Fascismo
Matar a Rousseau (nihilismo de masas)

Las masas han sido de vez en cuando protagonistas de su propio destino contribuyendo o forzando a cambiar la Historia. Pero miremos su retrato en negativo: dentro de las masas anida también una libido autodestructiva, una deriva apocalíptica, belicosa pero a la vez resignada y sumisa, que les lleva a apoyar por acción u omisión el proyecto político del nuevo fascismo.
19 sep 2021 06:00

Es un error concebir la lucha contra el fascismo sólo como el enfrentamiento contra una liga de sujetos poderosos y bestiales. Cualquier análisis incluiría otros antagonistas intermedios y ambiguos: plebeyos, indiferentes, oportunistas, equidistantes, “los que saben lo suficiente como para saber que no quieren saber nada”, gute deutsche (“buenos alemanes”), “el país que madruga”, las “mayorías silenciosas”. Una gama de grises demasiado vasta como para concluir que la tiranía se erige y mantiene sólo con el apoyo de las clases altas y medias, el capital, las armas y los tribunales.

La desazón de las izquierdas con los resultados electorales en Madrid del 4 de mayo o con el éxito del fascismo en general puede deberse a que el esquema roussoniano del buen salvaje todavía tiene vigencia. Y, como ya se dijo por aquí cuando los comicios andaluces abrieron las instituciones a la ultraderecha, “no hay dominados inocentes”. El concepto lo acuñó Ernst Bloch para su “Principio de Esperanza”, y no quiere decir más que lo que dice: que los parias de la tierra no sólo no tienen por qué ser sujetos revolucionarios sino que a veces, quizás por supervivencia, eligen la subordinación.

Los parias de la tierra no sólo no tienen por qué ser sujetos revolucionarios sino que a veces, quizás por supervivencia, eligen la subordinación.

Las masas sin predicados, no “organizadas”, no “obreras”, no “populares”, no “en marcha”, las “masas de individuos” dejan de aportar calidad a la cantidad cuando se avienen a ser sujeto estadístico (cliente, mercado, usuario, recurso) o protagonistas del opio etnográfico en que se ha convertido la “celebración simbólica del nosotros”. No son ya aquellas turbas, herederas del “sans coulotte” y la “tricoteuse”, que aterrorizaron a los teóricos del elitismo. Al contrario. Buena parte se ha transformado en aliado potencial por omisión de los poderes más brutales. Algo que el fascismo supo usar en su momento obteniendo de ellas más que adhesión o complicidad: su inmolación como sujeto colectivo.

Todo comienza en el ámbito de la subsistencia: para sobrevivir dentro de un estado de cosas (artificialmente) precario las mayorías deben hacerse cómplices de su explotación participando de ella, justificando sus consecuencias e inhibiéndose de inquietudes más allá de un trabajo -y de un ocio también- que absorbe, aísla y embrutece. Gottfried Benn glosaba, “la felicidad consiste en ser tonto y tener trabajo”. “Vaciar la cabeza, llenar la panza”, recomendaba Lao Tse. Y el propio Góngora hacía lo propio: “ande yo caliente y ríase la gente”. En esa idiocia, y bajo tales condiciones, “ganarse el pan de los hijos” ha matado, agredido y humillado a más gente, ha conculcado más derechos, ha propagado más oscurantismo, ha arrasado más selva, ha contaminado más aguas y ha depredado más fauna que cualquier tropa, tóxico, explosivo, proceso productivo o inquisición que pudieran imaginarse.

No es en el descontento ni en la deslegitimación de las instituciones, sino en esa resignación agresiva donde el fascismo encuentra hoy su punto de encastre con parte de las mayorías subordinadas.

Ofrecer fuerza de trabajo incondicionalmente, allanarse a lo que hay sin resistencia, es un acto de capitulación que, si respondiera a un conformismo individual, no tendría mayores consecuencias. El problema es que hay conformistas que no se rinden y dispersan mansamente, sino que pasan a engrosar la jauría de reserva de perros del hortelano que ven con sospecha o banalizan cualquier militancia o activismo en todos los sentidos. Así como la desregulación económica no es más que otra forma de regulación, la despolitización general es otra forma de hacer política de masas. No es en el descontento entonces, ni en la deslegitimación de las instituciones, sino en esa resignación agresiva donde el fascismo encuentra hoy su punto de encastre con parte de las mayorías subordinadas.

La tesis de nuestra inveterada intelligenstia insistía en que el fascismo de los años veinte llega de la mano de unas exhaustas democracias liberales para romper el tope a las ganancias impuesto por la crisis y combatir al movimiento obrero. Sin embargo, cuando el progreso industrial adquiere un grado de potencia tal que incluso amenaza la supervivencia del planeta, la plusvalía se extrae y acumula como nunca antes y el movimiento obrero es una sombra de lo que fue, ¿para qué llega?

Cabe colegir que para reiniciar la partida donde la dejó: allí donde al desarrollo de las fuerzas productivas se le despoja de consecuencias emancipatorias y los avances tecnológicos conviven con la inhibición política de las mayorías. Jeffrey Herf (“Modernismo reaccionario”, 1984) ubica el germen de la nazificación de Alemania en la dinámica de industrialización del país (tardía pero titánica y vertiginosa), en la ausencia de Revolución liberal y en un irracionalismo romántico que era casi pensamiento de Estado. De 1880 a 1900 su industria iguala a la norteamericana y la británica. Tal expansión hizo surgir unas bases sociales que reclamaban algo más que salarios más altos y mejoras en las condiciones de trabajo. Ello supuso un quebranto para las banderías reaccionarias, ávidas de un progreso industrial sin trabas legales, sin veleidades ilustradas y, sobre todo, que pudiera congeniar avance tecnológico y misticismo volkish. No obstante no es un fenómeno exclusivo ni de Alemania ni del fascismo. Ya fuese con “revoluciones desde arriba”, con reformismo o con “pan y circo”, controlar la acción política de las mayorías organizadas desde que aparecen en la Historia era una obsesión en todo el orbe industrializado.

Ya fuese con “revoluciones desde arriba”, con reformismo o con “pan y circo”, controlar la acción política de las mayorías organizadas desde que aparecen en la Historia era una obsesión en todo el orbe industrializado.

Hoy parece que no queda nada de aquella coyuntura. Sin embargo tal obsesión continúa operativa tanto en el seno de las instituciones formalmente democráticas como entre las propias mayorías. Su deseo de autoexclusión encubre la misma pulsión colectiva por delegar en el poder del más fuerte que se vivió en los fascismos del siglo XX travestida de revolucionaria, transgresora y futurista al estilo de Marinetti. Tras la tragedia llega la farsa: no hay caudillos, ni führers, ni duces, pero sí una caterva de influencers analfabetos, periodistas tabernarios, intelectuales de empaque energúmeno, rockeros reaccionarios y alguna escritora confusa que no duda en laudar a Ramiro Ledesma Ramos. Además llevamos décadas sufriendo un bombardeo que apela a la jibarización de lo político. Sobran partidos, autonomías, ayuntamientos, representantes políticos, sindicatos, funcionarios, legislaciones, derechos, referéndum, reivindicaciones, solidaridad... De ahí a afirmar que sobra la democracia media muy poco. Y el trasfondo de ese relato (que hay posibilidades de beneficio económico o psicológico particular en la renuncia colectiva a la política) ha terminado calando. La ultraderecha no inventa nada nuevo: surfea una ola preexistente. Sus invectivas groseras contra los Institutos de la Mujer, la ayuda a los migrantes, el movimiento ecologista o las lenguas cooficiales (por ejemplo) son tanto la expresión de un programa como una forma de alimentar el apetito antipolítico presente en las multitudes.

La ultraderecha no inventa nada nuevo: surfea una ola preexistente. Sus invectivas contra los Institutos de la Mujer, la ayuda a los migrantes, el movimiento ecologista o las lenguas cooficiales (por ejemplo) son tanto la expresión de un programa como una forma de alimentar el apetito antipolítico presente en las multitudes.

El papel que se le reserva a esas nuevas masas es rubricar un “contrato social en negro” donde se abandonan, no las “libertades del estado de naturaleza”, sino los mismos derechos que otorgaba el haber renunciado a aquellas. Porque los derechos sobre el papel (esa cínica “igualdad individual ante la ley” que se esgrime para deslegitimar cualquier reivindicación) sólo se arrancan desde el conflicto organizado y las nuevas masas no están dispuestas a perder su tiempo.

Podría postularse aquí un análisis más fino en términos de psicología social para explicar el riesgo que suponen, pero seamos sintéticos. Para esas mayorías hay derechos sociales que son prescindibles, que estorban su devenir cicatero e interpelan su servilismo. Ni los ejercen ni desean que otros lo hagan. Y se dejarán cortejar por los intereses que satisfagan su nihilismo. Han crecido dispersas a ras de suelo como una planta parásita y ahora la pica fascista clavada en las instituciones les ofrece la oportunidad de trepar y ser de nuevo protagonistas de la Historia. Pero esta vez para arrastrar consigo las libertades conseguidas a base de años de lucha y disfrutar de la placidez de ganarse la vida “sin meterse en política”. Como si eso fuera posible.

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