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Literatura
Gabriela Wiener: “Me pregunto si es posible hacer libros que cambien el discurrir del mundo”
Una mujer sin nombre y sin futuro se embarca en un movimiento de transformación y lucha para transformar su país. En ese viaje, que le lleva a la militancia con las comunidades indígenas y, más tarde, a la política institucional, encuentra la esperanza y los límites. Ese periplo por el Perú del pasado, del presente y del futuro es el viaje que realizamos con Gabriela Wiener en Atusparia (Random House, 2024), una novela que es también una declaración de amor a los proyectos revolucionarios del pasado y del presente. Un artefacto literario imprescindible para conocer lo que bulle en Perú, uno de los países más castigados por la represión en la Latinoamérica actual.
Wiener lo hace, como es habitual en su narrativa, bebiendo de la realidad y movilizando a través de la ficción. Desde las primeras páginas, trata de provocar un cambio en las personas que la leen por medio de una prosa rica y precisa, que resuena en todas partes del mundo, pero que no se despega de la historia y de la tierra. Esa tierra en disputa, tierra de explotación extractivista y bañada de sangre, pero territorio también de resistencias preñadas de futuro y amor.
Tanto en Huaco Retrato (Random House, 2021) como en Atusparia, Perú es el objeto principal de estudio. Sin embargo en esta ocasión el foco no está tan puesto en la historia colonial —aunque atraviesa el libro— como en la historia política.
Tal vez la cuestión anticolonial en el libro se da desde otros lugares con respecto a Huaco Retrato, que tenía que ver más con temas de memoria familiar o de mi propia historia. Por eso es bastante más autoficcional. Esta, igual recoge algunas cosas de mi historia, pero de ninguna manera Gabriela Wiener es la protagonista. Los temas de identidad están, pero relacionados con la acción política.
A menudo se ha hablado de tu literatura por su potencial provocador. No lo digo como algo malo.
No es un insulto.
¿Tenías intención de provocar reacciones de tipo político mientras lo estabas escribiendo?
No sé si ese es el verbo. Lo de provocador ha sido un epíteto que se ha utilizado o dirigido hacia mí desde un lugar que aparentaba no ser tan político, aunque lo era. Lo era en otras dimensiones más relacionadas con luchas antipatriarcales: con respecto a reflexiones sobre las familias, lo relacional. En esta ocasión creo que el impulso es similar. Voy persiguiendo hacer algo un poco revulsivo, movilizador. Quizá en este caso, el hecho de que quisiera pincharnos —y lo digo desde el ‘nosotras’, de gente que accionamos o que estamos pensando cómo despertar, cómo empezar a hacer y a repensar la práctica política— sí me gustaría que fuera eso. Alejarme de la comodidad y pensar en una reacción. En algo que mueva las cosas.
Yo desde niña chupaba la revolución de las tetas de mi madre y de mi padre, desde niña tenía carteles en mi habitación de solidaridad con Nicaragua o Palestina
¿Cómo llegas a esa necesidad?
A mí, en particular, lo que me tenía muy conflictuada a nivel político, pero a nivel también estético y literario, es este inmovilismo que tiene que ver con la idea del “arte por el arte”. Ese es un discurso que aunque no lo creas, culturalmente está bastante instalado en los espacios de producción de texto y de literatura. Por otro lado, el miedo a hablar de revolución, el miedo a hablar de acción, y de alguna manera también de hablar o hacer un poco de memoria de lo que ha sido la izquierda en nuestros países, se vive en mi país, pero lo percibo también en España.
¿Desde dónde afrontas ese miedo?
Me interesa ver de dónde venimos para ver hacia dónde vamos y si ese horizonte sigue siendo revolucionario. Creo que en mi país tiene mucho sentido volver a hablar de palabras como “revolución”. En Perú han conseguido, como en muchos países de Latinoamérica, que funcione la criminalización. Ha sido todo un proceso para desactivar movimientos sociales, para acabar con cualquier iniciativa que tenga que ver con una izquierda que tiene una historia de guerrillas, una historia de luchas antiimperialistas, que tiene todo ese bagaje. Eso ahora mismo se cuenta desde ese relato reaccionario que viene desde el fujimorismo y su antipolítica hasta hoy día para llamar a todos “terroristas” una vez que haces algo contra el capitalismo.
Has explicado en otras entrevistas que tu deseo era volver a enamorarte de la revolución. ¿Es también lo que quieres provocar en las personas que leen Atusparia?
Si hablamos de mi escritura, para mí fue como desplazar el deseo. Desplazarlo hacia ese lugar. Yo he hablado muchas veces de deseo. He hablado muchas veces de amor y de enamoramiento. De pronto me he visto recordando mi educación y he sentido amor por eso. He recordado las enseñanzas de mi escuela, de mis maestros, pero también de mi familia. Me he dado cuenta también de que aquí en España viví como un despertar político nuevo. Con el feminismo, con las luchas antisistema de aquí. Y me coloqué ahí, abracé estas causas desde los espacios migrantes y antirracistas. Pero recordar de dónde vengo ha sido transformador.
¿En qué sentido?
Ha sido pensar en que esas luchas antisistema, feministas de aquí no son las luchas de las que vengo, aunque me haya sumado, sino que provengo de las luchas feministas de mis territorios, de las luchas de las campesinas, de las líderes indígenas. Tienen más que ver conmigo. Yo desde niña chupaba la revolución de las tetas de mi madre y de mi padre; desde niña tenía carteles en mi habitación de solidaridad con Nicaragua o Palestina. Aún mi escuela era una escuela soviética. Toda esa izquierda solidaria internacionalista que luchó contra las dictaduras, todo el trabajo que mi familia me enseñó, que hacía la gente en el mundo rural, en el mundo andino… Creo que el proceso de Atusparia ha sido un volcarme hacia eso. Ya no como la izquierda-derecha europea o ese feminismo hegemónico que luego nos decepcionó o los propios grupos antisistema de aquí a los que les vi sus dobleces, sino que quise ir ahí a mirar la historia de esas luchas. Atusparia es esa memoria.
Aquí se tiene esa idea como que las dictaduras ya no son como antes, que todo es 'lawfare', que ya no hay masacres. Pero las hay
¿Y cómo engarzas esa memoria con el presente?
Creo que es mucho lo que Latinoamérica, Abya Yala, nos está queriendo contar. En Latinoamérica, por ejemplo, tú puedes hablar de aborto y sabes perfectamente que las mujeres viven una tragedia. Puedes hablar de feminicidios y vas a ver a las mujeres mexicanas con sus pañuelos verdes tapándose la cara y poniendo el cuerpo de una manera violenta que es defensiva en realidad. Y tiene todo el sentido del mundo. No es teórico. Están matando defensoras de la tierra. Mujeres como Máxima Acuña, que han salido a defender una laguna, un bosque, han sido acosadas, perseguidas. Ahora mismo quienes ponen el cuerpo son personas indígenas, y se les quiere negar participación política, voz. Son luchas vivas y encarnadas. Son historias de dolor, pero también de mucho tiempo atrás, de resistencia. A nivel de izquierda es para mirar todo el trabajo que se está haciendo, varios ciclos de luchas populares que se han vivido allí. A Europa le toca mirarlo. A las izquierdas de aquí, que están de pronto replegadas y en un momento bastante oscuro, les toca ver cómo se resiste. Mi libro trata sobre cuáles son los cuerpos que siempre caen. Aquí se tiene esa idea como que las dictaduras ya no son como antes, que todo es lawfare, que ya no hay masacres. Pero las hay.
Un motor para la novela es el viaje a Puno que realizaste poco después de la matanza que tuvo lugar en el invierno de 2022 en esta zona del sur del Perú.
La gente de la revista Orsai me dijo: “Elige tú dónde quieres hacer una historia. Te pagamos el pasaje, te pagamos un sueldo bueno”. Es como el sueño de cualquier periodista. Obviamente no iba a elegir el próximo crucero sadomasoquista porque una ha crecido. Dije “mándame a mi país”. Y ahí fue que conté la historia de Puno, hice una crónica relacionada con la explotación del litio. Se dice que en Puno hay un yacimiento importantísimo de litio y curiosamente ahí es donde van a matar a la gente. Son luchas que están cruzadas. La gente lo sabe y por eso están en pie de guerra. Es una vez más la historia de siempre: terricidio, saqueo. El libro también cuenta esta historia colonial.
Se burlaron de la bandera, de la Wiphala, porque existe esa mirada profundamente racista y centralista desde Lima
¿Qué es ese territorio en la historia de tu país?
Puno es un territorio de lucha ancestral por la tierra. José Carlos Mariátegui, que era un marxista peruano siempre discutió esa visión socialdemócrata de que la educación haría cambiar al indígena. Era un momento en el que se preocupaban siempre desde ese lugar por el indígena como ahora se preocupan falsamente por los migrantes y su asimilación en este país. La respuesta siempre fue que los indígenas no van a poder decidir sobre su vida mientras no tengan los medios de producción y la tierra. Esa es la lucha.
¿Cómo se traduce esa lucha eterna en el Perú de hoy?
Fue el sur del Perú el que eligió a un presidente como Pedro Castillo y fue la oligarquía de siempre la que no le dejó gobernar y le dio un golpe parlamentario. Para mí fue impactante viajar a Puno un mes después de la masacre de Dina Boluarte. Fue impactante el nivel de organización que vi. No solamente estaban viviendo el duelo, sino que también habían montado toda una organización de lucha que incluía piquetes, bloqueos de carreteras, etc. Vi eso que no estaba viendo en ningún otro lado. Cogían el megáfono y daban discursos para su gente. Pero era sobre todo pura acción política y organizada. (así sí puede ser).
Perú
Perú El año de Boluarte en el Perú: muertes, corrupción e indulto
En el libro toma la palabra el pueblo aymara, que sufre las acusaciones de “terruqueo” con el que el poder en Perú criminaliza a la oposición política. ¿Cómo afrontaste eso en tus investigaciones para escribirlo?
En mi país, y en general en Latinoamérica, todo el movimiento indígena es vapuleado, es criminalizado, inmediatamente su identidad es vista como peligrosa. De inmediato se identifica físicamente a esas personas como terroristas. Para mí fue revelador que esa sea la misma gente que está luchando, quienes fueron reprimidas. Y además fue interesante investigar la historia de Puno, la historia de esa zona aymara. Por ejemplo, la historia de Wancho Lima que aparece en la novela. O de líderes como Rita Puma. Gente que de verdad estaba buscando su independencia de Lima, en vista de que el abandono estatal ha sido flagrante durante cien años. Allí lo ves. Es pura autonomía. Tienen su propio mercado, tienen su propia manera de relacionarse con la minería. Es gente completamente organizada, con su propio empresariado que subvenciona las manifestaciones y las marchas a Lima. Por eso es que en Perú, desde el Estado, el Gobierno y la derecha, por supuesto desde el fujimorismo, se llegó a decir que Puno no era el Perú, que se fueran a Bolivia. Se burlaron de la bandera, de la Wiphala, porque existe esa mirada profundamente racista y centralista desde Lima. Todavía en Lima ni la propia izquierda ni el propio progresismo voltean a mirar lo que realmente están haciendo las ciudades del sur. Y eso que hablamos de una sociedad que está totalmente colapsada, sin partidos, sin organización política, con los movimientos menguados.... Es en el sur, ahora, donde se está cocinando toda la lucha.
Hay un contraste muy fuerte entre estos modos de organización con el episodio anterior que narras en Atusparia, que habla de la degradación de los suburbios de Lima a través de la Resi, una barriada en la que desaparecen casi todos los vínculos sociales. ¿Qué querías mostrar a través de ese episodio?
La parte de La Resi surgió cuando vi unas fotos de las ciudades soviéticas deshabitadas después del comunismo. Vi cómo eran estas ciudades postapocalípticas, totalmente vacías, donde estaban los restos de los edificios. Inmediatamente recordé como les llaman a las urbanizaciones en Perú: “residenciales”; son como ciudades dentro de las ciudades. Y empecé a imaginar un mundo en el que podía hablar de cosas postsoviéticas, postcaída del muro, a través de este espacio, digamos adolescente. Esa es una transición en la que casi se pierde la política, casi se pierde la utopía. Es un lugar que, como el capitalismo, te ofrece una serie de posibilidades de consumo y de placer que te distraen de ese sueño revolucionario que sí que está en la infancia y en la primaria de la protagonista.
La protagonista, que toma en un momento dado el nombre de su colegio, que es también el de la novela, representa la memoria de la izquierda comunista y prosoviética latinoamericana. ¿Cómo se relaciona esa historia individual con el impacto que tuvo en Perú la caída del Muro de Berlín?
En el Perú nunca llegó el comunismo ni tuvimos nada similar a una perestroika. Se pasó directamente del latifundio a ser el patio trasero de Estados Unidos y al neoliberalismo salvaje. Pero en mi historia, en mi novela, quise contarlo a través de los espacios. La Resi me servía mucho, a nivel de estructura, para contar la historia de alguien a través de la política. En este caso, cómo funciona el hipercapitalismo a escala en la vida de una persona, una persona que casi se pierde y que es recuperada por ese otro territorio, que en ese caso es el sur, es Puno, es la lucha campesina.
La novela tiene una parte de futuro distópico que aparece por medio de una prisión a cielo abierto que se llama El Aire. ¿Qué nos dice esa cárcel distópica del momento actual?
El presente judicializado de la política y el lawfare aparece en esa cárcel a cielo abierto. Es en lo que estamos ahora mismo, con las líderes y los líderes atrapados o presos. Siempre me obsesionó la cárcel del Sepa, una cárcel que realmente existió, que fue para presos políticos y se cerró en los años 90. Desde luego es un lugar distópico, pero no parece imposible que vuelva a existir: han querido reabrir el Sepa muchas veces, muchos gobiernos, incluso no tan reaccionarios como este, gobiernos de centroderecha. No sería raro que se reabra. Me puse a imaginar qué pasaría si esa cárcel se abriera pero ya no para hombres, sino para mujeres y en particular para presas políticas. Y en este lugar, Atusparia empieza a tener todas estas proyecciones acerca de lo que fue su participación política.
Hoy en día a gente que defiende al FMI pero que cree en los derechos humanos, la acusan en Perú de ser comunista. Todo se ha movido hacia la derecha
Porque el espacio da para pensar.
El Aire es una especie de purgatorio. Me permite también contar la historia de alguno de los líderes que aparecen también en las novelas de Manuel Scorza, como Agapito Robles, por ejemplo, y la historia tan brutal que Scorza cuenta en Redoble por Rancas (1970), una novela clásica de la literatura indigenista peruana. Scorza es como una figura tutelar que está en toda la novela. Frente a esas visiones de que la literatura no sirve para nada, de que la literatura no debe servir para nada —esto tan posmoderno, que yo pensé que ya no iba a tener que escuchar, pero que todavía se sigue oyendo. Me pareció interesante introducir, por ejemplo, que después de que Redoble por Rancas se hiciera conocida, la leyó Juan Velasco Alvarado, el dictador peruano de izquierda que hizo la reforma agraria y, después de leerla, liberó a la persona que había inspirado al personaje principal, un campesino que se había rebelado contra una empresa petrolera. Lo liberó después de leer un libro. También me hago preguntas acerca de si es posible poder hacer libros que de verdad intervengan así en el mundo, que cambien su discurrir. Y que de alguna manera se haga realidad esa idea de Scorza de que la literatura es el último tribunal donde se juzga la historia.
El libro responde de alguna manera explicando que hay límites a lo que alguien puede hacer integrándose en el sistema. ¿Has tratado de definir cuáles son esos límites infranqueables para la actividad política a través de las instituciones?
Sí creo que está ahí contado; como se puede hacer desde la literatura. Yo no soy una analista política, ni politóloga, pero en mi historia creo que se abordan los límites de la democracia liberal que vivimos y sufrimos. Hay una candidata del pueblo, que realmente sigue las reglas de la política para acabar hundida y en la cárcel por esa misma política, por esa misma Constitución y por esas mismas leyes. Y también se afronta desde el otro lado, desde el polo encarnado por Asunción Grass, que es el de la lucha armada. Es la idea del viaje sin retorno de tomar las armas. Creo que hay hasta cierto punto una admiración por el impulso de tratar de cambiar las cosas —porque Atusparia no es una reformista, es una candidata de izquierda, con una visión popular— pero a la que el centro impide, sumándose a la derecha, que llegue al poder, por considerarla peligrosa y radical. Hoy en día a gente que defiende al FMI pero que cree en los derechos humanos, la acusan en Perú de ser comunista. Todo se ha movido hacia la derecha.
Pongo el foco en lo que se puede o no hablar de revolución, de lucha armada, de guerrilla, de guerra, de guerra civil, de conflicto, de conflicto interno... de términos que no cancelen la discusión
No es una heroína, pero tampoco tiene ninguna oportunidad.
Atusparia, la candidata del pueblo, realmente forma parte de una izquierda en la que yo me podría ver representada. Alguien que piensa que se puede construir otro tipo de democracia, una democracia no liberal. Y se lo hacen pagar. De por medio está lo que otra vez, una vez más, siempre ocurre, que es la traición a las bases: a los ideales colectivos, al movimiento social, al estallido que cambiaría todo. Chile es el ejemplo de cómo esto de pronto se desvía y no hay ni frente único, ni dirección política ni hay concreción revolucionaria. Y así estamos eternamente en la “Revolución permanente”. El libro también se pregunta en ese sentido: “¿Cuándo la revolución definitiva?”
Has mencionado la otra vertiente, la de la lucha armada. ¿Hasta qué punto marca la historia del país?
Me interesaba mucho hablar de la diferencia entre Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), algo de lo que en Perú nadie se atreve a hablar. Cómo es posible que grupos guerrilleros en Argentina, en Colombia, en Argentina, en Chile, tengan derecho a su memoria, y en Perú no se pueda hablar de guerrilla. Hubo guerrilla. Y el MRTA fue guerrilla. Obviamente se equivocaron y cometieron actos de terrorismo, pero desde un ideal revolucionario que existía en ese momento. Estamos hablando de la dictadura de Fujimori. La operación que hicieron, por ejemplo, en la embajada de Japón fue bastante impecable en términos guerrilleros. No hubo un muerto de parte de ellos. Ellos querían que soltaran a sus compañeros de una cárcel extrema. Pero yo digo esto en esta entrevista y puedo ser acusada de apología.
De nuevo el pasado se reproduce en el presente.
En Perú está muy claro: han metido en la cárcel a gente por apoyar las manifestaciones de las marchas desde el Puno, Cuzco, Ayacucho o Lima. Han metido a gente presa por eso y han estado dentro un montón de tiempo. Hay gente que aún está presa. No se puede hablar de nada. Hay una censura terrible y hay una ley de apología para que no haya manera de hacer una memoria real, una historia y una reflexión sobre el posconflicto. ¿Por qué ocurrió todo lo que ocurrió en Perú? Por las injusticias, desigualdades brutales que hay y existen hoy.
¿Hasta qué punto está la izquierda paralizada por, entre otras cosas, la incapacidad de hablar de Sendero Luminoso en otros términos que no sean los dictados por el poder?
Yo pondría el foco no tanto en lo que se puede hablar o no hablar de Sendero Luminoso, sino sobre lo que se puede o no hablar de revolución, de lucha armada, de guerrilla, de guerra, de guerra civil, de conflicto, de conflicto interno... de otros términos que no cancelen la discusión como pasa cada vez que aparece la palabra terrorismo o aparece Sendero Luminoso. Difícilmente la bandera roja o la hoz y el martillo ahora mismo se pueden enarbolar en Perú como consecuencia de Sendero. Es apología, también. Y a mí me gustaría ir con mi camiseta roja y con la hoz y el martillo y que no me pasara nada. La tengo. Va en la maleta. Pero eso es solamente símbolo. Hablemos de las cosas reales que se pueden hacer o no.
Con todas sus contradicciones, soy hija de alguien que no fue a la guerra, de una izquierda que no tomó las armas. Y esto es lo que puedo hacer
Cuando estaba en imprenta el libro ha sido cuando ha muerto Alberto Fujimori. ¿Qué te falta por decir de él?
Ah, fue hermoso lo que me pasó. Porque yo escribí sobre su muerte hace tres años. Una de esos obituarios que se encargan y ya están hechos. Escribí el obituario y de pronto me encontré con que tres años después se murió. Pero vi que el desgraciado había hecho muchísimo en tres años. Muchísimo mal. Vi que no valía para nada esa efeméride de hace tres años. Ese texto está desactualizado por completo: ya había salido de la cárcel, ya estaba postulándose a la presidencia, ya estaba como héroe del Tik Tok diciendo que él había pacificado el Perú y que volvería. Su hija ya había dado un paso al costado para que él liderase la siguiente campaña electoral fujimorista. Me divertí mucho publicando la nueva efeméride de Fujimori, donde por supuesto el titular era que usamos mucha gente que estamos al tanto de la situación: “Ha muerto Fujimori, pero el fujimorismo sigue vivo y coleando”.
Atusparia tiene mucho de reconciliación con tu país, pero también con la historia profesional y militante de tu padre y de tu madre.
En Huaco Retrato soy muy amorosa con mi familia. Y, aunque cuestiono cosas de la paternidad o de las relaciones de mi padre, siempre está el amor y la admiración por él, por la semilla política que dejó en mí. Pero la intención de este libro se acerca más a lo que te dije al principio: el hecho de que de alguna manera hubo un momento en que me abrazó el feminismo, me abrazó el antisistema, me abrazó la forma de levantarse, de hacer política, y en un momento también me dejó sin nada, me dejó desamparada. El movimiento, la izquierda blanca, Podemos, el feminismo blanco hegemónico burgués racista, cuando se puso tan transfobo. Ese desamparo me hizo volver a mis orígenes, desde luego, me hizo volver a Atusparia, me hizo volver a ese colegio, me hizo volver a mi educación marxista con mi familia.
¿Cómo fue esa formación a la que has querido volver?
Mi padre no me mandaba cartas de amor cuando se iba a trabajar al último pueblo de Los Andes, me mandaba postales en las que me hablaba de la pobreza, de las luchas campesinas. Tuve que recuperar eso que tenía como medio apartado, decía: “Ah sí, yo me politice aquí en España, me politice en Madrid con las del 15M, me politice con las feministas…” No me jodan. Yo vine bien politizada en realidad. Nací politizada, nací en un hogar politizado, y sí, es un tributo a todo eso. Yo me despertaba en mi cama infantil y ahí tenía un guerrillero durmiendo que estaba huyendo de la dictadura de Chile. Mis padres no fueron a la guerra. Mi pregunta a veces es ¿por qué no fueron? Cuando hablo con mis compañeros cuyos padres sí que fueron a la guerra, veo ahí también otras experiencias de enorme dignidad y de sacrificio. No les reprocho nada porque decidieron cuidarme, quedarse a mi lado, sino yo igual no estaría viva. Pero con todas sus contradicciones, soy hija de alguien que no fue a la guerra, de una izquierda que no tomó las armas. Y esto es lo que puedo hacer.
¿Cómo vives participar desde la diáspora en lo que está ocurriendo en tu país? ¿Te duele más la distancia desde que has escrito el libro?
Creo que hay colectivos acá muy potentes, peruanos que no cejan en ese empeño. Está Kuntur, están Peruanos en Madrid, buena parte de la gente que trabaja en ¡Regularización Ya! son mujeres peruanas. Es una diáspora muy interesante, que está en las luchas por Palestina, por la vivienda digna, etc. Es una diáspora internacionalista. Hacemos un trabajo de denuncia. En los últimos tres o cuatro años, yo, por ejemplo, he trabajado mucho en el columnismo, la opinión, un poco desde esos dos territorios que habito, pero quizá en esto último año y medio, casi dos años, me volqué a hacer la novela porque pensé que podía ser un arma potente: traer un libro para que podamos hablar desde aquí. Yo me siento que como diáspora soy también a partir de este relato de la memoria. Pienso que puedo hacer una muesca en la realidad y meter el dedo en la llaga o intervenir de alguna manera, y así creo que hay un montón de artistas peruanas y peruanos que actúan a través de traer, por ejemplo, el cine peruano de denuncia, exposiciones de fotografía en las que está documentada toda la historia de la represión actual. Una vez más en contra de esa idea de que el arte o la literatura está solamente para que disfrutes de ese mundo cerrado y te entretengas ahí. Al contrario, es todo lo contrario de entretenerte entre comillas. Siempre tratan de desvalorizarnos porque no vivimos ahí y a veces vivimos el Perú mucho más intensamente que los que están allí. Por supuesto que está siempre el anhelo de volver y de estar en el campo de batalla.