Nuria Alabao: “Frente a la lógica reaccionaria que explota el odio, una política cara a cara y apoyo mutuo”

La periodista analiza en su primer libro, ‘Las guerras de género. La política sexual de las derechas radicales’, los elementos centrales de este movimiento ultraconservador global, desde su lucha contra los valores de la contracultura del 68 hasta el presente, en relación con las cuestiones de género.
Nuria Alabao - 1
Ekaitz Cancela Nuria Alabao es periodista e investigadora.
20 jul 2025 05:56

Nuria Alabao (València, 1976) es militante e investigadora feminista, especializada en género y extremas derechas, una interrelación que ha analizado en profundidad en sus artículos para Ctxt. Editora en la revista Zona de Estrategia y doctora en Antropología, acaba de publicar su primer libro, Las guerras de género. La política sexual de las derechas radicales (Katakrak, 2025). En él, Alabao desgrana las estrategias de quienes quieren reinstalar un orden sexual conservador mientras señala las grietas desde donde todavía podemos imaginar otras formas de vida en común.

Esta entrevista introduce algunos de los debates que abre el libro, cuyas reflexiones comenzaron con un capítulo para un informe de la Fundación Rosa Luxemburgo. Hablamos sobre el uso del miedo y la victimización como herramientas de poder, sobre el papel del feminismo en la batalla cultural, sobre el rol de las plataformas digitales en la expansión del movimiento antigénero, sobre el vínculo entre el neoliberalismo y la defensa del orden sexual tradicional, y sobre la urgencia de construir respuestas colectivas que vayan más allá de la reacción.

¿Cómo defines las “guerras de género” que dan título al libro, y qué relación guardan con el intento de restaurar el orden social que organiza la reproducción y los cuidados en el capitalismo?
Las guerras de género son una forma específica de las guerras culturales, impulsadas por las derechas radicales pero que hoy trascienden ese campo. Giran en torno a temas como los derechos sexuales y reproductivos —sobre todo el aborto—, los derechos de las disidencias sexuales y de género, la educación sexual en las escuelas —o los estudios de género en las universidades—, y cuestiones relacionadas con el feminismo en general —por ejemplo, el cuestionamiento de ley de violencia de género en España. Como el género y la sexualidad son temas profundamente emocionales, son útiles para generar movilización en un momento de desafección política, para crear polarizaciones de tipo populista y manipular emociones. Como estrategia política sirven para reorganizar el campo político e ideológico en un momento de crisis múltiple. Pero más allá de su uso táctico, son funcionales a la conquista del poder de determinados proyectos reaccionarios que buscan restaurar el statu quo.

¿Qué diferencias hay entre las distintas derechas con respecto a esa restauración del statu quo?
Con relación a la reproducción social podemos encontrar amplias variaciones en las derechas radicales. En Europa occidental, en general no hablan de devolver a las mujeres al hogar. En estos países, la línea de demarcación que ya existe es racial o “nacional”: para que las mujeres de clase media puedan trabajar fuera del hogar, el trabajo de las migrantes tiene que ser barato puesto que son las que van a encargarse de muchas de estas tareas. Aquí, las derechas radicales dirán que hay que “liberar” a las mujeres musulmanas. Hablarán del velo, pero liberar aquí quiere decir que éstas tienen que trabajar fuera del hogar, y eso significa, para muchas de ellas, trabajar para otras mujeres en sus casas como mano de obra subordinada. Mientras, estas derechas radicales atribuyen a las mujeres nacionales el papel de reproductoras de la nación: su deber es tener hijos para evitar la “crisis demográfica”. 

No es siempre así.
En otros lugares como Europa del Este o en otras versiones más ultraconservadoras de estas derechas, ante el colapso del estado social y la precarización de la vida, se propone una vuelta a la familia tradicional, es decir a la división sexual del trabajo como solución a todos los males: la baja natalidad, precarización, inseguridad, etc. Así, se premian los roles de género jerárquicos y se ataca a quienes no se ajustan a ellos, desde las personas trans hasta las madres solteras o se elaboran políticas públicas de carácter moralizante que tratan de reforzar la familia nuclear y excluir del bienestar a quienes no encajan en la norma, como sucede, por ejemplo, en Hungría.

Vox ha utilizado el cristianismo como recurso cultural e identitario y, al mismo tiempo, una retórica secularizada que presenta al feminismo como una ideología opresiva

¿Y qué papel juega España en esta configuración europea y en la articulación de la internacional antigénero?
España ha tenido un papel pionero en la articulación de las guerras de género en Europa occidental: primero, como laboratorio de movilización antigénero durante los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, con el impulso del sector “neocón” del PP y su oposición a leyes como la del matrimonio igualitario o la reforma del aborto, y después con la consolidación de Vox como actor político que convierte el antifeminismo en un eje central de su propuesta. Podemos decir que España ha funcionado como puente entre las estrategias de Europa del Este —más abiertamente autoritarias y confesionales— y las formas occidentales, donde el discurso se adapta a sociedades más secularizadas. Vox ha sabido tomar elementos de ambos mundos: por un lado, el uso del cristianismo como recurso cultural e identitario, y por otro, una retórica secularizada que convierte al feminismo en una ideología opresiva y a los hombres en víctimas.

¿En qué se traduce esto?
Hoy, España está contribuyendo activamente a la internacionalización de estos discursos y es un nodo organizativo y de financiación importante para estas redes transnacionales. A través de organizaciones como Political Network for Values o CitizenGO, impulsan al lobby religioso en Bruselas y lo vinculan con actores similares de España y América Latina. Además, Vox ha sido financiado por un banco húngaro vinculado al gobierno de Viktor Orbán, lo que nos da la medida de la relevancia concreta y material de estos vínculos.

En el libro explicas que el concepto de “ideología de género” surge en el Vaticano a partir del año 2000 como respuesta a los avances en derechos sexuales y reproductivos. ¿Qué función política cumple la “ideología de género” para la Iglesia, y qué te lleva a describirla como un “pegamento simbólico” capaz de articular la movilización contra el género?
Efectivamente, la “ideología de género” es un concepto cuya función política ha sido bloquear estas transformaciones, deslegitimándolas como una imposición ideológica y presentándolas como una amenaza a un orden considerado natural o divino, a veces incluso con tintes conspirativos. Sirve para negar que el género sea una construcción social, y con ello, para reafirmar la idea de que las diferencias entre hombres y mujeres son innatas e inmutables. De ese modo, legitima la división sexual del trabajo y las desigualdades que se derivan de ella. Pero también es una estrategia para preservar la autoridad moral y política de la Iglesia en un mundo cada vez más secularizado.

La idea de que funciona como “pegamento simbólico” es de las académicas Weronika Grzebalska, Eszter Kovats y Andrea Peto. En su trabajo explican que “la ideología de género” permite unir a actores diversos —religiosos, partidos o movimientos laicos— en torno a un enemigo común que encarna todos los miedos contemporáneos, así como batallas diferentes —contra las personas trans, la educación sexual, el feminismo…

¿Por qué funciona?
Su potencia reside en su capacidad para activar miedos profundamente enraizados sobre la sexualidad, la identidad de género o la infancia. También permite articular una ofensiva global contra todo lo que ponga en cuestión el modelo de familia heterosexual nacional como unidad básica de contención del malestar social.

Cuando el feminismo habla más de daño que de liberación, o de horizontes de transformación, se vuelve más fácilmente instrumentalizable por la extrema derecha

En su libro Wronged: The Weaponization of Victimhood, la académica griega Lilie Chouliaraki analiza cómo el capitalismo emocional contemporáneo ha convertido la figura de la víctima en un recurso central del discurso político. En ese “mercado del sufrimiento” del que habla Chouliaraki, tanto los proyectos emancipadores como los reaccionarios movilizan el lenguaje del daño para generar empatía y construir legitimidad. En Las guerras de género señalas algo similar; que los actores antigénero han logrado invertir los términos del debate: las disidencias sexuales o los feminismos, que históricamente han denunciado violencias estructurales, pasan a ser señalados como amenazas o agresores. ¿Por qué es tan eficaz esta estrategia discursiva de victimización y desplazamiento del conflicto, y qué papel crees que ha jugado la izquierda y algunas corrientes del feminismo en su legitimación?
La eficacia de la estrategia antigénero basada en la victimización se explica en parte por el contexto de crisis del orden neoliberal, donde aumentan la explotación y la inestabilidad vital. En este escenario, la posición de víctima ofrece una forma de organizar el sufrimiento: produce identificación, moviliza emociones y construye legitimidad política. La extrema derecha ha sabido instrumentalizar este marco afectivo para representar al varón blanco, al padre divorciado, al niño “confundido” por la educación sexual o incluso a la familia tradicional como víctimas de un supuesto totalitarismo feminista o progresista.

Este desplazamiento del conflicto —desde las estructuras o el sistema que producen la precariedad vital hacia falsos enemigos, como el feminismo o las disidencias sexuales—, desvía la atención de los verdaderos culpables y dificulta la construcción de un frente de lucha unido. Al reducir el malestar social a un problema de valores o de amenazas culturales, se desactiva la posibilidad de leerlo como producto del sistema económico y los que lo apuntalan.

No es exclusivo de la extrema derecha, por tanto.
La centralidad de la posición de la víctima va más allá de las derechas radicales; es una característica de la política contemporánea, porque hablar desde esa posición otorga autoridad moral incuestionable: si alguien es “víctima” no se le puede rebatir. Además, moviliza emociones y genera identificación. Algunos sectores de la izquierda y de los movimientos sociales también hacen política desde ese lugar, lo que puede servir para visibilizar injusticias históricas, pero tiene muchos problemas, ya que convierte los conflictos políticos en cuestiones de justicia moral e individualiza los problemas en vez de hablar de relaciones de poder. En realidad, esta posición es contraria a la propia lucha por la emancipación, y acaba encerrada en una política de la reparación moral o de demandas al Estado —que a menudo acaban en el código penal que no soluciona nada, sólo incrementa la violencia social. Por ejemplo: cuando el feminismo habla más de daño que de liberación o de horizontes de transformación, se vuelve más fácilmente instrumentalizable por la extrema derecha que asume este marco, porque es útil para pedir más cárcel, o más policía o incluso para criminalizar a los migrantes en nombre de “la defensa de nuestras mujeres”.

No basta con desmentir bulos o con pedagogía feminista: necesitamos un proyecto que también interpele a los hombres jóvenes, más allá de la culpabilización

En su último libro, Enemy Feminisms, la teórica Sophie Lewis advierte sobre el riesgo de asumir que todo feminismo es necesariamente aliado. Tu análisis en Las guerras de género dialoga en cierto modo con esta idea al mostrar cómo algunos discursos feministas —como el denominado “feminismo provida” o los posicionamientos contra los derechos de las personas trans— han sido funcionales a las guerras de género y cooptados por la derecha radical. ¿Qué papel juegan estos “feminismos” en el avance de la ofensiva antigénero y por qué crees que han logrado calar tan profundamente incluso en algunos sectores progresistas?
Estos feminismos funcionan como legitimadores internos de la ofensiva antigénero. Al presentarse como críticas desde dentro del campo feminista, permiten a la derecha radical apropiarse de un lenguaje de derechos para avanzar su agenda reaccionaria. No son un residuo del pasado, sino formas activas de feminismo conservador que, como advierte Sophie Lewis, operan más como enemigas que como aliadas en el horizonte emancipador. Por ejemplo; en las discusiones sobre la reciente Ley Trans, el feminismo transexcluyente ha sido la mayor fuerza opositora, más que la extrema derecha, porque tiene más legitimidad social, y es el que ha generado el discurso que luego ha replicado Vox u organizaciones como Abogados Cristianos. Ello ha permitido a la extrema derecha presentarse como defensora de las mujeres o de las niñas, mientras ataca los derechos de las personas trans o criminaliza a las trabajadoras sexuales.

Explicas que va más allá de la cuestión trans.
En países como Inglaterra ya hay grupos que se dicen feministas centrados en atacar a los migrantes como los causantes de la “violencia sexual”. Esto puede ser fruto de una manipulación directa de la extrema derecha, pero, por desgracia, creo que este tema está inscrito en el imaginario colectivo europeo desde la colonización, y hoy está calando en muchos sectores de la población. Esto es muy peligroso, porque cuando hay acusaciones —o simples rumores— de agresiones sexuales por parte de migrantes, sobre todo en el caso de los menores, se están produciendo ataques a centros u alojamientos donde residen. Es algo que lleva pasando desde hace años en toda Europa, incluida España, como hemos visto recientemente. Es uno de los principales retos a los que se enfrentan los feminismos de base hoy.

Aunque no es uno de los focos centrales del libro, me interesa preguntarte por el papel de la llamada “manosfera”, esa constelación de comunidades digitales articuladas en torno al antifeminismo. ¿Cuál ha sido su impacto en la expansión del movimiento antigénero?
La manosfera ha sido un terreno de expansión del movimiento antigénero sobre todo entre los más jóvenes. Aunque tiene también bastante de fenómeno espontáneo o subcultural, está funcionando como un canal eficaz para la radicalización ideológica. Las plataformas digitales hoy en día son la principal arena de esta tecnopolítica del malestar: permiten circular mensajes simples, emocionales, muchas veces anónimos, y generar identificación afectiva. Lo que hacen estas comunidades de la “manosfera” —incels, MGTOWs, youtubers misóginos, etc.— es organizar el desencanto y la frustración en torno a un enemigo reconocible, desplazando la causa del sufrimiento hacia afuera: las mujeres, el feminismo o el progresismo. Y es ahí donde conecta con las extremas derechas, que recogen ese guión victimista y lo convierten en propuesta política.

Muchas de estas comunidades además producen subjetividad y formas de deseo y desarrollo personal, e incluso se convierten en entornos donde se experimenta el sentido de comunidad y se descubren identidades. Por eso, si queremos disputar ese terreno, no basta con desmentir bulos o responder con pedagogía feminista: necesitamos un proyecto que también interpele a estos jóvenes más allá de la culpabilización o de pedir que renuncien a sus “privilegios”. Creo en la potencia y radicalidad de las luchas feministas cuando están trabadas con una crítica del capitalismo y creo que a partir de esta propuesta podemos construir un horizonte de transformación colectiva que incluya a estos chavales. No basta tener un proyecto que les incluya para acabar con la “manosfera”, desde luego, pero es un buen primer paso.

Género y sexualidad son fundamentales en la reorganización racializada del poder. Funcionan como marcadores simbólicos que permiten justificar exclusiones y violencias

Precisamente quería preguntarte sobre ese vínculo entre el neoliberalismo y las guerras de género. En el libro narras cómo, desde Thatcher hasta Vox, muchas derechas han combinado el elogio del mercado con la defensa del orden sexual tradicional para solucionar los problemas que produce el capitalismo.
Esta afinidad la explica bien Melinda Cooper en Los valores de la familia. Desde sus inicios, se produjo una alianza entre conservadores y neoliberales. El resultado es Thatcher o Reagan, e incluso las dictaduras en Chile o Argentina. El neoliberalismo nace reduciendo el estado del bienestar y privatizando los cuidados; es decir, atribuyéndoselos a la familia, a las mujeres. Para estos conservadores, el mejor estado del bienestar era la institución familiar porque, de hecho, tenían muy claro que determinadas ayudas sociales podían debilitarla.

De ahí toda la campaña contra las Welfare Mothers: las mujeres que recibían asignaciones por hijo que hacían que dependiesen menos del matrimonio y de los hombres. De hecho, el manifiesto del primer Congreso Mundial de la Familia de 1997, decía que los impuestos “debilitan a la familia” —ésta debía procurar el sostenimiento de sus miembros de manera independiente—, mientras criticaba la economía de consumo capitalista “que obliga a las madres a entrar en el mercado laboral”.

¿Cómo se conjugan esas campañas hoy?
Hoy, estamos en una suerte de crisis de legitimidad del proyecto neoliberal y podemos encontrar derechas radicales que se mueven entre estos polos: unas libertarianas o anti-impuestos, como Javier Milei y Donald Trump, y otras más chovinistas, que hacen un discurso antiglobalización o que piden estado del bienestar pero sólo para las familias o para los nacionales, como Marine Le Pen. En el fondo, ni unas ni otras tienen un proyecto alternativo de salida de la crisis de acumulación en la que estamos inmersas —el capital tiene dificultades para reproducirse. Estos proyectos son más bien intentos de excluir del menguante reparto a algunos segmentos sociales mientras se aumentan sus niveles de explotación, con los que sostener a los que sí se considera que forman parte de la nación. La cruzada antigénero aparece, así, como un dispositivo racializado que es funcional a la restauración de las jerarquías sociales a partir de un pacto reaccionario.

Señalas también cómo algunas corrientes de la derecha radical se apropian de ciertos discursos feministas y LGTBQIA+ para legitimar políticas securitarias y proyectos racistas, un fenómeno analizado por autoras como Sara Farris y Jasbir Puar en sus críticas al “femonacionalismo” y al “homonacionalismo”. ¿Cómo entiendes esta convergencia entre retóricas de inclusión y proyectos políticos profundamente excluyentes?
Son retóricas de inclusión, pero de inclusión diferenciada. Como ejemplo Alice Weidel, líder de AfD, el partido ultra alemán que oscila entre el homonacionalismo y el conservadurismo radical. Es lesbiana, está casada con una mujer y tienen hijos. Es decir, puedes tener una familia no tradicional siempre que seas blanca y nacional, y homonormativa —es lesbiana pero no desafía el binario de género. Mientras si eres una mujer lesbiana y migrante, no serás parte de la nación, tampoco de forma plena si eres una persona trans o no binaria. Sobre estos ejes diferenciales se articulan las estrategias homonacionalistas.

Estas estrategias permiten marcar una frontera cultural, supuestamente civilizatoria, frente a un enemigo racializado (principalmente musulmán), presentando a las personas migrantes como amenaza a las libertades sexuales o los derechos de las mujeres. “Los que no se integran”, que dice Abascal. El discurso sobre el Gran Reemplazo encaja aquí a la perfección, porque proyecta una amenaza existencial que entrecruza los pánicos demográficos y los de género —las mujeres no quieren tener hijos por culpa del feminismo y del aborto, las musulmanas tienen tasas de fertilidad más altas, etc. Es decir, hablan de quienes tienen el derecho, incluso el deber de reproducirse —las mujeres blancas nacionales— y quienes no. Así, género y sexualidad no son accesorios, sino fundamentales en esta reorganización racializada del poder. Funcionan como marcadores simbólicos que permiten justificar exclusiones y violencias.

Frente a la lógica reaccionaria que explota el malestar y el miedo, la alternativa pasa por una política cara a cara, desde las organizaciones políticas de base y el apoyo mutuo

Frente a una internacional antigénero bien articulada que, como dices en el libro, “ha ganado la batalla política pero no ha cambiado la sociedad”, ¿qué estrategias podrían articular hoy los movimientos emancipadores, como el feminismo, para disputar la hegemonía y contrarrestar este avance reaccionario?
No es suficiente con contrarrestar los marcos reaccionarios en el terreno discursivo, sino que tenemos que reconstruir poder social desde abajo, enraizado en la experiencia concreta de las personas y en sus formas de vida. Frente a la lógica reaccionaria que explota el malestar y el miedo, la alternativa pasa por una política cara a cara, es decir, desde las organizaciones políticas de base y el apoyo mutuo. Desde esos lugares podemos construir contrapoderes que nos permitan acumular fuerzas para poder avanzar, pero también elaborar nuevos valores que disputen los sentidos comunes que impulsan los reaccionarios. Tenemos que ofrecer horizontes colectivos que no sólo defiendan derechos, sino que amplíen las condiciones materiales de vida para todas las personas.

Esta lucha por el significado de la democracia debe articular demandas feministas y de género con agendas redistributivas amplias —vivienda, derechos civiles y laborales, servicios públicos— con la desmercantilización de cada vez más áreas de la vida. Por supuesto, la lucha contra las fronteras y el antirracismo tiene que ser un elemento central, porque las extremas derechas apuntan a los migrantes o las personas racializadas pobres para articular una división social que haga sentir “a salvo” a los nacionales: “por mucho que caigas, nunca serás como ellos”, dicen. Pero no es cierto. En este mundo que se desmorona, atravesado por múltiples crisis, estamos todos en peligro.

¿Y desde los feminismos de base?
Desde los feminismos de base necesitamos también una crítica a las versiones liberales del feminismo y la institucionalización del movimiento. No basta con ocupar espacios de poder si estos no se orientan a redistribuirlo y, por supuesto, no nos vamos a liberar a costa de otras personas, migrantes, mujeres trans, o trabajadoras sexuales. Por último, no podemos dejar la representación de la desafección política a las derechas radicales mientras legitimamos lo que hay porque “es el mal menor”; es decir, mientras defendemos el statu quo; porque precisamente este es un elemento central que alimenta su crecimiento. Los movimientos emancipadores tienen el reto urgente de salir del repliegue defensivo y disputar el sentido político del rechazo al sistema.

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