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Violencia machista
La escuela me silenció. Mi colegio fue cómplice de la violencia machista
La primera vez que me di cuenta de que había gente en este mundo que no deseaba morir, desaparecer con todas y cada de sus letras fue en Bachillerato. En general, mi grupo de amigas y yo vivíamos a no más de cinco minutos del colegio. Hago un inciso para aclarar que era un colegio y no un instituto porque el Bachillerato era privado (las gracietas de Doña Esperanza Aguirre) y a mí me habían dado una beca, no es que, por algún casual, mi madre pudiese pagarlo. Al vivir tan cerca nos solíamos acompañar en grupito hasta nuestras casas, yo iba siempre con una amiga, gran amiga, por cierto, y al ir a cruzar un paso de cebra nos detuvimos porque un coche pasó muy deprisa, tan rápido que si yo hubiese dado una zancada hacia adelante me hubiese arrastrado. Y en ese momento, me salió de dentro, realmente sin pensarlo, decir: yo, no me tiraría adrede a que me atropellasen, pero si estuviese cruzando y pasase un coche, no me apartaría. Mi amiga, me miró ojiplática, pero yo a ella también. ¿Eso querría decir que ella no quería morir? ¿Habría más gente así? ¿Qué tipo de vida debías tener o no tener para no desear la muerte?
Según la macroencuesta de Violencia sobre la Mujer de 2019, el 57,3% de las mujeres en el Estado Español han sufrido violencia machista de algún tipo. En el Estado español hay 232.818 niños o adolescentes cuya madre está sufriendo o ha sufrido violencia física o sexual de su pareja (de ellos 74.496, el 32%, sufre o ha sufrido algún tipo de violencia directa del agresor). Y en total hay 1.315.000 niños y adolescentes cuya madre está sufriendo o ha sufrido algún tipo de violencia machista (física, sexual, control, emocional, económica o miedo). De esos chavales, 210.356 (el 16%) sufre o ha sufrido violencia por parte de la pareja de la madre (sea su padre, como suele ocurrir en la mayoría de casos, o no).
Estos datos hay que bajarlos a la tierra, estamos hablando de que de uno de cada siete alumnos de un instituto tiene una madre que sufre o ha sufrido violencia machista, y 1 de cada 45 sufre o ha sufrido violencia de algún tipo por parte de la pareja de su madre, no ya como testigo, que son más, sino directamente. Estos datos, son oficiales y accesibles porque los actualiza cada dos años el Ministerio de Igualdad, pero lo más importante es que son públicos. Todo el mundo tiene acceso a ellos. El profesorado también. Mis profesores también.
Recuerdo dejar de acudir a clase, absentismo escolar lo llamarían, pero para mí era no poder más. Me hablaban sobre mitocondrias, placas tectónicas, metáforas, polinomios, y demás cuestiones que me daban y me dan igual. Yo quería no estar allí, no estar. Deseaba gritar, y lo tengo grabado en la memoria, como si fuesen mis propias tablas de Moisés, cuando la profesora de biología me atrapó disperso, realmente pensando en la tristeza y la desgracia que me acompañaban a todos lados y quise levantarme, tirarle el libro a la cara y bramarle: ¿ES QUE NO TE DAS CUENTA? Pero, claro, ¿de qué iba a darse cuenta? Yo tampoco sabía ponerle palabras y es algo que hubiese necesitado, para ello debería estar también el sistema educativo. Corazones, menos ecuaciones, menos ciclos del agua, y más contacto con la realidad social de este pueblo que es precaria, violenta y dura.
A mis profesores les di sobradas indicaciones y alertas como para que les hubiesen saltado las alarmas de que algo pasaba, de que algo me ocurría. Para no ir a las excursiones alegaba excusas a todas luces absurdas y falsas, no me implicaba en el centro, no me solía relacionar con el alumnado, muchas veces no acudía a clase, le pregunté en privado a la profesora de biología después de dar las Leyes de Mendel, esa gran bazofia, si el carácter de los padres necesariamente se heredaba, le expresé de forma literal que tenía verdadero pavor por tener la misma forma de ser que mi padre porque era violento. Únicamente me dijo que no, que eso era conductual, se aprendía, pero no era una cuestión genética. Cari, si hubiese llevado más luces habría parecido un coche de policía. Hay cosas que no se ven, pero otras que directamente no se quieren ver. Podría decir el nombre de la profesora, de los profesores, del colegio, pero ¿acaso sería diferente en otros lugares? O, ¿por el contrario es una cuestión generalizada? Sea como fuere, el personal docente tiene la obligación de notificar aquellos casos en los que sospechen que pueda estar habiendo violencia de género o maltrato infantil de algún tipo tal y como estipulan la ley.
Necesitamos llegar a rozar con las manos los datos que nos proporcionan las instituciones sobre violencia de género. Necesitamos tocarlos y manipularlos para poder, con ellos, saber quién lo sufre, quien nomás quiere morir porque su vida nada más siendo adolescente es ya un infierno. Ahora, sinceramente, con los años, un poco de perspectiva, mucha teoría leída y el sostén que me dan mis amigas y, por qué no decirlo, el vino, puedo decir que tanto a ese colegio como al sistema educativo en general les atribuyo una responsabilidad lo suficientemente grande como para sentir rabia ante su omisión e inacción con respecto a todo mi sufrimiento. Al mío, y al de más compañeros que no puedo nombrar porque, aunque sé que existen porque los datos nos lo dicen, nunca me lo han revelado. Pero no es asunto particular ni excepcional, yo tampoco se lo dije a nadie hasta al menos un lustro más tarde de dejar el colegio a los 18 años. Ojalá, poder decir, poder testimoniarnos lo que hemos vivido, ponernos nombres y mentar a los agresores.
Pero ya, dejando los deseos a un lado, hay que exigir perspectiva de género en la formación del profesorado. No puede ser que esto ocurra en nuestras aulas. Basta ya de tanto de discurso y pongámoslo en práctica. Casi sin voz puedo decir: que se acabe ya la complicidad de los centros educativos con la violencia machista.