Coronavirus
Una cuarentena en el alfeizar de la ventana

Hoy he oído llorar a mi hijo. De las pocas veces que lo ha hecho. Se estaba probando sus zapatillas deportivas y ya no le valían. Sus pies, que crecen a una velocidad vertiginosa, no han respetado la cuarentena. De fondo, las palabras del ministro de Sanidad aseveraban que no había llegado su momento para pisar el suelo.

Sire en su ventana
Sire en su ventana Sara Plaza Casares

Sire se pasa el día como funambulista, recorriendo de un lado a otro el alfeizar de la ventana. Vivimos en un bajo enrejado, lo suficientemente alto para que no roce con nadie y lo suficientemente bajo como para saltar sin ocasionarse ningún rasguño. Que nadie se asuste ni llame a servicios sociales, que los barrotes son fuertes y entre sus huecos apenas entra la mitad de la palabra libertad.

En el breve espacio entre las rejas y la casa, entre la calle y el encierro, entre el sol y las paredes de gotelé, pasa sus tardes tomando ‘airesito’ o saludando a las vecinas que sacan a pasear a sus perros. Unos perros que pueden recorrer las amplias y vacías calles, que pueden retozar en el césped y jugar a enterrar cosas. Que pueden hacer sus necesidades mientras las de Sire, de viento y de luz, no están del todo cubiertas.

A veces da de comer a los gorriones que, absortos ante la ausencia de seres malolientes y enfadados que antaño arrinconaban sus asustadizas alas, han tomado la acera. Desde abajo le miran y le trinan pidiendo más comida. Él, paciente, les explica que no queda pan, que mamá lleva cuatro días sin hacer la compra. Que se esperen, que tengan paciencia. Y que le esperen, que un día podrá bajar a la calle y les dará los trozos más crujientes desde su diminuta mano.

Sire, paciente, explica a los gorriones que no queda pan, que mamá lleva cuatro días sin hacer la compra. Que se esperen. Y que le esperen, que un día podrá bajar a la calle y les dará los trozos más crujientes

Hoy le he oído llorar. De las pocas veces que lo ha hecho. Se estaba probando sus zapatillas deportivas y ya no le valían. Sus pies, que crecen a una velocidad vertiginosa, no han respetado la cuarentena. De fondo, las palabras del ministro de Sanidad, Salvador Illa, aseveraban que no había llegado su momento para pisar el suelo. “Nada nos gustaría más que anunciar medidas más permisivas en este momento. Pero somos conscientes del enorme esfuerzo que están haciendo los niños y las niñas”, le comunicaba cual palmadita en la espalda. Sire quizás no estaba escuchando su mensaje. Aunque pocas veces en las ruedas de prensa le dedican palabras a su colectivo, su única preocupación en ese momento era no perder las herramientas que le permitirían volver a correr por la tierra.La tierra. El barro. La arena. Las tardes de perseguir hormigas. Las intrépidas que se cuelan por el hueco entre el gotelé y el rodapié en esta nuestra guarida no son como las de la calle. Estas no salen corriendo ante su curiosidad de zoólogo en ciernes. No hay nada que perseguir aquí dentro. La tarima flotante que tenemos bajo nuestros pies no mancha igual que el barro. No tiene gracia revolcarse en la tarima flotante. Ni una poca.

Pero las rejas que recubren las ventanas no dejan paso a las quejas y apenas casi a las preguntas. Sus dudas y sus demandas se quedan suspendidas flotando en el aire de la calle. Nos aguardan para después del encierro. O quizás ya han entrado y Sire las maneja él solo, en ese mundo interior que se ha fabricado. Apenas se queja, da por sentado todo lo que está pasando. “Fuera no se puede respirar”, me explica paciente. “Mamá, mira ese señor, se va a poner malito”, alerta cuando ve a uno de nuestros vecinos pasear a un Yorkshire.

Las rejas que recubren las ventanas no dejan paso a las quejas y apenas casi a las preguntas. Las dudas y demandas de Sire se quedan suspendidas flotando en el aire de la calle. Nos aguardan para después del encierro

Y aquí estamos, aprendiendo. Comparte conmigo su capacidad de adaptación y yo me sumerjo en las esquinas de su tranquilizadora sonrisa. Su actitud estaba fuera de cualquier quiniela. Por lo menos de la mía, que daba por hecho que nuestros días aquí dentro se convertirían en un continuo intento de sofocar crisis demandando calle. En el silencio de la noche me enseña con palabras apagadas que un día se podrá salir corriendo de aquí dentro. Que pronto irá a casa de su amigo Kalén para jugar con sus juguetes. Que pronto volveremos a ver a los nuestros y a las nuestras.

Nuestra gente, a la que prefiere no ver por Skype. Nunca entendió la comunciación telemática y siempre le gustó mucho más el piel con piel. Sentir a los demás, abrazarles. Vestirles con besos y palabras de agradecimiento. Hoy nos las dividimos entre su papá y yo. Y tocamos a más. Nuestro mayor privilegio en estos días.

Sire, gracias por hacernos mucho más fácil todo esto. Si algún día lees esto quiero que te pares aquí. No quiero que recuerdes lo que sufres cada vez que piensas en soplar velas sin tu manada. Cuando se te viene a la cabeza que celebrarás tus cuatro años en el más estricto encierro. Cuando alguna vez has preguntado —de las pocas veces que manifiestas dudas— que si el coronavirus se irá antes de que llegue tu cumpleaños. En ese estrecho paréntesis en el que te veo la angustia de lo que no podemos controlar. En los pocos minutos en los que tu mundo conecta con este.

Ese día, del que apenas nos separan unas horas, te llamará mucha gente. Te mandarán vídeos. Te querrán saludar por las pantallas. Y tú no querrás verlo. Espero, hijo mío, tejer una red de recuerdos tan fuerte que amortigüe cualquier caída. Y que sientas el calor de toda la buena gente que nos rodea, proyectada en cada esquina de este gotelé, que hoy nos encierra en soledad pero que ha atrapado la esencia de todas y todos en muchas ocasiones y que guarda un recuerdo de cada uno de las y los nuestros. Mientras, iremos sacando una a una las penas por el alfeizar. Y seguiremos sin dejar que entre el aire tóxico de las dudas. No son bienvenidas.

Opinión
Caracoles en cuarentena

Hace un mes que mi hija perdió la mayor parte de sus referencias. En su lugar, llegaron otras. Ahora, a los dragones les ponen multas. A ella, su madre le miente a la cara diciendo: “Todo irá bien”.

Arquivado en: Infancia Coronavirus
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#56983
15/4/2020 0:52

¡Cómo me habría gustado tener una madre que fuera capaz de escribirme una cosa así! Enhorabuena.

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0
#56830
13/4/2020 21:43

Gracias!

La historia condenará el atropello y el desprecio por los niños.
Se nota tanto que no votan, no pagan y no sirven como mano de obra al poder, que hiere.
Gracias políticos: ninguno de ningún color se acuerda de ellos ahora.
Menos mal que aún hay seres humanos por aquí.
Paz,

- l

4
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