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Líbano
Líbano, tierra de cedros y crisis
Sentado en el patio de su casa, en un barrio portuario de Trípoli, Sayed*, un pescador de unos sesenta años, disfruta un café preparado por su esposa. Con un cigarrillo, enciende tranquilamente un polvo verde que le han puesto frente a él. El polvo es nitrato de amonio. El mismo compuesto químico que causó la tragedia de Beirut en agosto de 2020. Recordamos las trágicas imágenes que mostraban la explosión del hangar número 12 en la zona portuaria de la capital. Cientos de toneladas de nitrato de amonio se convirtieron en humo antes de arrasar gran parte de la ciudad a su paso. Un terrible episodio de la historia libanesa, que dejó decenas de familias en duelo y a la población de Beirut profundamente herida.
Líbano
“El Estado libanés está dispuesto a todo para contener las manifestaciones”
Con miles de heridos, arrestos y procesos judiciales iniciados contra manifestantes, ya a sus espaldas, el Estado libanés lo ha dejado claro: está dispuesto a todo con tal de reducir a silencio el movimiento de protesta iniciado en octubre de 2019. Un levantamiento cuyo fantasma todavía flota sobre un país herido, y que tardará mucho tiempo en recuperarse de un año definitivamente trágico.
La pesca con dinamita, una práctica ilegal pero eficaz
Mientras que el país atraviesa desde octubre de 2019 una crisis económica sin precedentes, “una de las más graves desde mediados del siglo XIX” según el Banco Mundial, en Líbano florecen las prácticas ilegales. Como Sayed, que utiliza nitrato de amonio para pescar con dinamita. Una práctica prohibida por la ley.
Es en los campos palestinos donde se puede encontrar ya preparada. Pero algunos pescadores, como Sayed, prefieren fabricarla ellos mismos. La dinamita casera también requiere un detonador, cuya venta pública está prohibida pero que se consigue fácilmente en el mercado negro. Por lo demás, cada uno tiene sus propios secretos. Algunos añaden azúcar, otros carbón vegetal. A veces, para economizar carburante, algunos nadan hacia el mar empujando un neumático flotante cargado de dinamita y bombardean los bancos de peces. Una bolsa de 50 kg que detona a 60 metros de profundidad tiene un radio de 50 metros y puede recoger hasta 4 toneladas de peces. Tras la explosión, los pescadores sólo tienen que esperar a que salga su botín. “Los peces mueren por la onda de choque, que provoca lesiones hemorrágicas en las branquias”, explica Rami Khodr, Director Técnico de RBML Food Labs en Beirut. Aunque nociva para el medio ambiente y probablemente para la salud de sus consumidores, este tipo de pesca es sumamente eficaz. Está particularmente extendida en las regiones pobres del norte de Líbano.
Una población que sobrevive
Sentado bajo un refugio de hojalata con sus compañeros de pesca, Amin, de 34 años, lo está pasando mal. No ha podido salir al mar debido a la inestabilidad de las condiciones meteorológicas. Vive en Aabdeh, en la región de Akkar. La frontera siria está a sólo una docena de kilómetros. Los alrededores son pobres y descuidados, y el olor a pescado y diesel recorre este pequeño puerto pesquero. Los peces son cada vez más pequeños y hay cada vez menos“, dice con tristeza. A veces tenemos que ir más lejos para encontrarlos, pero eso cuesta mucho diesel”. Así que no es sorprendente, dice, que algunas personas recurran a la pesca ilegal, o a todo tipo de actividades fraudulentas.
Sayed admite que no era sólo un pescador de dinamita. “También fui traficante de personas”, dice tranquilamente. A dos horas en coche al norte de Beirut, Trípoli ya no es la floreciente ciudad fenicia de otros tiempos. La ciudad ya era pobre antes de la crisis económica, pero desde 2019, los tripolitanos se han unido a los refugiados sirios y palestinos en la miseria.
El mar como última vía de escape
La clase media libanesa se ha hundido. En el país de los cedros ha nacido un nuevo perfil de migrantes, que se suman a los refugiados de guerra en embarcaciones improvisadas con destino a Europa. “La crisis económica del Líbano ha desencadenado una de las mayores oleadas migratorias de la historia del país”, afirma Mathieu Luciano, director de la oficina del Líbano de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en un comunicado de prensa.
“Si a los libaneses se les diera la oportunidad de salir legalmente, aquí no quedarían más que los cedros”, dice Youssef con una sonrisa
Un mercado del que Sayed puede sacar provecho. Una red bien organizada de la que dice que ya no forma parte. Está integrada por un capitán de barco, conductores que transportan migrantes de todo el país, un coordinador y autoridades públicas corruptas. Para mantener alimentadas a todas estas personas, cada migrante tiene que pagar 2.500 dólares antes de embarcar y 2.500 dólares a su llegada, aunque estos precios pueden variar. Para tener más posibilidades de ser acogido, el candidato libanés puede incluso comprar un pasaporte sirio por 1.000 dólares. En cuanto a su labor, Sayed se muestra evasivo: “He hecho de todo. Pero nunca ha muerto nadie conmigo, los migrantes siempre han llegado sanos y salvos”.
Además de esta red ilegal, han surgido otros circuitos a medida que la clase media ha ido disminuyendo. Por ejemplo, en Turquía, donde los libaneses pueden viajar sin visa. La mayoría de ellos acaba en la ciudad de Izmir. Esta ha sido la ruta elegida por Youssef*, taxista en Beirut y antiguo obrero metalúrgico. Padre de dos hijos, abandonó su profesión ante la competencia de los refugiados sirios. Y con la caída del turismo, sus tarifas de taxi ya no son suficientes para alimentar a su familia. Gracias a unos tutoriales en YouTube, descubrió este itinerario. “En Izmir, puedes entrar en un café y preguntar si alguien conoce a un barquero, y todo el mundo levantará la mano”, dice este hombre cuyo sobrepeso acentúa su contagiosa jovialidad. Ha intentado cruzar a Grecia ocho veces. “Haces 35 minutos en barco, pero tres o cuatro horas nadando”. Cada vez fue interceptado por los guardacostas griegos, gastó un total de 32.000 dólares y se resignó a regresar al Líbano. “Si a los libaneses se les diera la oportunidad de salir legalmente, aquí no quedarían más que los cedros”, dice con una sonrisa.
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En Beirut, festejar para olvidar las crisis
Aunque no todos optan por la emigración, muchos jóvenes están cada día más desilusionados. Hedi* regresó a Trípoli después de estudiar en Beirut. Trabaja como electricista durante el día y por la noche se encarga del bar de su primo. Fotos de estrellas de Hollywood cuelgan de la barra, llena de botellas de marcas internacionales que brillan ante una sala vacía. Con voz cansada, el joven se ha alejado de sus amigos de Beirut. “Siguen de fiesta”, dice con amargura.
De hecho, a medida que se acerca el fin de semana y cae la noche sobre la capital libanesa, los barrios de Gemmayzeh y Mar Mikhael se engalanan con coches relucientes, motos sobre ruedas traseras y multitudes ostentosas. Aquí, las luces brillan con fuerza. La música llena las aceras. Apoyado en el mostrador, Amir disfruta de una cerveza al ritmo del hip-hop americano. “Amir significa príncipe en árabe. Pero soy un príncipe pobre”, dice con una sonrisa llena de tristeza. Vive en Chouf, una región montañosa al sur de Beirut. Ha viajado una hora en coche para venir de fiesta. Reservó un Airbnb en el barrio. “Es mejor salir a bailar que llorar delante de la televisión”, dice este ingeniero informático que sueña con estudiar psicología en Alemania.
En esta ciudad de la que se dice que ha sido “destruida y reconstruida siete veces”, las fiestas siempre han acompañado al sufrimiento y a la esperanza. Desde los primeros cabarets en los años veinte hasta la aparición del cosmopolita barrio de Hamra en los sesenta, Beirut siempre ha tenido una reputación animosa. “En vísperas de la guerra civil, la capital libanesa contaba con varios centenares de bares, clubes nocturnos y cabarets, algunos de sus nombres han permanecido en la memoria colectiva”, escribe la Doctora en Geografía, Marie Bonte. Tras la guerra civil, el Estado desarrolló masivamente el turismo y transformó su capital en una meca de la fiesta apreciada por una clientela originaria de los países del Golfo. “Les encanta nuestra forma de salir de fiesta“, explica DJ Moe Gravity, que regenta una tienda de material para DJ en Beirut. “Pero desde la guerra de Israel, todo se ha estropeado. Los festivales se han suspendido y sólo podemos depender de los locales”. El artista, que lleva veinte años en el negocio, se muestra a la vez fatalista y sereno. “En 2006, durante la guerra, la fiesta siguió en los barrios cristianos. Los libaneses sobrevivimos a todo”.
En esta ciudad de la que se dice que ha sido “destruida y reconstruida siete veces”, las fiestas siempre han acompañado al sufrimiento y a la esperanza
Desde 2019, la economía de la vida nocturna de Beirut está convulsionada. Además de la crisis financiera, la explosión del puerto arrasó clubes legendarios situados en zonas industriales en desuso. Muchos nunca han sido reconstruidos y sus propietarios han invertido en Dubái o Egipto. En Hamra, el ”barrio rojo“ conocido antaño por sus burdeles y las incursiones de militantes de extrema izquierda, la fiesta lleva años deslucida. “La clientela ya no es la misma”, explica Nami, camarero del London Bar. “Antes había muchos estudiantes, ahora hay gente mayor”. Ex estudiante de arte, tuvo que interrumpir sus estudios cuando llegó la crisis financiera porque no podía pagar la matrícula. “En el bar, la gente no habla de política. Están allí para olvidar, para divertirse”.
En las calles vecinas de Hamra domina la oscuridad. La electricidad sólo funciona unas horas al día. La ventana de la tienda de DJ Moe Gravity, con sus mesas de mezclas, brilla en la noche. En el piso de arriba ha creado una escuela de DJ. ”La música ayuda, es una bendición. Siento que la gente aprecia más la música en tiempos difíciles". En una tierra de crisis interminables, Líbano merece una fiesta.