Pablo Iglesias retrato reciente
Pablo Iglesias. Dani Gago
Dani Gago Pablo Iglesias.
20 mar 2021 06:31

La isla de las tentaciones es un reality show de extraordinario éxito, que concentra a uno de cada cuatro televidentes las noches de los jueves. A esa audiencia se le suma un efecto oleada que se expande a Twitter, Instagram y otras redes sociales, donde se comenta, habitualmente desde una posición de distanciamiento irónico, la actualidad del programa. La Isla de las Tentaciones se basa en la exhibición de cuerpos y almas volcados en la seducción, esa disciplina tan maltratada por la moral tradicional y, en los últimos tiempos, por la distancia social, el decaimiento de la sociabilidad, y la sociofobia imperante. En unas sociedades en las que se habla más que nunca del sexo que se practica menos que nunca—, el programa cumple las expectativas de ser un sucedáneo, un parque temático de la factoría Mediaset en el que se invoca la liberación sexual a través de unos protagonistas normalmente detestables. 

Pero, sobre todo, La isla de las tentaciones se presenta a sí mismo como pasatiempo, algo con lo que desconectar tras un duro día en la realidad del trabajo. Como dijo el exvicepresidente de la Asamblea de Madrid, Ignacio Aguado, es un producto que “sirve para poner encefalograma plano”. No son tiempos para que a nadie dedicado a la política en su sentido estrecho se le ocurra criticar el embrutecimiento o la “baja cultura” que representa La Isla de las Tentaciones. Insultar la inteligencia de una de cada cuatro personas que ven la televisión no parece una estrategia acertada, sino que simplemente hay que aceptar que ese es el contexto en el que se trabaja (o convertirse en un imitador de Javier Marías, un nicho pequeño pero nicho al fin). 

El necesario anti-elitismo, como reacción a la larga influencia de Ortega y Gasset en la cultura y la cultura política española, junto al fin de la posibilidad del escándalo cultural —un final relativo, a tenor de las condenas a Hasél, etcétera—, ha restado capacidad de impacto cultural y social de las obras de ficción. Incluso, asoma cierta consideración negativa sobre las ficciones —“Madrid no es una serie de Netflix”— al mismo tiempo que la necesidad de historias que nos expliquen a nosotros mismos se ha trasladado a la realidad mediada de los reality y al relato político. 

En el primer caso, una denuncia esta semana ha mostrado cómo la realidad puede ser auxiliada por las productoras de televisión para que dé de sí lo que se espera de ella. Dakota Tarraga, exconcursante de otro reality —Hermano mayor, emitido por Mediaset en los 2000— explicó que la producción del programa le facilitó drogas y alcohol “para ver cómo era mi actitud verdadera” ante las cámaras. 

En el caso del relato político, la realidad ejerce como una aparente condición de partida —aquello que preocupa “realmente” a los españoles— pero en seguida se renuncia a los aspectos más reales dentro de la misma para crear marcos de otro tipo. De hecho, habitualmente la realidad “en bruto” no parece ser demasiado interesante —la comida en mal estado dada a las personas que están en el campo de Las Raíces de Tenerife no ha abierto ni cerrado telediarios— y, en cambio, se precisa que algún factor espectacular intervenga en esa realidad para hacerla interesante.

¿Puede alguien sin ego aspirar a algo en la sociedad del selfie? “Muéstrenme a alguien sin ego y yo os mostraré a un perdedor”, certificó Donald Trump

Ocurrió el pasado verano con la campaña contra los okupas, plagada de relatos salvajes sobre pies negros expulsando a abuelas de sus casas y policías impotentes ante el allanamiento —una narración bajo la que se adivinaba la problemática de la vivienda— y ocurre cuando la peregrina posibilidad de que una persona se cambie de sexo para cumplir su pena de cárcel y así “seguir violando” en una cárcel de mujeres se convierte en un argumento de debate en “la realidad” antes que los derechos humanos del conjunto de las personas trans.

Cómo no, esa malversación de la realidad se produce en torno a todo lo que rodea la figura de Pablo Iglesias, convertido en el gran villano de la política española, capaz de ser al mismo tiempo un “vago redomado” que solo ve series de televisión, “un caribeño con chándal que vive de los demás en mansiones y con séquitos de mujeres” (hay ecos de La Isla de las Tentaciones en esa definición por parte de Isabel Díaz Ayuso) y un Rasputín artero que ha embrujado a Pedro Sánchez. Alguien a la vez completamente aislado y capaz de movilizar huestes en todo el territorio para provocar disturbios. Bajo esos relatos se esconde el que es hoy el principal valor de Iglesias, lo que nunca se le va a perdonar: su capacidad para inquietar realmente a los poderes de este país.

Las Raíces
Comida en mal estado en el campamento de migrantes de Las Raíces, Tenerife. Demasiado real para ocupar un espacio en la realidad informativa.

Lo que pasa en realidad

Desde posiciones ideológicas más próximas a Iglesias, se denuncia su “ego” y su testosterona. La pregunta, más allá del ego de Iglesias o de su nivel de testosterona concreto, es si alguien que no actúe así puede sobrevivir a la condición básica del liderazgo hoy, que es la autopromoción permanente de uno mismo como producto en los medios sociales y convencionales de comunicación.

“Una generación está creciendo como figura pública, no como sueño remoto sino como norma coercitiva”, explica Richard Seymour en La máquina de trinar. ¿Pueden los aspirantes a representar a la sociedad escapar de esa norma? ¿Puede alguien sin ego aspirar a algo en la sociedad del selfie? “Muéstrenme a alguien sin ego y yo os mostraré a un perdedor”, certificó Donald Trump, quien llegó a la presidencia gracias a un reality.

Por supuesto, tratándose de un villano consensuado —lo es tanto para los medios de comunicación progres como para las emisoras, cabeceras y televisiones de derechas—, cualquier paso de Iglesias es fruto de su ego perverso, un error fruto de su desmesurada vanidad o las dos cosas al mismo tiempo. Así pasó el lunes, cuando el vicepresidente segundo anunció que se presentaba a las elecciones autonómicas en Madrid. Una decisión que va a movilizar a la derecha, desmovilizar a la izquierda, destruir a su partido y que va también a destruir a otro partido por venganza. Todo es posible cuando se trata del gran villano.

Iglesias ha asumido hace tiempo su papel de outsider de la política española, alguien destinado a decir “la puñetera verdad” y cuestionar asuntos como el poder político extraordinario de las empresas del Ibex35, el papel de la monarquía o el consenso estrecho en torno a la cuestión territorial. Pero su mayor virtud táctica ha sido su imaginación para, saliendo de sus casillas —renunciar a formar parte del Gobierno en la XIII legislatura, abandonar la vicepresidencia en la XIV— sacar de sus casillas a quienes han pretendido neutralizarlo. Por supuesto, todo ha tenido altas dosis de teatralización por su parte, como corresponde a la época: “Qué difícil sacar la cabeza de esta política líquida hecha de declaraciones y golpes de efecto, de doctrina del shock y chascarrillos”, escribía Sarah Babiker esta semana.

Bajo esa premisa girará su campaña, que parte de un enfrentamiento en torno a lo material —la denuncia de ese Madrid santuario fiscal para los que más tienen, de una región desigual con una pobreza urbana en escalada vertiginosa— pero que adquirirá no obstante el rango de espectáculo con el cruce de declaraciones y, sobre todo, en el clímax de los previsibles debates electorales entre el secretario general de Podemos y la presidenta en funciones de la Comunidad.

Esa es la primera victoria de Iglesias. El hecho de cambiar la historia de unas elecciones que asomaban rutinarias, con un candidato que tiene como rutina perder con filosofía —Ángel Gabilondo—, para convertir la jornada del 4 de mayo en una especie de enfrentamiento final entre una socialdemocracia posible, pero nunca realmente explorada en lo material, y la ultraderecha entusiasmada con la deriva irrealista de la política.

Ese es el campo de lo posible, donde cualquier candidato que quiera intervenir sobre lo real tiene que trabajar, al menos en el corto plazo: una política adaptada a los tiempos al rojo vivo con bulimia de mensajes afectivos y efectistas, giros de guión y últimas horas que aportan poco y resuelven aun menos. Es decir, una política cuya primera obligación es seducir a una audiencia a la que, paradójicamente, se le dice que la ficción no explica nada, que es un mero pasatiempo, algo para “despejar la cabeza” y que lo que se puede esperar de un producto cultural es que te permita poner el encefalograma plano. Cuando ahora mismo la ficción lo explica todo con más claridad, como es el caso de la serie de TV Baron Noir o el de la película El reino.

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