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Memoria histórica
Retrato de un fusilamiento: falangistas a caballo, una corbata roja y nueve republicanos desaparecidos
Darse de cabezadas contra un muro. Una “minoría dominante” ha tratado de hacer desaparecer todo un cacho de mundo, en una céntrica calle de un pueblo, durante más de 40 años —ya para cumplir 50—. Tratar de eliminar del planeta lo que fue la Casa del Pueblo, siquiera un milímetro cuadrado de tierra, donde unos y otros defendieron su vida, pero se la arrancaron, es como empotrar la cabeza contra un muro para tirar el muro. Imposible. Imposible, porque aún quedan voces bajo los pies. Aquí nadie podrá dormir hasta que regresen.
Pues sí, lo han intentado a cabezazos. Que nadie piense, que nadie hable. Pero se los llevaron, lejos, tan lejos, tan lejos, que solo volvieron tras 85 años, después de un viaje de 12 kilómetros de ida y toda una vida de vuelta. Tratar de hacer que el tiempo corra y nadie recuerde que se los llevaron de Antigüedad de Cerrato, villa palentina rodeada de trigales y burros (lo prometo, muchos burros) donde ahora planea, rígido, un avión de combate F4 Phantom que homenajea a los pilotos que tuvieron allí su cuna. Se los llevaron y los fusilaron. A Teodosio Román de la Cruz, a Basilio y Cecilio Aita Rayaces, a Antonio Bande López, a Julio Barcenilla Barcia, a Aurelio Benito Clavero, a Máximo Lázaro González, a Ubaldo Ortega Llorente. En 1938, Jacinto Gil González murió encarcelado por una bronconeumonía en una mugrienta celda donde permanecía, según su hijo, secuestrado; Marcelino Fuente Lora falleció en una explosión mientras hacía trabajos forzados por el Régimen —pensó que descargar artillería facilitaría su liberación—. A casi todos ellos, republicanos, les condenaron por haber pisado la Casa del Pueblo.
Quisieron que no se hablase de ella, por eso quemaron la Casa del Pueblo. No pudieron con el recuerdo indeleble de los que pudieron preguntar
Quisieron que no se hablase de ella, por eso la quemaron. Y ni así: harían falta burros con cabezas más grandes, cancerberos de no tres, sino ocho cabezas, más fascistas, señores de negro y sotana más traidores, chivatos y cobardes. No pudieron con el recuerdo indeleble de los que pudieron preguntar. Teodosio era el presidente de la Casa del Pueblo, que ardió. Y mi madre su nieta. Y mi abuelo era un niño, pero terminó sabiéndolo todo. Sabiéndolo y callándolo todo. Y cuando alguien preguntó (siempre hay alguien que lo hace), el recuerdo quedó recordado con la más pegajosa de las sustancias: la que pasa de la tristeza a la rabia contenida y termina en la mella que llevaremos siempre.
En un trabajo de memoria oral recogido en un breve tomo documental, el catedrático en psicología y docente jubilado José-María Román Sánchez, nacido en este mismo pueblo, cuenta que tras quemar la Casa del Pueblo desapareció el edificio para siempre, porque no se reconstruyó. Durante décadas la Casa del Pueblo fue una escombrera que enterraba una verja de hierro del balcón, la última huella de lo que pudo ser. Estaba —y me gusta pensar que está, ahí abajo, muy abajo, sedimentada, aún está— a la orilla izquierda del arroyo de Valdegarón, cerca de una iglesia que luce un hermoso atrio. Román Sánchez ha preguntado sobre la Casa del Pueblo a los que antes escucharon a sus padres y abuelos, quienes les insistieron. Ellos tuvieron la paciencia tierna. Hace falta mucha espera para contar cómo de partido, de roto, está tu árbol. Pero cuando le pregunto a mi madre su respuesta siempre es dudosa.
—No recuerdo —piensa en alto y titubea—. Esto no llegué a preguntárselo a mi padre… Bueno, es que se alteraba mucho cuando hablaba de esto y yo… me asustaba —concluye.
Román Sánchez, el autor del libro, cataloga como “falso desconocimiento” a lo que creemos que existe en un lugar donde trigo, cebada y miedo se han sembrado durante toda una dictadura. “En un pueblo pequeño todo se sabe. Solo es necesario un poco de habilidad y el momento y el lugar adecuado para hacer algunas ‘preguntas sensibles’”, señala. La Casa del Pueblo, por tanto, es un lugar que perdura a pesar del intento por segarla de la memoria.
La historia, editada por el Ayuntamiento del mismo pueblo, fue presentada durante la Semana Cultural. El anfiteatro, apunta Román Sánchez, estaba, para su sorpresa, a rebosar. La Casa del Pueblo volvía al lugar del que quisieron arrancarla.
Ni siquiera cargaron con sus cadáveres: disparo en la cabeza en lo alto de una ladera para que cayesen rodando hasta la fosa.
Se dice que la institución de la Casa del Pueblo se inauguró en abril de 1931 con copa de vino en mano, y que su presidente, Teodosio, mi bisabuelo, emocionado y arropado por la foto de Niceto Alcalá-Zamora, el tesorero y la bandera tricolor, simplemente dijo “¡Salud y República!” y fue contestado con un “¡Salud!” unísono. Queso, chorizo y hogazas de pan en la mesa larga y austera acompañaban. Teodosio fue su primer presidente (1931-1936). Y el último. Tenía 45 años y seis hijos, a los que alimentaba como carbonero y jornalero. El secretario era Máximo, de 36 años; tesorero, Basilio, de la misma edad, casado con la hermana de Máximo; como vocal trabajaba Cecilio, de 30 años. Todos fueron “sacados”, en fechas diferentes, explica Román Sánchez. Todos, al parecer, fueron encarcelados en el convento del pueblo de al lado, Baltanás. Pero no hay duda de que todos fueron asesinados en El Portillo, en la periferia. Ni siquiera cargaron con sus cadáveres: disparo en la cabeza en lo alto de una ladera para que cayesen rodando hasta la fosa.
Mucho de todo esto lo sabemos por el trabajo memorialista, que siempre es arduo. Y largo. Lo sabe el historiador palentino Pablo García Colmenares, quien desde hace décadas viene denunciando la falta de una justicia transicional capaz de afrontar la reparación Han sido las más de 20 agrupaciones del asociacionismo de Palencia las que han suplido esa falta de esfuerzo institucional. También lo sabe Román Sánchez, que se ha basado en la prolífica obra de recuperación histórica de víctimas de la guerra y el franquismo en la zona para plantear su tomo en recuerdo de la Casa del Pueblo de Antigüedad. Una organización única para un pueblo tan pequeño. Un lugar que hasta hace poco parecería no haber existido nunca.
En la Casa del Pueblo almorzaban, debatían, se juntaban. Montaron una peluquería, una biblioteca y una humilde escuela de adultos nocturna. Los domingos se leía en voz altaLa Casa del Pueblo, en pocos años, se convirtió en la vida de muchos. Y también en la muerte injusta de tantos. Era el lugar donde almorzaban, debatían y se juntaban (porque estrenaban su libertad y derecho a juntarse). Traían de Baltanás el semanario El Obrero de la Tierra —órgano de expresión de la FETT, parte de la UGT— y El Socialista —vinculado al PSOE—. Al principio eran una veintena, de una población de 1.483 vecinos. No todos sabían leer así que siempre, un domingo, un día sin jornal, alguien lo hacía en alto. Como un altavoz. La discusión solía girar en torno al aumento de los jornales, la fijación de un salario mínimo semanal asociado al precio de las subsistencias, la jornada máxima de trabajo, la igualdad salarial entre hombres y mujeres, obligación de los terratenientes a participar en los perjuicios inevitables… Allí también se formaban políticamente escuchando hablar a invitados anarquistas y socialistas. Había servicio de peluquería (los testimonios orales que recoge el documentalista de esta historia así lo prueban). Iba creciendo la biblioteca popular, aceptando libros de otros pueblos. Organizaron una humilde escuela nocturna para adultos: leer, escribir y cálculo.
—No sé… puede ser. No lo sabía —vuelve a dudar mi madre.
En las semanas previas al golpe militar, en 1936, en el Cerrato resonaban los sucesos de Antigüedad. Tras el Primero de Mayo celebrado en Baltanás, al que acudieron una docena de antigüedeños en carro, una algarada de falangistas de ese pueblo aliados con los de Antigüedad atacaron la Casa del Pueblo durante el 2 y 3 de mayo. La Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FENT) lo denunció ante los juzgados tildándolo de “provocaciones fascistas” contra los militantes de la Casa del Pueblo y “contra la República misma”. La denuncia recoge nombres y apellidos de quienes a caballo recorrieron el pueblo “dando vivas al fascio y mueras a la República”.
La denuncia recoge nombres y apellidos de los falangistas que a caballo recorrieron el pueblo “dando vivas al fascio y mueras a la República”
Al día siguiente, se lee en el atestado, el vecino Isidro Frías fue violentado a la entrada del baile por llevar una corbata roja (se la arrancaron con saña y le quisieron linchar). Isidro quiso refugiarse en la cantina donde otros doce obreros afiliados, entre ellos Teodosio Román, echaban el rato. A Teodosio, portando “un cuchillo de largas dimensiones” lo amenazaron dos hermanos, que también figuran con nombre y apellidos.
A nietos y biznietos corresponde saber quiénes eran sus abuelos y bisabuelos y contra quién apretaron el gatillo. Para apretar el gatillo no solo hace falta una mano: hay un amedrentador, un chivato, un acompañante, otro que se vanagloria, alguno que cree estar haciendo lo correcto, uno más listo que otro, unos pocos que lo hacen por dinero y todo un sistema de reacción. Quizá tu bisabuelo fue alguno de ellos.
Un niño y un vecino, testigos
El 19 de julio de 1936, algunos miembros de la Casa del Pueblo “salieron al balcón y subieron al tejado, ondeando la bandera de la República y banderas rojas del sindicato (dando vivas a la República, de apoyo al Gobierno y en contra de los sublevados) que para los chicos del pueblo fue un espectáculo sorprendente y que no comprendíamos”, documenta Román Sánchez a raíz del testimonio del que era un niño saliendo de misa ese domingo.
Una vez desvalijado su interior, enarbolando un último viva al fascio, quemaron el lugar. Con una lista en la mano, fueron a por quienes habían ocupado durante cinco años la Casa del Pueblo
Fue el último gran grito de muchos de ellos. Y uno de sus últimos alientos. La casa la cerraron unos hombres con camisa azul y armados. Ocurrió a finales de agosto, muy de madrugada. Una vez desvalijado su interior, enarbolando un último viva al fascio, quemaron el lugar. Con una lista en la mano, fueron a por quienes habían ocupado durante cinco años aquella institución. Así se expresó un vecino, también con miedo, a quien aquel amanecer pilló con ojeras y despierto.
—Pf, de verdad que no sé —vuelve a dudar mi madre.
—Alguien lo tuvo que ver, claro —sospecha Jesús, primo de mi madre.
Ángel es el hijo de Teodosio. Jesús, hijo de Ángel y nieto de Teodosio, recuerda que el primero en ser llamado fue su abuelo, mi bisabuelo. Pero también fueron a por su padre. Todo se precipitó un 16 de agosto, cuando el alguacil citó en el Ayuntamiento a quien presidía la institución socialista ya derruida. Ambos estaban segando y se dieron de bruces con la noticia al volver. El 17 de agosto fue detenido Teodosio. Ángel fue citado tres días después. En el Ayuntamiento, con otro puñado de retenidos, fueron golpeados con fustas y palos. Siguiendo el camino que su padre había recorrido forzosamente, Ángel acabó en Baltanás. El 8 de septiembre, todos los secuestrados de Antigüedad son ejecutados. Ángel se entera de la noticia estando entre barrotes: se le acusaba de ondear banderas rojas. Exacto, padre e hijo, Ángel y Teodosio, habían estado trabajando poniendo banderolas de ese color como peones de camino. Esto lo puntualiza Jesús, hijo de Ángel, mientras revive cómo su padre lo contaba dolorosamente.
A Ángel lo encarcelaron y solo salió para ir, obligado, a la batalla del Ebro junto a las fuerzas sublevadas que habían asesinado a su padre. A él no lo mataron, pero se vengaron con saña
Con la tristeza en los bolsillos, Ángel, sin juicio ni explicaciones, estuvo encarcelado ocho meses a 12 kilómetros de su casa, en el pueblo de al lado, y en las Escuelas de Berruguete, en la capital. Solo salió para ir a la guerra, sin haber cumplido los 19 años, obligado por las fuerzas sublevadas a acudir a la batalla del Ebro, la más sangrienta de las que se libraron. Obligado a defender a los que habían asesinado a su padre. Finalmente, el servicio militar obligatorio. No lo mataron, pero se vengaron con saña, como contaba su hijo Jesús: le apalizaron en el Ayuntamiento, le arrebataron a su padre, le secuestraron ocho angustiosos meses, le obligaron a luchar para los golpistas y le exigieron servicio militar. Su madre no recibió pensión de viudedad alguna, pues su marido no constaba como muerto, sino como desaparecido. Trataron de lograr dos firmas de vecinos de Antigüedad que demostraran que Teodosio había fallecido. Nadie firmó. Ángel falleció en 2006.
“No sientas pena por mí. Ve al campo, a los cerros y los valles. En ellos te encontrarás un trozo de mí. Mira a los jornaleros que te rodean y en cada uno de ellos verás algo de mí”.
Un verdugo de Baltanás contó que uno de los fusilados —esto es un detalle que recoge Román Sánchez y que ha sido imposible de contrastar— arrancado de Antigüedad soltó un “¡Viva la República!” antes de morir tiroteado. El conocido asesino (se cuenta, casi siempre borracho) conservó un manuscrito de uno de ellos donde, no textualmente, se documenta que decía, en dirección a su amada: “No sientas pena por mí. He sido feliz a tu lado. Ve al campo, a los cerros y los valles. En ellos te encontrarás un trozo de mí. Mira a los jornaleros que te rodean y en cada uno de ellos verás algo de mí”.
Ni mi madre ni su primo pueden más que dudar sobre ello, ni constatarlo ni desmentirlo
En la provincia de Palencia se han contabilizado 66 fosas. Entre el año 2000 y 2021 se han producido 19 exhumaciones científicas y se han recuperado en ellas 261 represaliados. Hasta ese año 2021, hasta 21 cuerpos fusilados estaban perdidos bajo la tierra de El Portillo de Hornillos, una zona de ladera perfecta para no cargar con ejecutados. En ese lugar, Ángel, tío de mi madre, siempre echaba un suspiro. Sabía que estaban en algún palmo de toda esa extensión, ahí donde alcazaba la vista. Su hijo, Jesús Román Prádanos, estuvo más de 30 años hasta que le devolvieron a su abuelo, con los perceptivos análisis que validaban toda la historia. Hoy, dos años después, Jesús sigue sin descansar: “Siempre lo he dicho: sin revanchismo, ni olvido ni perdón para quienes asesinaron a los nuestros. Hasta que no quede ni uno solo”.
Eran labradores, jornaleros y carboneros. Una austera placa con sus nombres, en el cementerio, recuerda la defensa de la vida que hicieron; una vida que, sin remedio, tuvieron que dar. No sería hasta el 18 de mayo de 2021, tanto mirar aquella ladera, que aquellos nueve a los que hicieron desaparecer, descansaron. Por enseñar a leer y escribir; por sentarse, todos ellos, alrededor de una mesa; por unir los brazos segar juntos; por bailar con la corbata roja y no levantar los ojos de la tierra; por socialistas, por republicanos; por todo ello, 85 años de duelo.
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Afortunadamente, la Diputación de Palencia ha digitalizado todos los censos electorales de la provincia desde 1890 a 1925: https://www.diputaciondepalencia.es/sitio/cultura/censos-electorales
Como ejemplo, el censo de 1935 de Antiguedad, la localidad señalada por el autor, donde aparece por última vez su bisabuelo y familia (recordad también, que ya en la República las mujeres pueden votar y ya aparecen en los censos): https://www.diputaciondepalencia.es/system/files/2022-05/1935_ANTIG%C3%9CEDAD.pdf
A los fascistas no les valió con fusilar y hacer desaparecer a todos los republicanos y demócratas, esque encima querían hacer olvidar, por la fuerza, tanto a ellos como sus ideales.
Es cierto que es tarde para encarcelar a los verdugos fascistas, pero si es posible reparar a las víctimas y sus familiares, así cómo conocer quiénes fueron sus asesinos. Ni olvido, ni perdón!