Bibliotecas públicas: un tercer lugar donde ensayar la utopía

Las bibliotecas han sido históricamente objetivo de ataques que no siempre han tomado la forma de incendio o metralla: el desinterés o la censura también son una amenaza para su supervivencia.

Fotógrafa

24 oct 2025 06:00

El 27 de noviembre de 2023, las bombas israelíes arrasaron la biblioteca municipal de Gaza, la más grande de la Franja. Días después, la académica y bibliotecaria Laila Hussein Moustafa escribía en Los Angeles Times: “Cuando se ataca a las bibliotecas, no solo se produce la terrible destrucción de libros. Las bibliotecas son depósitos culturales. Contienen la memoria colectiva, preservan el patrimonio cultural, muestran el desarrollo social y brindan a las personas la oportunidad de aprender y crecer”. En la primavera de 2025, tras año y medio de intensificación del genocidio israelí contra el pueblo palestino, un informe de Naciones Unidas reportaba que 13 bibliotecas de la Franja ya habían sido destruidas.

La biblioteca de Alejandría en llamas, la quema de miles de libros a manos de los nazis en las plazas alemanas, las históricas bibliotecas de Sarajevo y Bagdad asaltadas por el fuego: las bibliotecas han sido históricamente objetivo de ataques que no siempre han tomado la forma de incendio o metralla, el desinterés o la censura también son una amenaza para su supervivencia. Ejemplo reciente de ello es la ofensiva del presidente estadounidense Donald Trump, quien, tras regresar a principios de año a la Casa Blanca, no tardó en embestir contra las bibliotecas por dos frentes: primero, el de la guerra cultural, ordenando retirar los libros considerados woke de las bibliotecas escolares dependientes del Ministerio de Defensa. Segundo, con el desmantelamiento del Instituto Federal de Servicios de Museos y Bibliotecas. 

Con todo, las bibliotecas, más allá de ser objetos de destrucción, o presas de la censura y la desinversión, constituyen una institución que ha resistido durante miles de años en diversas formas. En concreto, las bibliotecas públicas fueron categorizadas en los años 80 por el sociólogo Ray Oldenburg, como un tercer lugar, “un espacio de interacción social informal y libre, esencial para la democracia”. Así, la Federación Internacional de Asociaciones e Instituciones Bibliotecarias (IFLA), el principal organismo internacional en este ámbito, nacido de la mano de la UNESCO, afirma: “Las bibliotecas metropolitanas sirven como destino y lugar de reunión, acercando a las personas en el centro urbano y en los barrios locales, y a menudo funcionan como un tercer lugar que es a la vez acogedor y un refugio”. 

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Cuatro estudiantes pasan el tiempo en una zona de la biblioteca de San Fermín, llamada La Casita del Árbol. Elvira Megías

La biblioteca que soñó el barrio

La conexión entre biblioteca y participación vecinal tomó la forma de un edificio de tres plantas, con un espacio arbolado adyacente, en el barrio madrileño de San Fermín. Y es que fueron sus vecinas y vecinos quienes no solo lucharon durante casi tres décadas para conseguir una biblioteca pública, sino que se involucraron en su diseño mediante un proceso participativo. “Esto generó un fuerte sentido de pertenencia incluso antes de que existiera el edificio”, explica Juan Carlos Pérez Iglesias, responsable de la biblioteca municipal, erigida sobre el solar donde la asociación de vecinos levantó una primera biblioteca vecinal en 1994. En 2008 arrancarían el compromiso para disfrutar de una dotación municipal del entonces alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, pero el diseño y la construcción de la prometida biblioteca no empezaría hasta la llegada de Ahora Madrid al ayuntamiento. Finalmente, fue inaugurada en 2022. Para quien ha sido su director desde el principio, la biblioteca es “un símbolo de orgullo para San Fermín. Representa lo que el barrio puede conseguir cuando se organiza”.

Jose ojea periódicos en la hemeroteca de la planta de acceso, lleva cinco años jubilado y viene a menudo a esta biblioteca. Conoce varias, pero considera que esta es la mejor con diferencia. Aquí lee la prensa y a veces usa los ordenadores. No es un experto, pero cuando no se apaña con algo, el personal le echa una mano, lo que agradece. Jose no es vecino y desconoce la historia detrás de este edificio, pero los amplios espacios, la tranquilidad y la iluminación natural le hacen visitarlo a menudo. “Nadie observa lo que haces, te sientes libre para ir a cualquier parte”.

La biblioteca es “un símbolo de orgullo para San Fermín. Representa lo que el barrio puede conseguir cuando se organiza”

La hemeroteca comparte planta con la sala de ordenadores y un espacio donde se puede comer decorado con un mural del artista Okuda San Miguel en cuya realización también participó el barrio, según nos explica Juan Carlos mientras nos muestra el edificio. Del otro lado de la isleta donde un grupo de bibliotecarias recibe a los usuarios, está la bebeteca y la zona infantil. El espacio juvenil, la comiteca, la colección de libros, el espacio polivalente, las salas de trabajo y de lectura se reparten por el resto del edificio, que cuenta con una terraza abierta con vistas al parque lineal del Manzanares. Abajo, entre los árboles, un pequeño anfiteatro y una mesa con bancos completan este tercer lugar donde se suceden numerosas actividades: presentaciones de libros, visitas escolares, cuentacuentos, talleres de ganchillo, clases de árabe. Es evidente que era un espacio esperado: “El primer mes tras la inauguración hicimos tres mil carnets”, recuerda su director.  

Javier entra a trabajar en el turno de tarde y recibe la felicitación de sus compañeras: le quedan pocos meses en San Fermín, acaba de sacarse una plaza como bibliotecario para el Ministerio de Cultura. Ya ha sido interino en la Biblioteca Nacional, allá sabe que trabajará con otro material y otros usuarios. “Lo que más me gusta de trabajar aquí es el encuentro con los vecinos”, explica. Pone un ejemplo, el de un señor de 60 años “que nunca había podido leer, porque ha pasado toda la vida trabajando, y me dice ‘desde que vengo aquí, ya no paro’”. Javier es minoría en un equipo hecho mayoritariamente de mujeres, tradicionalmente más presentes en las bibliotecas. Cristina, una de ellas, aventura una hipótesis sobre esta preponderancia femenina: “Creo que hay una parte fundamental de refugio en la lectura, y me parece que aquí nos encontramos mucho las mujeres: en los clubes de lectura, en la propia biblioteca sin más. Somos grandes lectoras, en todas las edades. Además, tenemos mucho interés por compartir esas historias, que también son nuestras historias”. Pone como ejemplo el club de lectura feminista, un espacio autogestionado al que cada vez se suma más gente.

“Aunque se suele leer y escribir en soledad, estos son actos colectivos porque nos acercan a otras mentes, a otros lugares y otros siglos. Nos ayudan a contener multitudes”, explica por correo electrónico, con su evocadora prosa, la historiadora de los libros y las bibliotecas Irene Vallejo. Los libros, continúa, ayudan a “apartarnos de la catarata de mensajes fragmentarios, propagandísticos, efímeros y espasmódicos que nos inundan en las redes. Cuando, además, ese primer momento de introspección desemboca en la conversación compartida de un club de lectura, el impulso transformador se amplifica. A estos círculos se entra con una sola lectura del libro y se sale con puntos de vista múltiples, en gozosa polifonía”. Para la autora de El Infinito en un Junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2019), iniciativas como los círculos de lectura, surgidos desde abajo “implican un desafío al individualismo extremo y tejen redes”.

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Cristina, bibliotecaria en la BPM de San Fermín Elvira Megías

De redes también habla Cristina, aquellas que se generan en una biblioteca que siente como propia. “La hemos estrenado, la hemos montado nosotros, la gente sabe quién eres, cómo te llamas, viene a hacer visitas, te cuentan sus cosas, si les ha gustado el libro. Es todo muy cercano”. Recuerda que los primeros días, cuando los vecinos pasaban a curiosear, ella les recordaba “muévete libre, estás en tu casa”. Tres años después siente que en la cotidianeidad se ha hecho familia, ha visto crecer a niños y niñas que la saludan por su nombre y le piden recomendaciones. El barrio hizo la biblioteca, pero también “la biblioteca hace barrio”. 

Un barrio hecho de gente de todos los orígenes y todas las edades. En la casita del árbol, un espacio de madera que sobresale de la primera planta, pasan el rato un grupo de chicas. Cuentan que están a gusto en este rincón de la biblioteca que, recuerda Pérez Iglesias, los vecinos idearon. Charlan, miran el móvil, dos de ellas han sacado unos cuantos mangas de la comiteca. Ya fuera, dos niños y su madre entran en el recinto ajardinado. No tienen planes de meterse en el edificio, acaban de salir del colegio y hay hambre. “Mi hija me ha pedido pasar porque echaba de menos la biblioteca después de todo el verano”. ¿Qué es lo que tanto te gusta de este lugar?  le preguntamos. “¡Que hay libros para leer!”, responde la niña, de unos siete años. 

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Un palacio del pueblo en Carabanchel

“Los manga tienen mucho éxito”, informa Conchi, en su mesa en la Comiteca de la Biblioteca Luis Rosales, de la red autonómica madrileña. Explica que también los superhéroes gozan de mucho tirón entre la chavalada y que los adultos buscan más cómic europeo. Esta bibliotecaria piensa que lo que hace venir a tanta gente a esta sección no es solo el amplio fondo del que dispone, sino que también el espacio invita a estar: con una fácil visibilidad de las obras disponibles, cómodos sofás donde hojear el material, y al lado del punto joven. María Teresa Morata Arráez, directora de la biblioteca, cuenta que, cada tarde, después del instituto, todo el espacio se llena de chavalada. “Vienen a estudiar, a verse, al bar. Hacen mucha vida social”. Natalia está sentada junto a dos amigos en los sillones frente a uno de los principales atractivos de la biblioteca: la fachada acristalada con vistas a la ciudad. Vienen aquí para estar tranquilos, afirman que hay pocos espacios en la ciudad donde simplemente estar. A unos metros, en una mesa medio escondida entre estanterías, Marta revisa su TFG de Biología, viene de vez en cuando en busca de silencio y espacio, algo no siempre fácil de encontrar en su casa.

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Marta prepara su TFG en la Luis Rosales. Elvira Megías

Mari Carmen acude casi cotidianamente con su marido: mientras él lee la prensa, ella devora libros en un sofá. El ambiente tranquilo, ver a gente de todas las edades compartiendo espacio y la impresionante vista son algunas de las razones por las que le gusta este lugar. Morata Arráez es consciente de lo excepcional de la panorámica, a ella le impresionan los cambios de luz a lo largo del día, “una pena que no podáis estar más tiempo para apreciarlo”. En una ciudad donde están de moda bares en las azoteas para disfrutar de las vistas mientras se consume, los usuarios de la Luis Rosales pueden disfrutar del mismo lujo gratis. Inaugurada en 2010 en una zona de expansión demográfica que venía necesitando este tipo de infraestructura, la biblioteca, considera su directora, “es un espacio muy importante para el barrio”. Equipada con un espacio de accesibilidad, que cuenta con lupas de ampliación, audiolibros, o una colección de lectura fácil, la biblioteca también acoge a quienes tienen dificultades con la lectura. Colegios de educación especial o asociaciones hacen uso de este recurso, explica su directora. Además, vecinas y colectivos del barrio solicitan las instalaciones para todo tipo de actividades.

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Maria Teresa Morata, directora de la Biblioteca Pública Luis Rosales. Elvira Megías

De la sala polivalente salen unos gritos que chocan con la calma del lugar. Adentro, un grupo de actores prepara una obra de teatro que estrenarán pronto. “Cuando buscamos un sitio de ensayo público y pensamos en la biblioteca, no sabíamos que tenía esta sala tan chula”, explica Sergio, el director de la compañía. Acostumbrados a ensayar en sitios mucho menos acogedores, en la biblioteca, además, se amplían las posibilidades: durante las pausas pueden tomar libros prestados, o subir a disfrutar de las vistas, celebra.

“Construir espacios donde pueda reunirse todo tipo de gente, es la mejor manera de reparar las fracturadas sociedades en las que vivimos hoy en día”

Mucho antes de que la sociología apuntara al concepto de tercer lugar, el filántropo multimillonario estadounidense Andrew Carnegie acuñó la expresión “palacios del pueblo” para las bibliotecas. Quien no fuera precisamente generoso con sus trabajadores como magnate industrial dedicó gran parte de su fortuna a la construcción de miles de bibliotecas públicas. El sociólogo Eric Klinenberg retoma este concepto en su libro Palacios del Pueblo: políticas para una sociedad más igualitaria (Capitán Swing, 2021) donde destaca el potencial de las infraestructuras sociales en ciudades marcadas por la desigualdad, la segregación y la desconfianza. El autor recuerda que “construir vínculos reales requiere un entorno físico común, una infraestructura social”. Así, defiende, “construir espacios donde pueda reunirse todo tipo de gente, es la mejor manera de reparar las fracturadas sociedades en las que vivimos hoy en día”. 

Por su parte, en su libro Bibliotecas: una historia frágil (Capitán Swing, 2024) Andrew Pettegree y Arthur Der Weduwen consideran que si las bibliotecas han sobrevivido a desafíos como la emergencia de internet, se debe principalmente a que “son espacios donde pensar despacio, lejos del ajetreo de la vida cotidiana: es la aleatoriedad de los libros, del gusto y de la curiosidad lo que garantiza que las bibliotecas sigan siendo un lugar donde una amplia muestra transversal de la sociedad puede acercarse, pasear, rebuscar y marcharse cuando le plazca. Es la arbitrariedad la que diferencia la biblioteca de otros espacios públicos compartidos, y la búsqueda de algo enriquecedor, sea lo que sea”.

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Por las tardes, son muchos los y las estudiantes que se juntan a estar tranquilas en los sillones de la Luis Rosales. Elvira Megías

Un espacio irremplazable

De un día para otro, allá en 2019, la Manuel Alvar no abrió sus puertas. El cierre tomó al barrio de la Guindalera (Madrid) por sorpresa, los libros en préstamo aún estaban en las casas de los usuarios. La biblioteca —la única de titularidad estatal en Madrid, gestionada por la comunidad autónoma— pasó por una primera obra de urgencia a cargo del Ayuntamiento. Cuando parecía que iba a abrir, aparecieron nuevos carteles anunciando una inversión mucho mayor para planes de mejora. Seis años después, el espacio sigue cerrado, aunque se suponía que abriría en septiembre. Por el 24 de octubre, día Internacional de las Bibliotecas, las vecinas volverán a concentrarse ante el edificio para reivindicar su apertura. En el centro cultural La Atenea, podrán después debatir con representantes de las administraciones implicadas. 

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Marisa, activista por la reapertura de la Biblioteca Manuel Alvar, ante el edificio en obras. Elvira Megías

Es justamente en La Atenea, a pocas manzanas de la biblioteca cerrada, donde Marisa relata minuciosamente el recorrido que los colectivos del barrio han hecho durante el tiempo que se han visto privados de su principal biblioteca. Quien fuera ávida usuaria de las instalaciones lamenta que en estos seis años una generación de niñas y niños pequeños no haya podido disfrutar de la sala infantil, y otra generación de estudiantes de instituto no haya contado con este espacio para estudiar: hasta 2023 los libros permanecieron en la biblioteca cerrada. Averiguaron que iban por fin a retirarlos para acometer la reforma, gracias a su rastreo de las licitaciones. Y es que, protesta, es todo muy opaco. Van enterándose de las cosas gracias a una doble vigilancia vecinal: a través del portal de transparencia comprueban el ritmo al que se ejecuta el presupuesto, mientras observan los lentos avances en el edificio vacío. Y presionan con movilizaciones los días del libro y de la biblioteca, y con reuniones con las distintas administraciones. Marisa no tiene muy claro que esta presión esté sirviendo para mucho, explica frente al edificio en el que efectivamente no parece que haya una inminente apertura en camino. Empieza a sospechar que “a nadie le importan las bibliotecas, quizás piensen que son una cosa antigua”.

En realidad, las bibliotecas parecen importarle a mucha gente, prueba de ello es el gran éxito que cosechó El infinito en un junco, con cien millones de lectores en todo el mundo. “Las bibliotecas públicas cumplen una labor social irremplazable: ofrecen un lugar hospitalario donde estudiar, leer y aprender a quienes no lo tienen, con calefacción en invierno, aire acondicionado en verano, ordenadores y conexión a internet, infinitas posibilidades”, defiende su autora. “También brindan algo especialmente valioso: ayuda de personal humano. Albergan actividad cultural gratuita. Ponen a disposición de todos libros, periódicos, revistas, películas, series, música y la posibilidad de navegar sin ningún coste”. Y esto, en la urbe neoliberal entregada al negocio, no es poca cosa: “Hay pocos lugares en nuestras ciudades y pueblos donde todo el mundo sea recibido, sin pedirle que consuma, que gaste, que compre”.

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Una de las bibliotecarias de La Magdalena posa frente al local. Elvira Megías

Bibliotecas del común

No son siempre las administraciones públicas las que ofrecen este refugio: entre las calles de las urbes gentrificadas, o en las zonas rurales aisladas en la periferia del capitalismo, las bibliotecas comunitarias, de inspiración obrera o popular, forman también parte de la larga historia de esta institución hecha de libros y de encuentro. En el barrio de Lavapiés, entre cuquis locales para tomar el té, tiendas al por mayor regentadas por personas migrantes y airbnbs, resiste desde hace más de diez años la Biblioteca Anarquista Magdalena. El nombre le viene de la calle donde surgió en 2003 y pasó sus primeros años, compartiendo un espacio de la CNT con otras iniciativas libertarias. Lo que arrancó como un proyecto para mandar libros a presos, se ha convertido en una biblioteca de 4.000 volúmenes.

En la Magdalena abren todos los días y consideran que, si resisten, es porque son muy cabezotas, pero también porque tienen una buena red de apoyo

Abren todos los días y consideran que, si resisten, es porque son muy cabezotas, pero también porque tienen una buena red de apoyo. “Solidaridad llama a solidaridad”, apuntan, y además “en el mundo libertario siempre ha habido mucho apoyo mutuo”. Justamente Mark, estudiante ruso, ha venido por segunda vez al local. Busca a su compatriota Kropotkin: quiere leerlo en español. No es el único visitante, Carla, una estudiante colombiana, lleva un buen rato mirando entre los estantes, encontró la biblioteca en las redes y aunque le ha costado sacar un rato para venir, al final lo ha conseguido: se lleva un libro sobre migraciones y otro sobre la hiperconectividad digital. A pie de calle, en el espacio entran personas como ellos, que buscan específicamente libros libertarios y de pensamiento crítico y se han acercado a propósito hasta allí, pero también turistas y curiosos, o gente que conocía el proyecto desde el antiguo local. Desde hace un año, los martes reciben la visita de niños y niñas, integrantes de los Dragones de Lavapiés —un club de fútbol del barrio— que vienen a aprender a jugar al ajedrez, una algarabía que es bienvenida.

Aunque la asamblea que mantiene el espacio pensó en trasladarse a algún otro barrio más asequible ante la embestida de la gentrificación, finalmente decidieron que siendo la única biblioteca anarquista grande en Madrid, debían permanecer en el centro. Se trata de que todo el mundo pueda acercarse, dar espacio a otros proyectos, o incluso guardar material. La biblioteca también sirve, en palabras de sus responsables para dar “apoyo logístico cuando hay concentraciones y manifestaciones, es punto de encuentro y punto seguro. Ya todo el mundo sabe que si hay algún problema, nos vamos a Magdalena, es como nuestra casa en el centro, nuestro núcleo de resistencia”. Una casa en la que una vez al mes ofrecen un desayuno entre libros. Una actividad de la que dudaron al principio y sin embargo se ha revelado un éxito: esos días se añaden más socios y se prestan más libros que nunca.

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Mark, estudiante ruso, entra en la Biblioteca Anarquista. Elvira Megías

Con un océano de por medio, desde el interior de Rio Grande do Sul, en Brasil, Alejandro manda varios audios entusiastas en los que nos habla de su trabajo en el Instituto Atairu, el paraguas bajo el que se agrupan varias bibliotecas comunitarias en dos asentamientos de la reforma agraria. La primera de ellas, en Belo Monte, acaba de cumplir una década. “Lo que ofrece cada biblioteca depende de cada comunidad, todas las bibliotecas están en locales que son propiedad de las comunidades, gestionados por ellas mismas”. Más allá de los libros que ponen a disposición de estas comunidades rurales alejadas de las grandes urbes, donde a veces solo llegan las iglesias, las bibliotecas son centros de actividad cultural, apoyo al aprendizaje en todas las franjas etarias, encuentro intergeneracional, memoria. “Hay veces que tu libertad no es solamente que no puedas hacer las cosas, sino que no eres capaz de imaginarlas”, apunta Alejandro. Por eso considera que la cultura, las artes, la lectura crítica que se potencia en las bibliotecas son fundamentales para sustentar la participación democrática.

Para la organización es muy potente también políticamente descentralizar la cultura de las ciudades, trayendo artistas, músicos y escritores hasta los asentamientos, montando festivales, pero también posibilitando que su población muestre su actividad artística y cultural en otros lugares del país. Para ello, pertenecer a redes de bibliotecas populares a lo largo y ancho del estado es fundamental, “nos hace mucho más fuertes realmente, aprendemos mucho de quienes gestionan otras bibliotecas que han vivido situaciones similares”.

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Una compañía de teatro ensaya en la sala de la biblioteca Luis Rosales. Elvira Megías

Entre la resistencia y la utopía

Son numerosas las voces que consideran que las bibliotecas públicas son una anomalía en las sociedades neoliberales, y como tal suponen un espacio de resistencia ante el empuje de un sistema que también las afecta. En su artículo “Neoliberalism, Democracy and the Library as a Radically Inclusive Space”, el teórico inglés Tim Huzar problematiza el extendido uso de la palabra “cliente” para definir al usuario, un término con el que se cuela una razón neoliberal con “connotaciones monetarias y transaccionales inherentes”.

“El neoliberalismo”, explica este autor, está reinventando la biblioteca pública como lugar de inversión para el homo œconomicus, una configuración particular de ser humano entendida, ante todo, como una inversión en uno mismo, y definida por la utilidad y el cálculo individual personal”. Así como vamos al gimnasio para invertir en nuestras identidades físicas, “la biblioteca se convierte en el gimnasio intelectual del homo œconomicus”. Frente a este paradigma, Huzar defiende que la biblioteca ejerce como espacio de resistencia en cuanto a su radicalidad inclusiva. El hecho de no categorizar a la población, de acogerla sin preguntas, ni condiciones, ni requisitos de membresía, es lo que genera esta inclusividad radical. Pero también la apertura a la posibilidad de múltiples usos “basados en la imaginación y las acciones de los usuario y el personal de la biblioteca, y en la supuesta confianza entre la biblioteca y sus usuarios”. 

“La vida cotidiana en la biblioteca no estaba totalmente colonizada por el orden capitalista, ya que los usuarios hacían suyo el espacio a través de prácticas cotidianas”

Por su parte, la antropóloga Sofya Aptekar, a partir de su trabajo de campo en una biblioteca del barrio neoyorkino de Queens, concluye que “las bibliotecas pueden verse como nodos fundamentales del derecho de las personas a la ciudad”. “La vida cotidiana en la biblioteca no estaba totalmente colonizada por el orden capitalista, ya que los usuarios hacían suyo el espacio a través de prácticas cotidianas”, explica en el artículo “The Public Library as Resistive Space in the Neoliberal City”. Estas prácticas cotidianas emancipatorias van más allá de poder tomar prestados recursos sin pagar por ello, e incluyen muchas veces al personal con “normas explícitas o implícitas de evitar llamar a la policía, pero también no sancionar los retrasos en algunos casos, y proveer activamente espacios para la gente que son un respiro frente al sistema capitalista”. En conversación con El Salto, la investigadora también remite al concepto de “moral underground” [ética clandestina], acuñado por la socióloga Lila Dodson, que habla de cómo los trabajadores en Estados Unidos se saltan cotidianamente las normas de un sistema económico injusto. No faltan, sin embargo, las presiones contra esa “ética clandestina” en unos trabajadores “que también están exprimidos por el neoliberalismo, e intentando sobrevivir”. 

En un artículo publicado el 15 de julio de 2024, tras perder su cargo como presidenta de la ALA —la asociación de bibliotecarios estadounidense, fundada en 1876—, Emily Drabinski osaba defender las bibliotecas como “lo más cercano a una institución socialista en los Estados Unidos contemporáneos”, recordando que, frente al acecho privatizador, “no hay infraestructura que pueda absorber toda la labor pública que realiza una biblioteca. Para muchos bibliotecarios, las consecuencias materiales del capitalismo desenfrenado son cotidianas. A menudo, somos el único espacio público interior de nuestras comunidades y ofrecemos el único baño público accesible”. Esta académica y bibliotecaria marxista piensa que, después de todo, la censura de libros no es más que una forma de atacar una institución pública. Enumera casos en los que pánicos morales ante algunas obras se han traducido en la desfinanciación de las bibliotecas señaladas. Y es que, defiende, los bibliotecarios no sólo ofrecen libros woke, sino que garantizan el acceso de la gente a bienes públicos. Por ello, concluye que “los bibliotecarios debemos estar en el corazón de la lucha por el mundo que queremos”. 

Vallejo coincide en esta mirada sobre las bibliotecas. “Día a día favorecen lo comunitario y disminuyen el aislamiento. Nacieron para contrarrestar diferencias de nacimiento y obstáculos sociales. Son útiles y amables: una aproximación a la utopía”, defiende. En la misma línea, Aptekar recupera la idea de utopía imperfecta del teórico Eric Olin Wright, quien entendió las bibliotecas como un ejemplo de utopía real, en cuanto que permiten a las personas “trascender el mercado capitalista y alejarse de formas de vida centradas en el consumo”. La antropóloga apuesta así por una mirada cercana a las prácticas cotidianas emancipatorias que se dan en estos palacios del pueblo. “Las bibliotecas públicas, mundanas y dadas por sentadas, nos permiten ver utopías reales e imaginar otras alternativas”.

Israel
Ex Libris, la empresa israelí que provee tecnología a las bibliotecas del mundo
Los principales productos de gestión y servicios bibliotecarios provienen de una empresa cuya sede principal se encuentra en el Malha Tecnology Park, sito en el territorio ocupado donde antes se levantaba la aldea palestina de Al Maliha.
Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS)
¿Pueden las Bibliotecas cambiar el mundo?
¿Y si en la mayoría de localidades, por pequeñas que sean, existe una infraestructura donde todos y cada uno de los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible puedan cumplirse?
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