación con el sentido común y los relatos del pasado, así como la transformación en los vínculos afectivos que las distintas generaciones establecen con respecto a su pasado inmediatoEn un contexto como este, la pregunta por la relación sintomática que ciertos discursos humorísticos establecen entre el pasado totalitario y el presente democrático cobra todo su sentido y toda su importancia. En un contexto como este, el formato lúdico del humor no es inocuo, precisamente porque subraya el contraste entre la gravedad de la herida abierta de la memoria de la violencia del franquismo con la sorprendente naturalización de la pervivencia de sus símbolos y sus herencias en nuestro presente.
“Resulta curiosa” –nos dice Barba en un precioso texto titulado La risa caníbal (2015)– “la desesperada y contradictoria relación que una comunidad herida establece con el objeto sobre el que se ha vetado la risa. Todo parece indicar en realidad que tras la prohibición se produce una especie de búsqueda del lenguaje mágico que permita, precisamente, la broma, una instancia que elimine, aunque sólo sea temporalmente, las asfixiantes leyes de gravedad que la comunidad se ha impuesto a sí misma”.
El humor negro lo es por oposición al blanco de la ideología ante la que reacciona; una ideología que impone un supuesto sentido común que nos alerta del peligro de estallar en carcajadas ante según qué cosas. Las distintas formas del humor negro, en su desafío a la corrección política capturan, tal vez mejor que cualquier otra forma o código de representación, las mutaciones en su relación con el sentido común y los relatos del pasado, así como la transformación en los vínculos afectivos que las distintas generaciones establecen con respecto a su pasado inmediato o reciente. La carcajada que provocan imágenes como el Valle de los Caídos hinchable, el picnic en Cuelgamuros, Franco refrigerado o la exhumación accidental de una fosa común es amarga y es social. Tiene, cómo negarlo, un carácter incómodo, como de risa histérica. Pero su innegable naturaleza política hace de ella un eficaz mecanismo de transmisión de la memoria de las violencias del pasado y que nos alerta sobre su carácter irresuelto.
Relacionadas
Opinión
Opinión Oasis en directo y la melancolía
Opinión
Opinión Razones para leer a Fredric Jameson
Filosofía
Transmodernidad El último Dussel y el futuro de la Historia
El humor negro, como la histeria, es a mi modo de ver la última línea de resistencia ante el poder absoluto, disfrazado como siempre de corrección y sensatez.