We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Memoria histórica
¿Qué es lo que hay que recordar para no repetir qué?
En uno de los más sobrecogedores fragmentos de la película documental Shoah (Claude Lanzmann, 1985), el realizador francés pide a Abraham Bomba que cuente cómo sucedió, cómo acabó siendo uno de los peluqueros del campo de Treblinka. La escena tiene lugar en una peluquería de Tel Aviv que el director ha alquilado para filmar la entrevista. Bomba, que por entonces ya estaba jubilado, ofrece su testimonio de superviviente del Holocausto mientras corta el pelo a un cliente. Reflejado en el espejo de la barbería, observamos al grupo de parroquianos que escucha atento el relato —más bien mecánico— de una experiencia inimaginable. El rumor del abrir y cerrar de tijeras marca el ritmo de la acción y rellena los huecos que dejan los pesados silencios del peluquero. Habla de su trabajo en el interior mismo de las cámaras de gas, cortando el pelo a mujeres que desconocían su destino fatal. Mujeres que, a menudo, eran vecinas y amigas de su Czestochowa natal.
Abraham Bomba tiene un nudo en la garganta que el espectador, incómodo, puede sentir al tragar
En un determinado momento, Bomba cuenta que un compañero peluquero, buen amigo suyo, ve entrar a su mujer y hermana en la cámara de gas. La voz del barbero de Treblinka se quiebra, el plano se acorta y vemos que el testigo oculta su rostro tras un paño azul durante unos segundos. Lanzmann no aparece en escena, pero oímos su voz: “Continúe, Abe. Debe hacerlo”. “Es demasiado horrible. No prolongue esto, por favor”, replica el peluquero mientras niega con la cabeza. “Por favor. Tenemos que hacerlo. Usted lo sabe”. Bomba asegura que no va a ser capaz de hacerlo. “Se lo ruego”, insiste Lanzmann. “Le dije que hoy sería muy duro”. Abraham Bomba tiene un nudo en la garganta que el espectador, incómodo, puede sentir al tragar. El testigo hará de tripas corazón. Concluirá su testimonio por el deber que se ha impuesto.
La potencia del testimonio de Bomba, la voz que le exige recordar y, en definitiva, el impresionante film de Lanzmann —que muy pronto se convertirá en una película-evento, en términos de Nancy Berthier— responden al paradigma moral del “deber de memoria”: hay que recordar para que nunca más se vuelva a repetir el horror.
Este mandato de recordar, como un acto casi religioso, cuenta con antecedentes diversos y poderosos
El concepto de deber de memoria tomó relevancia en Europa tras la producción literaria de los testigos del Holocausto después de la Segunda Guerra Mundial (los relatos de Primo Levi, Elie Wiesel, Jean Améry o Robert Antelme), pero no se instauró como modelo memorial canónico hasta las décadas de los setenta y ochenta. No obstante, el peso de este mandato de recordar como un acto casi religioso cuenta con antecedentes diversos y poderosos: desde el Zajor bíblico (Acuérdate, en hebreo) al imperativo categórico de Adorno (que Auschwitz no se repita) o incluso el archiconocido aforismo de Santayana de principios del siglo pasado (aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo).
El giro memorial
Aunque pueda sonar contradictorio, la memoria acumula su propia historia. Los sentidos e interpretaciones del pasado se van transformando con el tiempo y varían según el escenario (geográfico, pero sobre todo político, social, cultural). No es lo mismo recordar hoy que ayer. Por eso merece la pena preguntarse por cómo será el pasado mañana (o mejor, cómo queremos que sea): la memoria es un patrimonio común.
“Considero ese estilo de pensamiento dañino [se refiere a la cualidad preventiva de la memoria que prescribe la cita de Santayana] por la expectativa que levanta, y porque ha contribuido a consolidar memoria y olvido como dilemas existenciales, cuando son realidades políticas. Es mucho más sensata, históricamente, la advertencia de Levi: si ha sucedido, puede volver a suceder. Yo añado: con o sin memoria”. Se lo dice el historiador Ricard Vinyes (‘El estado y la memoria’, ‘Asalto a la memoria. Impunidades y reconciliaciones, símbolos y éticas’) a la socióloga Elizabeth Jelin (‘Los trabajos de la memoria’, ‘La lucha por el pasado. Cómo construimos la memoria social’) en ‘Cómo será el pasado. Una conversación sobre el giro memorial’ (Ned Ediciones, 2021), un libro avalado por el trabajo intelectual y el compromiso político de sus autores, que viene a sumarse a otros encuentros —editoriales y más allá— en los que han participado juntos de una u otra manera, como el ‘Diccionario de la Memoria Colectiva’ (Gedisa, 2018).
Vinyes alerta de los peligros de la judicialización de la memoria, condicionada siempre por el tiempo presente
Para Vinyes, el giro memorial actual responde a la tendencia por entender la memoria, no como un deber con capacidades profilácticas o preventivas, sino como un derecho civil que ha de salvaguardar todo modelo garantista mediante políticas públicas de memoria: “Es el reconocimiento de ese derecho lo que (...) genera en la administración pública un deber, el de garantizar el ejercicio de ese derecho a la ciudadanía, el derecho de acceder por igual no sólo al pasado, sino a las representaciones del pasado, para designar lo ejemplar del pasado”. Aunque aboga por gestionar la memoria como un patrimonio público, ético y democrático, alerta de los peligros de la judicialización de esas representaciones, condicionadas siempre por el tiempo presente. Así, pone los ejemplos de la Ley Gayssot (1990) —destinada a reprimir todo propósito racista, antisemita o xenófobo— y la Ley Taubira (2001) —en reconocimiento de la trata de esclavos y la esclavitud como crimen contra la humanidad— en Francia, la Ley de Amnistía (1977) y Ley de Memoria Histórica (2007) en España o la normativa polaca de 2018, que prohíbe mencionar la complicidad polaca con el nazismo: “Las leyes memoriales establecen relatos administrativos derivados de intereses administrativos, los que sean, y son peligrosas porque bajo la apariencia de verdad cortan el debate y estabulan la memoria”.
En esa misma línea, Elizabeth Jelin advierte de la tentación de fetichizar ciertos relatos monocordes del pasado que terminan ocultando la diversidad y el conflicto. En una visita al Museo de la Resistencia en Amsterdam descubre que los estudiantes holandeses, hijos de inmigrantes, que visitan el lugar, no se ven representados en ninguno de los tres relatos (complejos) que narran los dilemas de un país bajo la ocupación nazi: colaborar, resistir o sobrevivir. Lo que en su momento fue un esfuerzo por incluir diversas sensibilidades y tomas de posición, es hoy un relato excluyente.
En relación a las víctimas, siempre asociadas a la memoria, Jelin pone sobre la mesa otro derecho: el silencio (“El testimonio puede ser sanador; puede también convertirse en un ejercicio de revictimización”) y plantea preguntas inquietantes: “¿Se han construido democracias mejores [en las sociedades en las que hubo políticas y reclamaciones de memoria]?”, “¿qué del pasado hay que promover como recuerdo para qué objetivo del futuro?”, “¿qué es lo que hay que recordar para no repetir qué?”. La respuesta está implícita, claro: lo que hemos de recordar es la buena memoria; es decir… la mía.
Contra la memoria-monumento
En poco más de cien páginas el texto condensa, en forma de diálogo, un panorama rico en preocupaciones y críticas a lugares comunes acerca de la gestión de la memoria pública, sobre la que ambos autores han profundizado en sus maduras trayectorias académicas y políticas. A lo largo del intercambio van aflorando asuntos como las disputas de poder para apropiarse de los sentidos del pasado, su legitimidad en la esfera pública, los procesos de institucionalización de la víctima (su sacralización y su revictimización), las leyes de memoria, la crítica a la crítica del “Régimen del 78”, el mandato de recordar como supuesta garantía de prevención y redención o el cuestionamiento del papel del museo o del turismo.
Se citan ejemplos como Villa Grimaldi (Santiago de Chile), el Museo Memorial del Holocausto (Washington), el Parque de la Memoria o la ESMA (Buenos Aires), el Memorial de Caen (Normandía), el Valle de los Caídos, la prisión de Tuol Sleng en Camboya o el osario de Sedlec, en la República Checa, “cuya recomendación publicitaria en la guía virtual se halla acompañada de un comentario sorprendente aunque revelador (hilarante, en realidad): There were no horrors committed here – it is an ossuary. Creepy, but irresistibly beautiful”. Es un ejemplo de tanatoturismo, esa inquietante fascinación del turista por visitar lugares asociados con la muerte, la tragedia y el trauma (y el interés económico que dicho negocio suscita). También discuten sobre las dudas que provocan los discursos de la paz y los derechos humanos que acaban por enmascarar impunidades, como el caso del Museo de la Paz de Hiroshima (que “ha utilizado la paz para blanquear las responsabilidades de las élites japonesas conservadoras”) o “el uso del discurso de los DDHH que hicieron Ríos Montt y los militares guatemaltecos mientras cometían un verdadero genocidio”.
El tanatoturismo, esa inquietante fascinación del turista por visitar lugares asociados con la muerte
Todo debate sobre la memoria implica hablar de identidades colectivas y contradicciones identitarias que llaman la atención de los autores. Discuten sobre instituciones como la Unión Europea e iniciativas como la Casa de la Historia Europea, inaugurada en 2018, que tiene por objetivo demostrar que la nación europea existe (y para ello cuenta con doce millones de euros anuales, tras un coste inicial de 77 millones).
Cualquiera que se interese por los usos políticos del pasado reconocerá el esfuerzo de los que departen por deshacer el canon memorial implantado desde la segunda guerra mundial, compartiendo un buen número de ejemplos prácticos tomados de uno y otro lado del Atlántico, y posicionándose ante la monumentalización de la memoria, ante la memoria como cerradura; porque cualquier representación y apropiación permanente de la memoria puede ser un peligroso punto y final identitario.