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Literatura
Leer en Donostia en la era de las multinacionales
La apertura de la librería Tobacco Days y la de una franquicia de la Casa del Libro suponen dos maneras opuestas de entender el desarrollo de la ciudad y del urbanismo cultural.
En las ferias, igual que en los festivales de cine o música, el frágil equilibrio entre iniciativa pública y privada o entre pequeñas empresas y grandes compañías, se manifiesta con todas sus consecuencias y contradicciones. En estas citas populares y encuentros de especialistas, también las clásicas dicotomías conceptuales de las que tanto se habla entre los profesionales de la cultura —calidad o cantidad; minorías frente a mayorías; cultura de élite o cultura popular; especialistas o aficionados; ensayo y experimentación frente a banalización; cultura y arte contra industria y negocio; multinacionales o editoriales independientes; grandes superficies comerciales o pequeñas y medianas librerías— adquieren rango de aporía, entendida como razonamiento donde surgen paradojas irresolubles. No es fácil afirmar y mucho menos dogmatizar si es “mejor” leer a la filósofa Hannah Arendt o a Paulo Coelho, escuchar Lady Gaga o Mozart. Está claro que los caminos hacia el conocimiento son inescrutables y cada cual es muy libre de elegir el suyo (habría que añadir la dicotomía educación o negocio, en tanto en cuanto la industria editorial dedicada a los libros de texto juega un papel fundamental a la hora de señalar los vicios y problemas del sistema educativo. Este capítulo, por si solo, merecería una extensa reflexión ya que, además de que supone el mayor volumen del comercio del libro, es donde mejor se manifiesta la lenta transformación de los métodos de enseñanza en los colegios).
Más allá de las dificultades que implica intentar resolver las paradojas mencionadas, estas reflexiones que siguen tratan de analizar hasta donde, para los que seguimos pensando que el acceso a la cultura es un derecho social, podemos exigir a las administraciones públicas determinada política cultural de apoyo al libro o a la producción de contenidos y, por extensión, al fomento de la lectura, con todo lo que conlleva en los procesos formativos de las personas y de su emancipación.
Partiendo de que la cultura es un derecho, el libro, en tanto en cuanto herramienta de creación y formación que vehicula conocimiento o entretenimiento, no es solo mercancía, sino también un bien común que nos influye en la relación con los demás y que nos puede llegar a modificar nuestra visión de las cosas. Esta filosofía del derecho cultural dio origen, entre otras muchas posibilidades de distribución social del saber a las bibliotecas públicas o al reconocimiento del dominio público, todo ese patrimonio intelectual que está libre de exclusividad en su acceso y utilización, y no está sujeto a derechos de propiedad intelectual.
Cuando se habla de la crisis del libro se hace referencia sobre todo a la transformación que está sufriendo su “cadena de valor”: las empresas del sector, los modelos de producción y comercialización y no tanto a la lectura, es decir, a los valores intangibles que dan sentido a todos los sistemas transmisores de la palabra y la escritura, sea cual sea su soporte actual o futuro. Hoy, aunque parezca mentira, hay más oferta que nunca y la lectura —en todas sus formas— sigue siendo el principal vehículo de acceso al conocimiento. De hecho se lee más que nunca. Por tanto, si queremos que las personas tengan capacidad de análisis, discernimiento y crítica, una de las principales funciones de las políticas públicas debería ser el apoyo a todo tipo de medidas que incentiven la lectura, desde la escuela hasta la vejez. En este sentido Beatriz Sarlo, en Escenas de la vida posmoderna, cuando se pregunta por el papel que deben desempeñar las instituciones públicas en el apoyo a la lectura, se sorprende de la “indiferencia con que el Estado entrega al mercado le gestión cultural, sin plantearse una política de contrapeso”.
DEMOCRATIZAR EL ECOSISTEMA
En el ecosistema del libro/lectura tienen especial relevancia las iniciativas públicas — fundamentalmente el amplio espectro de bibliotecas— que fomentan el uso de los libros como bienes comunes entre personas que, más allá de la propiedad, quieren tener acceso a la mayor variedad posible de contenidos o para las personas que no tienen recursos suficientes para adquirirlos. Esta “bibliodiversidad” permite que, más allá del mercado, el libro cumpla su función social.
Hace mucho tiempo que diferentes especialistas han insistido sobre las medidas que debieran tomarse para que en el futuro siga habiendo lectores, esa misión de las políticas educativas y culturales que deberían poner en el centro el derecho a la lectura y el fomento de programas destinados a generar espacios donde poder compartir los saberes. Es decir, extender y mejorar el ecosistema complejo que garantiza el derecho a la cultura: multiplicar, atender y mejorar los lugares de lectura (archivos y bibliotecas, desde los barrios a las escuelas y universidades) para que además sean lugares de encuentro y socialización de experiencias; ampliar el acceso a las publicaciones de dominio público; regular las múltiples anomalías que se producen en la aplicación de los derechos de propiedad intelectual, sobre todo en las publicaciones de instituciones públicas; implementar descuentos o bonos culturales para sectores sociales más desfavorecidos, incentivando la accesibilidad; facilitar la adquisición particular de libros, eximiéndolos del IVA; promover campañas de fomento de la lectura en los medios de comunicación; favorecer alquileres sociales para pequeñas librerías periféricas o de barrios desfavorecidos; conceder ayudas y créditos públicos para la compra de fondos y catálogos temáticos; dedicar recursos a la creación de plataformas púbicas de distribución de libros digitales y la puesta en común de las bases de datos; posibilitar el acceso a créditos en condiciones ventajosas y deducciones fiscales tanto para editoriales como para librerías independientes.
Los diferentes modelos de ciudad tienen también su reflejo en las distintas formas de empresas privadas e iniciativas públicas dedicadas al libro y a la lectura que se inscriben en ellas. Por ejemplo, en estos días se han publicado dos noticias destacadas sobre este sector en Donostia. Por una lado, la apertura de una nueva librería, Tobacco Days, —homenaje a la novela del escritor Anjel Lertxundi— que se suma al entramado cada vez más variado de actividades de Tabakalera. Por otro, la inauguración en el centro de la ciudad de una más de las 45 franquicias de la cadena Casa del Libro, del grupo Planeta, que se despliegan por toda España.
El segundo proyecto, a pesar de su aparente presencia, no es ni más ni menos que un pequeño apéndice del complejo entramado de intereses empresariales y financieros del grupo Planeta. Esta enorme multinacional de la comunicación, además de la cadena de librerías, aglutina a multitud de empresas de siete áreas de negocio diferentes, entre las que destacan las 64 editoriales que la convierten en el primer grupo editorial en lengua castellana y el décimo del mundo. Actúa también en el ámbito de los coleccionables, plataformas educativas, enseñanza a distancia, industria audiovisual y medios de comunicación, destacando su participación en Atresmedia (Antena 3, La Sexta y Onda Cero) y en prensa con el periódico La Razón. Asimismo, a través de su fondo familiar Hemisferio, tiene numerosas inversiones inmobiliarias, acciones en Vueling Aerolíneas y en el Banco Sabadell. Los últimos años, junto a otros grupos internacionales como Penguin Random House o Feltrinelli, actual propietaria de la histórica Anagrama, controlan casi el 70% de la producción y distribución editorial en España. Esta tendencia a la concentración de medios, junto a los grandes proveedores de bienes y servicios como Amazon o Google, con su dominio de la producción y la distribución, los convierte en auténticos monstruos de la comunicación, que van apoderándose substancialmente de la creación de contenidos y, por tanto, del control del imaginario colectivo, así como, claro está, del pensamiento, con la subsiguiente alteración de la hegemonía cultural y su incidencia en los modos de vida.
Como afirma la socióloga Saskia Sassen, ¿necesitamos a una multinacional para tomar un café o comprar un libro en nuestros barrios?
Lamentablemente, como en casi todos los procesos de acumulación y concentración de capital promovidos por las políticas financieras liberales de las últimas décadas, toda la cadena de valor relacionada con la lectura está siendo afectada por una severa centralización monopolística que está devastando el rico y plural ecosistema del libro que, durante siglos, ha sobrevivido con encomiable dignidad.
Sin embargo, contra viento y marea, esa red de pequeñas empresas y cooperativas que añade valor a la vida comunitaria, está renovando también su presencia pública y, con encomiable capacidad de innovación, diversificando su oferta cultural e incrementado su importancia social. Han sofisticado sus servicios, pueden ser cafeterías, restaurantes, centros culturales, jugueterías, galerías de arte, salas de conciertos, espacios de debate público o productoras culturales, a la vez que editoriales independientes. Como nos recuerda Guillermo Schavelzon en “Seis problemas del mundo del libro y la edición”, publicado en el número 33 de la revista Texturas, en nuestro paisaje urbano, frente a la tendencia a la concentración, están apareciendo pequeñas y medianas editoriales independientes, cuya presencia en el mercado y en los medios va acrecentándose. Editoriales que no siguen el modelo que señala la época, más bien intentan mantenerse alejadas de esos valores que hoy parecen indiscutibles, como el crecimiento sin límites, la masificación de la producción, el lector considerado como un simple consumidor y la rentabilidad como emblema de su misión; valores que la industria cultural, promueve como los únicos posibles.
Son editoriales como Capitan Swing, Minúscula, Errata Naturae, Periférica, Enclave de Libros, Pepitas de Calabaza, entre otras, que no necesitan best sellers, se aventuran con catálogos especializados y de calidad, arriesgan con nuevos escritores, rescatan libros que habían dejado de circular o apuestan por la traducción, para visibilizar lenguas minorizadas o culturas ignoradas. Sirva como reflexión las palabras de Jean-Marie G. Le Clézio en la clausura del XXVIII Congreso de la International Publishers Association en Seúl: “…es injusto que la poetisa Rita Mestokosho, india innuit del gran norte canadiense, tenga necesidad para poder ser entendida, de escribir en francés, la lengua de los conquistadores. Es injusto también que Dewe Gorodé, la poetisa kanak de Nueva Caledonia, en su lucha por la libertad de su pueblo tenga que utilizar la lengua de la nación que la encarcela y le deniega el derecho a la independencia. Y es verdad que sería ilusorio creer que un poeta como el mauriciano Richard Sedley Assone, utilizando su lengua materna, el créole, pueda alcanzar la misma audiencia que si escribiera en una de las cinco o seis lenguas que reinan hoy como dueñas absolutas en los medios de comunicación”.
Pequeños empresarios o cooperativas que, con el objetivo de tener un trabajo y una vida digna y consecuente, tan solo pretenden caminos alternativos al mainstream o la moda dominante. Algo similar a la gente que, frente a los grandes Mercadona o Carrefour, cultiva o paga por alimentos sin pesticidas, propietarios que no quieren sembrar semillas transgénicas o simplemente lectores para quienes una fajilla que diga “un millón de ejemplares vendidos” es ya un indicador de poco interés. Si realmente queremos que nuestras ciudades sean espacios de vida en común, parafraseando a la socióloga Saskia Sassen, podríamos preguntarnos si de verdad necesitamos a una multinacional para tomarme un café o comprar un libro en nuestros barrios.