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Memoria histórica
Memorias fuertes y memorias débiles
Con una cultura de memoria global en la que amnistías y amnesias de los pasados violentos ya son inaceptables, en la que existe una clara sensibilidad por las víctimas y por la reivindicación de la denuncia, la compensación y la prevención: ¿son las resistencias a condenar un pasado vergonzoso y traumático un síntoma de fortaleza o de debilidad?
Cuando en abril del año pasado preguntaron al consejero de Educación de la Junta de Andalucía, Javier Imbroda, si los centros escolares iban a recibir la debida instrucción para celebrar el Día de la Memoria Histórica y Democrática en Andalucía (el 14 de junio), el político se mostró escéptico y aseguró que, «de momento, no tenemos nada planificado para ese día», añadiendo con cierta sorna que preferiría que los estudiantes «leyeran a Chaves Nogales en vez de verse en esas tesituras». En la misma sala de prensa fue advertido de que dichas tesituras las dispone una ley, aprobada por el Parlamento andaluz el 28 de marzo de 2017, que declara «el 14 de junio de cada año Día de recuerdo y homenaje a las víctimas del golpe militar y la Dictadura» y establece que «las instituciones públicas andaluzas impulsarán en esa fecha actos de reconocimiento y homenaje, con el objeto de mantener su memoria y reivindicar los valores democráticos y la lucha del pueblo andaluz por sus libertades». No sabemos si avergonzado por su arrogancia fallida, o por temor a posibles denuncias en contra de su mandato, el titular de Educación reculó y aseguró que, si dicha ley así lo señalaba, «nos remitiremos a la ley».
No deja de ser sorprendente que, menos de dos meses después, viéramos publicado en prensa que la Consejería de Imbroda envió la instrucción mal y tarde, de forma que los docentes apenas contaron con una semana para organizar sus actividades. Era obvio que, con ese sutil gesto de desprecio a la ley (y a la memoria de las víctimas), el gobierno andaluz buscaba agradar y sumar apoyos (imprescindibles) entre el partido de extrema derecha Vox, cuyas pasiones tristes, en palabras de su líder, Santiago Abascal, dicen representar «la voz de aquellos que tuvieron padres en el bando nacional y se resisten a tener que hacer una condena de lo que hicieron sus familias».
La lucha por la memoria es una lucha social y política en la que se libran cuestiones de poder institucional, simbólico y social
¿Son estas resistencias a condenar un pasado vergonzoso, violento y traumático un síntoma de la fortaleza del legado memorial franquista, así como del relato fundacional sobre el que se apoyó la transición democrática, con su premisa de echar al olvido? ¿O son, más bien, una muestra de debilidad frente a una cultura de memoria global en la que las amnistías y amnesias de los pasados violentos son ya inaceptables, en la que existe una clara sensibilidad por las víctimas y una apuesta por la reivindicación de la denuncia, la compensación y la prevención?
El pasado, instrucciones de uso
El pasado es siempre un objeto de disputa del presente, donde diversos actores se manifiestan y callan, destacan y ocultan, diferentes narrativas para la construcción de su propio relato. La lucha por la memoria es una lucha social y política en la que se libran cuestiones de poder institucional, simbólico y social. Las conmemoraciones y aniversarios, como este 14 de junio, son prácticas de escenificación social de la memoria colectiva especialmente controvertidas. Contribuyen a la ritualización y normalización de un sentido social determinado con respecto a hechos del pasado que se declaran dignos de ser recordados. Lo hacen frente a otras propuestas que quedan inevitablemente opacadas. Toda política de memoria es, al mismo tiempo, una política de olvido.
Como campo de batalla simbólico, en la conmemoración está en juego algo muy serio: la (re)apropiación de la representación del pasado común, que siempre se construye en torno a los intereses y sensibilidades del presente. En este combate figurado participan los emprendedores de memoria (Elizabeth Jelin), frente a los que denominaremos aquí como inhibidores de memoria: los primeros buscan señalar, valorar y conservar aspectos del pasado que consideran especialmente significativos y legítimos para, al menos, una parte de la comunidad. Los contrarios a esa interpretación exigen restar, o incluso borrar, el sentido que los otros quieren celebrar, en favor de su propia versión de los hechos.
A los inhibidores de memoria les parece inaceptable escenificar institucionalmente las luchas y demandas de los familiares de víctimas de la guerra y la dictadura, a quienes siguen acusando de querer abrir heridas
Estas tensiones no son un problema específico del debate de la memoria contemporánea en España. Como explica Aline Sierp, en la cultura de la memoria en defensa de los derechos humanos, la sociedad civil y los legisladores de casos prominentes como Argentina, Camboya, Sudáfrica o Alemania, han discutido cómo lograr un equilibrio entre la reconciliación, la restauración y la conmemoración. También ocurre en las guerras de memoria a nivel europeo: si uno mira con detenimiento, por ejemplo, la elección del “Día Europeo de Conmemoración”, comprenderá que la decisión de recordar el 23 de agosto de 1939 (fecha del Pacto Ribbentrop-Mólotov), en lugar del 9 de noviembre de 1989 (marcado por la Caída del Muro de Berlín), es producto de negociaciones y mediaciones entre una correlación de fuerzas de memoria que optó por un relato unificador del pasado del viejo continente que contenta a todos y a nadie al mismo tiempo.
El 14 de junio conmemora el primer intento de exhumación pública de una fosa común del franquismo en Andalucía, allá por 2003. Es una fecha que tampoco satisface plenamente a nadie: las asociaciones memorialistas preferían recordar el 18 de julio, un día de mayor calado simbólico, por ser la fecha en que dio comienzo la represión de una buena parte de la sociedad andaluza a manos de los militares sublevados en Marruecos. Un problema de las políticas de victimización es, de hecho, que suelen olvidar señalar a los perpetradores y sus violaciones de los derechos humanos en favor del homenaje (merecido y de justicia) a las víctimas. De ese problema adolece también la ley andaluza, por lo que entendemos que no es eso lo que molesta a quienes se consideran herederos morales del régimen franquista. A los inhibidores de memoria les parece inaceptable escenificar institucionalmente las luchas y demandas de los familiares de víctimas de la guerra y la dictadura, a quienes siguen acusando de querer abrir heridas.
En El pasado, instrucciones de uso, un librito (por breve) clave para entender las relaciones entre memoria, historia y los usos públicos del pasado, Enzo Traverso afirma que hay «memorias fuertes» y «memorias débiles». Según el intelectual italiano, son más fuertes aquellas memorias oficiales que, apoyadas por políticas específicas, aseguran su conservación pública y el recuerdo institucional. Dentro de estas memorias fuertes, podemos distinguir entre memorias por imposición, como ocurre en los estados totalitarios; y memorias que se acuerdan por un consenso basado en la supuesta legitimidad parlamentaria de los estados democráticos. Por el contrario, son más débiles las memorias que, soterradas, reprimidas o escondidas, no encuentran la visibilidad y el reconocimiento públicos al que aspiran sus actores sociales. Pero las posiciones que toman los adversarios en la pugna por la rememoración colectiva no son fijas ni inmutables, sino, más bien, variables. Las memorias en colisión van fortaleciéndose o debilitándose a lo largo del conflicto, intercambiando incluso el reconocimiento social y la legitimidad de su verdad. En definitiva, siempre que el debate público sea posible, la disputa contribuye a la revisión permanente de unos marcos sociales de la memoria colectiva más o menos estables.
Frente al Goliat de la impunidad
En el caso que nos ocupa, el movimiento memorialista ilustra muy bien los ingentes esfuerzos que debe hacer una memoria débil para ganar fuerza y reconocimiento público e institucional. A nadie se le escapa la alargada sombra de la memoria oficial del franquismo, así como la hegemonía del consenso pactado durante la gran amnesia colectiva de la transición. Aunque es verdad que en los primeros años de democracia se tomaron algunas medidas de reparación a víctimas de la guerra, siempre fue una parte de la sociedad civil (y no el estado democrático, ni la Constitución, ni ninguna otra ley), la que batalló frente al Goliat de la impunidad. En la anécdota de Imbroda y los envites de la ultraderecha vemos cierto debilitamiento de aquel discurso, pero también se hace evidente que, en materia de memoria, las leyes nunca son suficientes, ni tienen la última palabra. De hecho, pensamos que así debe ser, porque lo importante aquí es el hecho de que exista el debate: en ello está el reconocimiento público de los conflictos y un reequilibrio de fuerzas de los diversos actores sociales y políticos, de la pluralidad de miradas al pasado que cualquier régimen democrático debe procurar incorporar a sus imaginarios sociales.
Como en tantos otros aspectos del control de la calidad democrática, la responsabilidad de los medios de comunicación con respecto a la gestión del pasado es brutal. En tiempos de noticias falsas que sólo buscan el click de gatillo fácil y memoria corta, corregir las injusticias y desequilibrios históricos implica también una apuesta por minimizar la atención a las memorias tristes de los inhibidores de memoria. Porque aún hay muchas otras memorias débiles que también reclaman y merecen su espacio y su reconocimiento en la esfera pública, insertas como están en guerras culturales subterráneas, pero igualmente urgentes: las del pasado colonial reciente en el Sáhara Occidental o en Guinea Ecuatorial, las de la represión de las personas racializadas, las de las comunidades discriminadas por su identidad sexual o, ahora que estamos en tiempo de pandemia, la de los enfermos de sida, por citar algunas. No deberíamos permitir que, también a ellas, se les vaya haciendo tarde. Además, estoy convencido de que todo esto le parecería oportuno a un periodista, antifascista y demócrata, como fue Manuel Chaves Nogales.