Literatura
Emilio Losada: “No me identifico con ninguna bandera. El día que lo haga, sacrifíquenme”

Con su última novela, Aviones de fuego, Emilio Losada rinde homenaje a la Barcelona de los 70, una ciudad mestiza y underground ya desaparecida.

Emilio Losada
Emilio Losada Juanma Jiménez
15 ene 2018 14:34

Vislumbro a Emilio Losada a lo lejos, con una cerveza en la mano, apoyado en la pared entre el bar Casa Vizcaíno y la entrada de la Capilla de Montesión, en plena calle Feria de Sevilla. La figura de rockero elegante de Losada –gafas de sol, lobo marino negro, vaqueros ajustados del mismo color y zapatos de cordones- contrasta, por su parsimonia, con la ingente multitud vocinglera y ebria de alegría que rodea la entrada de la clásica taberna como si de una manifestación se tratase. Emilio ha hecho tiempo entretenido en la contemplación de los lugareños. “Esto es la hostia, tío… acabo de ver cómo en dos ocasiones los coches han estado a punto de atropellar al personal y oye, la gente como si nada, sin apartarse”, me comenta entre risas. Para evitar accidentes optamos por entrar en el bar y acodarnos en la barra, testigo silencioso del trasiego de clientes entre restos de cerveza derramada, platos de altramuces y tapas de mojama.

Nacido en Barcelona en 1972 e instalado en Sevilla desde los 80, Emilio Losada ha publicado dos novelas: 'La quintaesencia suave' (2009) y 'Los ángeles rasos' (2014), además del poemario 'Ventajas de estar en la ruina' (2015). Agitador cultural heterodoxo –fundador de la mítica revista literaria ‘La Antibiótica’ e impulsor del Grupo Estético Sibarita (GES)- es también cantante del grupo de rock Termostato.

Emilio Losada está contento. Ha podido ver cómo su última novela, 'Aviones de fuego', se situaba entre los 10 libros más vendidos en España a los pocos días de su publicación con la editorial sevillana Renacimiento. Premio Internacional INK de Novela (México), 'Aviones de fuego' cuenta la historia de Robert, periodista barcelonés en paro que, tras una ruptura sentimental, se ve obligado a trasladarse temporalmente al apartamento de una amiga en el Raval. Allí descubrirá, aterrado, que comparte habitación con el espíritu de Asdrúbal, líder en los años 70 de una peculiar organización anarco-hedonista. Tratando de averiguar las claves de su extraño compañero de piso, y con la ayuda de Landelino, novelista frustrado, recorrerá las calles y tugurios de la ciudad condal en un intento de enlazar con una Barcelona ya desaparecida, mestiza y sin banderas, víctima de una postmodernidad depredadora.

¿Quién es Robert, el protagonista de la novela? ¿Por qué necesitabas contar su historia?
Robert es un personaje apócrifo. Hace unos años escribí un relato bajo la influencia del gran Pere Calders, “La Marta lo hace”, en el que Pere Ripollet, un tipo que se acaba de divorciar, pasa unos días en el piso que le cede su vieja amiga Marta mientras ésta se encuentra de vacaciones fuera del país. Resulta que en el piso hay un fantasma que se aprovecha de su condición para que Ripollet le suministre una serie de vicios. La primera vez que fui a Barcelona a visitar a una amiga que estaba haciendo un máster allí, año 2011, estaba yo paseando por el Raval cuando me vino la idea de escribir una novela partiendo de la idea de ese relato. Paso a paso, el Raval y Sant Antoni -los barrios donde se concentra el auténtico cosmopolitismo barcelonés, o al menos el cosmopolitismo que a mí me interesa- me estaban reconciliando con la ciudad, así que la novela, partiendo de esa base, de la trama del relato, habría de derivar en un homenaje a los resquicios supervivientes de una Barcelona sin banderas, sin ínfulas, gloriosamente añeja, nada postmoderna. Cuando empecé a escribir, el señor Ripollet, un maduro acomodado, se convirtió en Robert, un pseudorocker cuarentón, periodista en paro con vocación de novelista (por cierto, el acento prosódico lo lleva la segunda sílaba, es un nombre catalán, no norteamericanizado, como muchos creen); y el piso de la Marta y por ende del ente, en lugar de estar ubicado en un barrio bien se localizaría en Sant Pau, frente a la Filmoteca, en el corazón del Raval. Eso es lo que quería contar, que existe aún una Barcelona respirable, una Barcelona que aún merece la pena frecuentar, mayormente la que comprende el Raval, Sant Antoni y el Poble-sec, barrios, eso sí, asediados por la especulación, cuando no totalmente sumidos ya en ella.

Asdrúbal, el ente que vive en la casa de Robert, es la conexión con el pasado idílico… pero por muy idílico que lo pintes, no dejo de caer en la cuenta que quién lo abandera es un muerto.
El ente es el puente que utilizo para homenajear a todos esos tunantes que pululaban por esa Barcelona tan demoledoramente interesante de los setenta. Me refiero a los que conformaban, como se dice en la novela, el "underground del underground", una generación mancillada por la heroína y por el desengaño, que se olió desde el primer momento que la tan cacareada Transición era un fraude más de un país abocado a la putrefacción intelectual. No recuerdo el momento en el que decidí que Asdrúbal iba a ser una alma en pena, pero adoro a ese personaje. Me ha dado un juego impagable, es muy fácil empatizar con su circunstancia, tanto con la pasada como con la presente. ¡Menudo trapisonda el Asdrúbal! Para no quererlo.

El personaje de Landelino me parece fascinante. Su ramalazo de sevillano en la Ciudad Condal puede hacer llegar a creer al lector que estamos ante tu alter ego…
Bueno, un poco es así, pero yo creo que los ramalazos de Landelino no vienen de ningún sitio, están bastante desubicados. Como dice el gran Juan Goytisolo, no tenemos raíces, tenemos piernas y éstas sirven para moverse. Landelino y yo pensamos lo mismo. Como yo, más que un antinacionalista, ese personaje es un apátrida, no se considera de ningún sitio. Todos mis personajes tienen algo de mí, pero en el caso de Landelino, efectivamente, la cosa es innegable. Landelino nació en la calle Cantabria, en La Verneda, en el norte de Barcelona, lanzaba aviones incendiarios con su padre por la ventana de un decimoquinto de niño, por sus venas fluye sangre portuguesa, extremeña, gallega, aragonesa y vete a saber de cuántos sitios más, etecé, etecé. Pero, ¡ay, amigo!, ya quisiera tener yo las salidas del gachó, esa gracia tan especial que tiene el muy tunante para la puñeta, expresarme con su soltura. Él juega con ventaja, claro. La que le otorga la sacrosanta Literatura. Nos pareceríamos más si yo tuviese el poder de parar el tiempo para elucubrar una de las buenas en lugar de soltar mis apresuradas caranalgueces, la madre que me apeó (risas).

Los Negativos son la banda sonora de mi Barcelona, puro dandismo, color, olor y sabor a buena vianda.

Tuviste problemas para publicar ‘Aviones de Fuego’. De hecho salió antes en México que en España. ¿Qué pasó?
Tengo problemas para publicar siempre. Y las posibles razones son dos: porque no tengo talento o porque soy algo –sólo algo- irreverente. Y digo algo porque si fuera irreverente del todo quizá a estas alturas sería alguien en el mundillo. La irreverencia por la irreverencia vende, así están las cosas. O al menos vendía, que todo esto va a toda pastilla y vaya usted a saber qué es lo que se lleva ahora. Mi caso es curioso: tardo en publicar pero cuando lo hago es porque me he llevado al huerto al jurado de un concurso. Y siempre sin autocensurarme para lograr ese propósito, ojo, y sin tener ningún enchufe, que yo no soy nadie ni tengo padrinos ni nada. Con respecto a lo de México… En agosto de ese mismo año, 2015, regresando de Madrid tras abrazar por primera vez a mi compadre, el excelso escritor Pablo Cerezal, me suena el móvil. Le echo un vistazo a la pantalla y veo que aparecen allí tropecientos números. Timo o publicidad, me digo, caranalga de mí, y no lo cojo, ni esa vez ni las siguientes, que fueron varias. Ya en Sevilla se me enciende la bombilla. Compruebo que el número procede de México y consulto mis archivos. En la lista de editoriales y de concursos a los que envié Aviones de fuego figuraba un certamen de novela convocado por una editorial sita en Ciudad de México. Entonces recibo un mail de esa editorial en el que me ruegan que les coja el teléfono al día siguiente, cuando volverían a intentar ponerse en contacto conmigo. Fue cuando supe que había ganado el premio. Tristemente, lo primero que se me vino a la cabeza es en lo bien que me vendrían el puñado de dólares de la dotación, pues estaba en la absoluta ruina. Lo que no sospeché es que me llevarían a recoger el premio. Y a todo lujo. Fueron conmigo encantadores. A mí siempre me han tratado estupendamente cuando voy a recoger un premio (excepto de chaval, cuando fui a recoger un segundo de relato al Club de Labradores de Sevilla y cuando el engominado de turno me vio la pinta no me dejó ni entrar y me bajó el diploma, que casi me lo lanza a la cabeza, un asco). Aquellos maravillosos humanos me hicieron pasar una semana inolvidable, me mimaron todo lo mimable y un poco de tapadillo conocí los recovecos más… digamos gratamente poco recomendables de aquella increíble ciudad. Luego, cuando pasó toda la vorágine, comencé a atar cabos. Excepto el chófer/guardaespaldas, pagado por la editorial, todo lo demás corrió a cuenta de los sponsors. El vuelo, Aeroméxico; los dos hotelazos, a cuenta de una cadena hotelera. ¿Por qué no se hacen las cosas así aquí? En fin, que si me pongo a hablar de México no paro. Con respecto a la edición española, pues fue toda una odisea hasta que María, aka la Virgen del Subterráneo, precisamente la amiga que hacía el máster en Barcelona, me puso en contacto con Abelardo Linares, de la editorial Renacimiento. Fui tan pelmazo, tanto por teléfono como en persona, que yo creo que decidió publicarme para que le dejara de una vez en paz (risas).

Barcelona es un personaje más de tu novela. La ciudad no es sólo un emplazamiento, está viva y se mueve al ritmo de los personajes. Cada rincón de Barcelona tiene algo que contar en tu novela… En un sevillano de adopción como tú ¿porqué esa necesidad de volver a Barcelona, de convertirla en un personaje de la obra?
Barcelona fue una ciudad maravillosa. Siento insistir que pocos rincones míticos conserva. Algunos años son fatídicos, y 1992 lo fue para Barcelona. Y para Sevilla, claro. No hace falta que explique por qué. Y no tenía necesidad de volver a Barcelona, es que en cierta forma nunca me he ido. Es algo difícil de explicar. Y muy doloroso.

En tu mirada a la Barcelona de los 70’s ¿hay homenaje, nostalgia o simple tristeza por una ciudad que ya no existe? ¿Cómo ves la Barcelona actual, para lo bueno y lo malo, en comparación a la que se recuerda en tu novela?
Barcelona sólo conserva ciertos resquicios, insisto. Pero esto pasa con otras ciudades míticas. Nueva York o Tánger te diría, porque conozco las dos, sobre todo la segunda, una ciudad a la que adoro y en la que me pierdo unas tres veces al año. Soy el mejor falso guía de Tánger. Y lo digo en serio. Respondiendo a tu pregunta, el recuerdo que tengo de la Barcelona de los setenta es el de una ciudad llena de vida. Lástima que fuera un niño. Pero incluso siendo un niño yo notaba que allí estaba pasando algo realmente especial. Esa energía tan intensa le podía llegar perfectamente a un niño.

A tu juicio ¿quién ha descrito mejor tu ciudad de nacimiento? O si lo prefieres, ¿con qué Barcelona te quedas de la literatura española?
Fácil, cinco palabras: el divino Manolo Vázquez Montalbán. La Barcelona de Carvalho es la que a mí me hubiese gustado vivir con una edad adecuada para disfrutarla en su plenitud.

¿De qué autores bebe ‘Aviones de fuego’?
Aunque intento que mi prosa sea bastante personal, uno tiene sus influencias, faltaría más, aunque son más de carácter emotivo que de estilo. Esto puede parecer una fanfarronada, pero intento no imitar a nadie. Casi todos los autores que citaría son literarios, y son tropecientos. Ahí van algunos, aunque insisto en que no suponen una influencia remarcable en la novela: Marsé, Fonollosa, los Goytisolo, Costafreda, Gil de Biedma, Manolo Vázquez Montalbán, Pere Calders, Bossa, el truhanón de Mendoza, los puñeteros Vila-Matas y Bolaño…

Lo que me cuente un escritor me la trae al pairo, a mí lo que me importa es cómo me lo cuente.

La música es una constante en “Aviones de fuego”. Por tu novela pasean Lou Reed, Tom Verlaine, Los Negativos, Burning… ¿Qué banda sonora compone tu novela?
Los mismos artistas que aparecen en las tramas. Esta es mi novela más musical, por decirlo de alguna manera, sin duda. Siempre quise evitar incorporar la música en mi literatura, pero con esta novela me resultó imposible no hacerlo. Siempre he evitado que se me considere el típico músico metido a novelista. Aborrezco ese rol. Pero esta vez me ha resultado inevitable, insisto. Con respecto a Lou Reed, soy fan de toda la vida. Lo adoro. En el proceso de documentación de la novela me metí entre pecho y espalda día y noche el Animal serenade, un disco al que hasta el momento temía escuchar. No podía sospechar que en tan poco tiempo iba a morir mi Lou del alma. Lo de Tom Verlaine en la parte neoyorquina de la novela es real. Tras un concierto que dio en Brooklyn en 2010 le recriminé que compaginara un chicle con un vino de California. Fue en mi época Malcolm McLaren, cuando fui mánager de un grupo punk de chicas, Las Relators. Pero ésa es una larga historia (risas). Los Negativos también son importantísimos en una de las tramas. Sus canciones son la banda sonora de mi Barcelona, puro dandismo, color, olor y sabor a buena vianda. Y les hago un pequeño empero entrañable homenaje tanto a Roy Orbison como al grandísimo Toño Martín, el primer cantante de Burning, quien aparece como personaje en la trama más romanticona de la novela. Las letras de Toño eran –son, mejor dicho, el arte de verdad es inmortal- de un lirismo irresistible. “Lo que el tiempo no borró” es una de las mejores canciones de la historia de la música popular. Adoro a Toño. Desde crío. El Lou Reed de La Elipa. Me apena sobremanera no haberlo conocido. Al legendario Pepe Risi sí que lo conocí. Y en una circunstancia de lo más grata. Bueno, en dos. Va, me voy a marcar el pegote, qué diantre: la primera fue horas antes de la primera noche de la grabación del disco En directo, en el 90. Le hizo gracia que unos chavalitos viniésemos de Sevilla a ver a Burning a Madrid sin un duro y nos regaló varias entradas. Yo le pasé en contraprestación una marihuana bastante penca, pipiolo de mí. Esa noche vi sobre el mismo escenario juntos a Enrique Urquijo, Antonio Vega y a Pepe Risi. Casi nada. Después volví a coincidir con él en un concierto de Keith Richards en la sala Aqualung. Delante, Keith, justo detrás, Pepe Risi. Qué cosas… Si Los Negativos son la banda sonora de Barcelona, los Burning de Toño y Pepe son la banda sonora de mi vida, vaya que sí. Ah, y en la novela hay un sutil homenaje también al gran Serrat. Para iniciados.

Uno de los, a mi parecer, logros de tu novela es el uso que haces del punto de vista narrativo, el modo en que construyes la voz del narrador ¿Cómo llegaste a ese punto de vista? ¿Eres metódico a la hora de encontrar esa voz o es la historia la que te lleva a ella?
La historia, en contra de lo que pueda parecer, para mí es algo secundario. Yo empiezo a escribir partiendo de una ciudad. Siempre lo he hecho así. Las dos primeras novelas estaban localizadas en Sevilla, ésta en Barcelona y un poco en Nueva York. Siempre parto de una ciudad. Ella me va dando carrete. La ciudad para mí es la base, el detonante. Lo de la voz es algo bastante complicado de explicar. Te diré que como lector yo exijo que el narrador sea absolutamente original, que no copie a nadie, que me abracadabre, y permítaseme la palabreja, tan cursi como presuntuosa. Lo que me cuente un escritor me la trae al pairo, a mí lo que me importa es cómo me lo cuente. Eso mismo es lo que pretendo yo cuando me pongo a escribir.

‘Aviones de Fuego’ cuida el lenguaje, se recrea en la forma y, en ocasiones, da la impresión de que la trama es casi una excusa para desarrollar escenas que te permitan ese juego formal ¿disfrutas jugando con el lenguaje? ¿Has llegado a introducir episodios en la trama sólo por el placer de poderlos describir? (y no hablo sólo en el caso de ‘Aviones de Fuego’)
Todo está escrito de corrido. Luego, en la reescritura, he pulido el lenguaje, las expresiones. Insisto en que para mí las tramas no tienen la importancia que otros autores les suelen dar, es únicamente un puente necesario para que transite la forma, el estilo, que es lo que realmente me preocupa. Como a Landelino, por cierto. Otra cosa que tenemos en común.

‘Los ángeles rasos’ de tu anterior obra (al menos en lo que respecta al título), el ente de la actual ‘Aviones de Fuego’… ¿qué papel juegan esos seres espirituales en un ácrata como tú?
Efectivamente, en aquella novela, pese al título, todos los personajes eran seres terrenales. Aquí hay un fantasma. El título de aquella novela era una metáfora. Casi me decanto por Los ángeles ebrios, pluralizando el título de la maravillosa película de Kurosawa. Pero no sé por qué al final no me pareció pertinente. Bueno, en todo caso el título es lo mejor que tiene esa novela. Y gracias por lo de ácrata, pero desgraciadamente sólo presento ciertas trazas de ácrata. A mí lo que me va es el placer. Lo de la lucha es demasiado cansado, y además no creo que toda esta debacle tenga solución. Sólo me queda poner a parir por escrito lo que no me gusta.

Las chanclas, la polipiel, los pantalones cortos, la estética turistona… eso debería ser castigable penalmente

El triunvirato ‘sexo, drogas y rock and roll’ está siempre presente en el libro… ¿cómo evitas caer en los tópicos de la novela urbana y el malditismo? ¿Te asusta esa cuestión?
El speed, la cocaína, esta vez la heroína y siempre el alcohol están presentes en mis novelas y en mis versos simplemente porque están muy presentes en la vida, y yo, aunque intento que mi escritura se escore lo más posible hacia terrenos que se podrían considerar románticos o incluso metaliterarios, soy bastante naturalista. Tres cuartas partes sucede con el tema del sexo. Lo del rock and roll… Bueno, para mí Lou Reed está a la altura de cualquier escritor que admire. Es más, Lou Reed es mucho más escritor que músico.

Desde el minuto 1, Robert y Landelino se hablan de Vd. En un tiempo en que te tutean hasta en el banco, es digno de admirar el cuidado de las formas…
¿Verdad que sí? ¡Usted sí que sabe! (Risas).

Anarquistas de traje y corbata. Cuando la estética imperante es el chandalismo y la cutrez indumentaria, esa reivindicación de la elegancia canalla es toda una provocación. De hecho, el grupo anarco-hedonista de tu novela me recuerda a la actitud escritor Antonio de Hoyos y Vinent, marqués de Vinent y Grande de España, uno de los últimos decadentistas españoles que acabará abrazando el anarquismo sin renunciar por ello a la elegancia: llegaría a pasear por el Madrid de la Guerra Civil con un mono azul de proletario confeccionado, obviamente, por su sastre de siempre…
Estoy totalmente de acuerdo. Las chanclas, la polipiel, los pantalones cortos, la estética turistona… ¡Un horror de todas todas! En cierto momento de la novela los personajes se niegan a ver en directo a una banda de jazz cuyos miembros van en chanclas y llevan gafas de ciclista. Y muy bien que hacen, que eso debería ser castigable penalmente. Se puede perder la salud, la juventud, la esperanza, puede uno arruinarse… ¡pero nunca se debe perder la compostura, por Dios! Dandismo o barbarie, amigo, dandismo o barbarie. Y con respecto a las formas de expresión, apuntaría algo que una vez soltó precisamente Lou Reed: “Si escribes tan mal como hablas, nadie va a leerte”. Ahí lo dejo.

Frente al pesimismo y desesperanza algo tópico de la novela urbana, en ‘Aviones de Fuego’ se muestran caminos de redención… ¿necesitabas darles una oportunidad a tus personajes?
Yo soy un tipo romántico y realista a la vez. La vida es como es y todos sabemos cómo vamos a terminar, pero mis personajes -al menos algunos-, como yo mismo, suelen concluir que merece la pena buscar los respiraderos. Yo he tenido momentos de dicha extrema. Sólo y en compañía. Hasta el siguiente me la he dado fuerte, pero se me han vuelto a presentar. Simplemente hay que perseguirlos. Hay gente que se autorreprime, que no sabe dejarse llevar, que vive dentro de un pozo. No quiero que eso les suceda a mis personajes. No sería justo.

¿Qué le pides a tus personajes cuando comienzas a escribir? ¿Qué te tienen que dar para que los hagas vivir en tus páginas?
Nada, que hagan lo que les dé la gana. Yo después les echo una mano para que no se vayan demasiado por las ramas, que para eso estamos. O les enmiendo la plana. La reescritura de esta novela ha sido un infierno, todo lo contrario que la escritura del primer borrador, que fue de lo más agradable, casi cuatrocientas páginas en cuatro meses. He quitado unas cincuenta páginas de diálogos que no conducían a nada. Dicen que escribir es reescribir, y dicen bien.

El problema es el ombliguismo. Viajen, almas de cántaro. Viajen y déjense de arriar trapos, no me sean mamelucos.

En tu novela dices declararte heredero de aquella “Barcelona gris que recibió a nuestros abuelos” y “el producto a la intemperie de todos aquellos que se dejaron la piel a tiras, la salud y la enfermedad en los asentamientos, de los que vieron enfermar, incluso morir, a sus hijos, de aquellos que cuando iban a pedir trabajo mentían sobre su domicilio, los que de la barraca pasaron al piso de protección oficial”… Viendo el panorama actual de guerra de banderas, le dan ganas a uno de echarse a llorar. ¿Qué crees que pensarían esos abuelos, aquella Barcelona mestiza, sin banderas, proletaria y diversa si viesen la situación política actual?
No entenderían ni jota. Procedo de dos familias que las pasaron putas en la Barcelona de los cincuenta. Dos familias cojonudas, aunque con alguna oveja negra, aparte de mí, claro (risas). No voy a incidir en esto porque a día de hoy hay un silencio en mi familia sobre ciertas circunstancias que he de respetar, pero mi barrio, La Verneda, hasta finales de los 80 era muy, muy jodido, eso es de sobra conocido. Ahora es un barrio agradable que tristemente no se ha librado de los rigores de la especulación. Toda mi familia prosperó trabajando duro. Y es que en Barcelona se podía prosperar. Odio la palabra orgullo, pero, qué diantre, yo estoy muy orgulloso de dónde vengo.

“Cada cual esconde la mierda que nos rodea tras unas banderas que, visto desde cierta altura de miras, sólo se diferencia por el número de franjas”, dices en tu novela. Quizás ahí está el quid de la cuestión: en la necesidad que tienen algunos de demostrar lo diferentes que son frente a otros que, la verdad, no consideramos que seamos tan diferentes unos de otros…
No me identifico con ninguna bandera. Nunca lo he hecho, y el día que lo haga, por favor, aquí queda escrito: sacrifíquenme. El nacionalismo catalán es burgués, cateto y tostón. Pero nadie tiene la obligación de sentirse de un país. Un galimatías de tres pares en el que yo, como apátrida, no entro. He de reconocer que especialmente la bandera española me produce urticaria. Así de claro. Y más ahora, que se ha convertido en la bandera del camorrismo. El 90% de la gente que la planta en el balcón no lo hace por patriotismo, lo hace por puro y llano anticatalanismo. Algo que no es nuevo, ojo, yo lo llevo viviendo desde los siete años. Nunca olvidaré la saña con la que se me recibió en Sevilla de niño. En Sevilla, el 2 de octubre, las putrefactas rojigualdas florecieron por doquier. Si fueras un patriota decente español en el mismo momento que vieses en la tele la que lio esa panda de mamporreros la misma mañana del 1 de octubre deberías tener la decencia de quitarla si ya la tenías puesta. Lo de la banderita en el balcón tiene un mensaje claro: “Yo, el vecino del quinto derecha, estoy absolutamente con lo de las hostias de la Guardia Civil y la Policía Nacional a esos polacos de mierda”. Y no voy a incidir en el tema porque me enervo. Lo que más duele es que la gente piensa que Cataluña es un infierno sin ni siquiera dignarse a pasarse por allá. No digo que no te puedas topar con algún gilipollas, los hay, y a porrillo; pero, oigan, ¿con cuántos gilipollas te puedes topar en Madrid, Sevilla, Cádiz, Donosti, Trijueque o La Coruña? Gilipuertas hay en todas partes. El problema es el ombliguismo. Viajen, almas de cántaro. Viajen y déjense de arriar trapos, no me sean mamelucos.

“En la insistencia está la clave”… ¿ha insistido mucho Emilio Losada? ¿Por qué es necesario seguir insistiendo, pese a los reveses?
En la insistencia y en el sentido del humor. Así se superan los reveses. El sentido del humor es importantísimo. La falta del mismo mata. A mí el sentido del humor me ha protegido en la infancia, en la adolescencia y ahora lo hace en mi segunda juventud. El cachondeo y el pitorreo sanan, doy fe. Y las juergas. ¡Aquí iba a estar yo si no fuera por la sarandonga! (Risas).

Lou Reed dijo: “Si escribes tan mal como hablas, nadie va a leerte”

¿Se puede escribir bien sin haber vivido?
Se puede tener una buena ortografía, manejar una correcta sintaxis y gustarle mucho a tus papás y a tus abuelitos, pero el fondo de lo que escribas será un desastre, y lo que es peor, la forma será un cliché. Eso se ve a leguas. No sólo hay que leer y estudiar, hay que vivir. Y que la vida te apriete las tuercas un poco tampoco viene mal.

¿Qué te ha conmovido últimamente en música y literatura?
De música actual no tengo ni idea, y no lo digo con orgullo. Voy a lo seguro: a los clásicos y a la música negra. El mejor concierto que he visto últimamente fue uno de Albert Pla en el Gran Teatro de Huelva, el año pasado. No lo había visto nunca en directo y aluciné. Es buenísimo, un artista total. Y al paso que vamos, quizá en breve lo metan en la cárcel, pues menuda época deleznable atravesamos a éstos y a muchos otros respectos. Mira, dejémonos de monsergas, yo me pongo el White Light/White Heat a toda castaña en los auriculares y soy el tío más feliz del mundo, eso es lo que pasa. En literatura releo muchísimo e intento descubrir cosas raras por ahí, aunque cada vez son menos memorables. Pero todo se andará: la noria sigue girando y nunca faltarán incorporaciones interesantes. De la actualidad citaré de nuevo a Pablo Cerezal. Un pura sangre de las letras. Y ya he dicho como quinientas mil veces que me chifla el escritor boliviano residente en Denver Claudio Ferrufino. Hasta el punto de que le he escrito una ranchera. En breve entra Termostato, mi grupo, al estudio a grabarla, por cierto. Me da un poco de cosa ya hablar siempre de estos dos bribones, pero es que son buenísimos, caza mayor. Debería estar un tiempo sin citarlos…, y viceversa. De seguir así vamos a acabar haciendo un trenecito (risas).

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