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México
Del cielo a la tierra: narrar la memoria en el trópico
Estar desamparado por un terremoto es un hecho, comerse el desamparo es un acto. Entre hecho y acto, el Istmo de Tehuantepec en Oaxaca, amplió el territorio de la memoria para permanecer lejos del olvido. He aquí el relato de cómo una comunidad mexicana ha buscado salir del oprobio desde aquel 7 de septiembre de 2017, cuando la tierra cimbró y el cielo lo anunció.
A Gerardo, José y Laura Elena.
Septiembre de 2017 es un hecho bisagra en México, la tierra nos cimbró e hizo vibrar los recuerdos más recónditos para encontrar en ellos, un escape al miedo. La memoria, un resabio que removió su músculo de origen, hizo recordar que, ante la tragedia, los relatos de los abuelos acerca del cielo son un reducto de esperanza y precaución, el conocimiento pretérito es en sí mismo, una hilaridad hacia el porvenir. Como cuentan las personas mayores en Santo Domingo Tehuantepec, lugar de cierta presencia zapoteca: “si el cielo está aborregado, salgan de casa, va a temblar”. Los primeros días de septiembre de 2017, el Istmo de Tehuantepec en Oaxaca, atestiguó un firmamento por demás peculiar y la historia quedó develada.
En gran parte de su obra, Borges se ocupó de dilucidar la idea del tiempo como un territorio de conocimiento y sabiduría. Suscitar la idea de temporalidades, es ubicar nuestra memoria, esos recuerdos que evocan soledades y alegrías, emociones duales que nos matizan continuamente la vida. Así pues, la memoria colectiva es la identidad que da forma a una sociedad a partir de dichos sentires, los cuales pueden pensarse como categoría política y de resistencia, pero, ¿cómo explicar que la memoria sea un refugio a los dolores del presente?
7 de septiembre de 2017, el día que marcó la vida de millones en México: un sismo con magnitud 8.2 sacudió la noche del trópico y con ello, develó historias escondidas en lo más recóndito de las alacenas, es decir, formas narrativas clave para entender la etnicidad zapoteca e identidades colectivas forjadas desde el empoderamiento femenino, muchas de estas historias siguen siendo invisibles para el grueso de la sociedad mexicana. Pasaron los días y el panorama era sumamente desolador y no únicamente por el avasallamiento del movimiento telúrico, sino porque, como refiere Juan Villoro, las réplicas más dolorosas de un sismo son psicológicas.
Por azares de mi recorrido como antropólogo, fui encomendado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia para atender junto con un grupo de arquitectos, a la población que vio su patrimonio afectado en la pequeña ciudad de Santo Domingo Tehuantepec, mítico territorio recorrido y disfrutado por Charles Brasseur y Serguéi Eisenstein, así como gozado y registrado por Miguel Covarrubias y Diego Rivera. El trabajo era claro: un registro etnográfico-arquitectónico para reconocer qué ocasionó la afectación en un universo de alrededor de 300 viviendas; el recorrido llevado a cabo, fue una inmersión al dolor y la nostalgia, así como al desconsuelo y a una palpitante esperanza, un viaje a los exilios de la memoria y a la desolación burocrática de un México superado por su propia historia.
En este contexto, hubo tres casos emblemáticos que marcaron el derrotero para saber qué ocurrió, al mismo tiempo de qué nos iluminaron en el qué pasará. La arquitectura nos brindaba un esquema fragmentado, pues únicamente éramos capaces de hacer planos explicando las fallas estructurales que propiciaron los derrumbes de las casas centenarias; la antropología y la pugna por la memoria, otorgaban, por otra parte, la historia vívida como grito ante el olvido y consignaban, asimismo, las formas materiales de urdir un pasado complejo y profundo del cual, los tehuanos son sumamente lúcidos. Así, como describe Ana Ramos, el entramado de las prácticas del recuerdo se convierte en una forma de usar socialmente el pasado, pero, ¿para qué? Don José, el profesor Gerardo y Laura Elena, nos relataron a contrapelo de la tragedia, por qué la memoria es un recurso de resistencia ante quienes pretenden el olvido a través de procesos para un desarrollo uniformizado.
Como ocurrió con otras personas tehuanas, al profesor Gerardo lo conocí en el proceso de realizar su biografía familiar que desembocó en la noche del sismo. Bajo su techumbre derruida, entre el polvo y su relleno de pollo con mole, emergió la pregunta constante, ¿cómo sobreponerse a los dolores de la historia? Con él la respuesta emanó de los escombros: con poesía y hermandad. La tragedia ha visibilizado una inminencia de símbolos que, para el caso del profesor, sólo han esperado ser convocados por la palabra, por un soneto, por los poemas que nos recitó en honor a los sismos y a las casas de Tehuantepec. Y así, la metáfora pervive: los muros de la casa son los brazos de su madre Benita, zapoteca de cuna, es decir, gruesos, cálido-frescos, hechos de la tierra y el maíz, y tal como esos brazos le han dado cobijo, él nos abrazó en ese espacio con su palabra que pugna por la memoria, lo que nos interpela a contar la historia que se revela y rebela bajo los morillos, las biliguanas y el adobe; el profesor nos recuerda siempre que, aunque la tierra nos grita y estremece, el futuro nos pertenece porque seguimos de pie con un diálogo hacia el pasado. A 1 año del sismo, pudo reconstruir su vivienda en aportes de ida y vuelta; vio en su hogar una extensión materna, había que luchar por ella.
En el otro extremo de la ciudad, en el barrio de Laborío, don José abre las puertas de lo que él llama “su casa museo”, una construcción monumental donde se nota la influencia mudéjar que caracteriza a Tehuantepec. Vehemente y con lágrimas en los ojos cuando se trata de explicar los espacios y sus afectaciones, atina a mencionar con voz entrecortada lo siguiente:
Ciertas casas lloran sus soledades, la mía dialoga con la historia. Acá pasaron Porfirio Díaz, Juana C. Romero, Diego Rivera o Rufino Tamayo. Pero aún más importante, este es lugar de encuentro para la cultura tehuana, acá celebramos mayordomías en la sala que se afectó más; esta casa quedará en pie a pesar de los sismos, te lo digo por mi raza y herencia, por Tehuantepec.
A 1 año del sismo y con una ciudad que fundamenta su cotidianidad en un extenso calendario ritual, siguen llegando decenas de zapotecos y mestizos a preguntar si se celebrarán los rezos correspondientes, sin embargo, las afectaciones no lo permiten. A invitación de personal del gobierno federal mexicano, se sugirió derribar parte de la vivienda, pero don José tiene algo claro, si se derrumba su hogar, Tehuantepec ya no será la ciudad de la eterna alegría en el trópico y un refugio de la cultura zapoteca. La casa todavía sigue de pie.
Desde el balcón de don José que tiene una vista excepcional hacia el Río Tehuantepec, se distingue el barrio más antiguo de la ciudad, Santa María Reoloteca, cuna de la estirpe zapoteca en la región y lugar de las viviendas habitadas por los primeros españoles que llegaron, allende cuatro siglos atrás. Ahí vive Laura Elena, una notable bordadora de huipiles quien, durante 40 años ininterrumpidos, ha urdido infinidad de rosas sobre el fieltro, lo que ha dado sentido a los bidaani’guie’ que orgullosas portan sus vecinas en las fiestas titulares de agosto. Sus inspiraciones para plasmar esas maravillosas tramas multicolores, brotan de su propia historia y recuerdo: de su abuela Antonia, quien habitó la hoy vivienda destruida, ella le enseñó a ser una “guerrera tehuana” como refiere con serenidad, a ella dedica cada puntada; de su discapacidad, que le enseñó a imaginar el mundo para escuchar los colores y ver los cantos de los sones de agosto.
La mirada de Laura Elena es de fuego, pero se apagó momentáneamente al recordar en el amplio diálogo que tuvimos, el sismo de septiembre. Un morillo de siete varas colapsó y despedazó su bastidor, destruyendo su única fuente de ingreso y un símbolo que, sin lugar a dudas, es parte de su identidad personal y desde donde borda para el entramado colectivo de su barrio. Porfiada a su tradición, buscó restaurarlo y aunque endeble y a punto de volverse a romper, el bastidor sigue siendo testigo del amor que Laura Elena deja caer en cada trazo y calado. Ella nunca se despojará de sí. Las fiestas de Santa María Reoloteca y la Vela Sandunga será siempre anfitriones de su arte y herencia. A 1 año del sismo, si bien la vivienda sigue derruida, su fuerza no fue suficiente para diluir la memoria material, pasó agosto y los trajes de tehuana lucieron en la pista. Su barrio la celebra.
Al cerrar el año 2017 y tras un sinnúmero de sismos que siguieron azotando la región fuertemente, al acudir a las viviendas de Gerardo, José y Laura Elena, quienes fueron de las primeras personas atendidas durante mi labor en el pueblo, era imposible encontrarlos después de algún movimiento telúrico. En las inmediaciones de la plaza central los veíamos caminar tranquilamente y frente a la pregunta expresa de cómo vivieron los sismos posteriores, los tres argumentaron que nunca los pasaron en casa, sólo veían el cielo cada mañana y rememoraban lo que solían decir los abuelos en Tehuantepec: “si el cielo está aborregado, salgan de casa, va a temblar”. Todos los días de mi estancia en Tehuantepec veía al cielo buscando asir la memoria legada de mis ancestros pues, un cielo aborregado en la concepción tehuana, es un símbolo telúrico. Ahora, la memoria que un día fue de mis antepasados, me es tan propia como la de ellos.
Un nuevo sentido de comunidad está emergiendo en la región del Istmo de Tehuantepec, pues la conciencia activa nunca antes tuvo atisbos a un riesgoso olvido. Narrar la memoria en el trópico representa transmitirla de diversas maneras como conciencia de un tiempo presente, así pues, mientras el antropólogo llegó a pensar e intervenir sobre la tragedia, los tehuanos la silencian pues ahí están los bordes del dolor, la razón y el olvido, pero también la hablan y una posibilidad de su palabra fuerte es llorar para recordar. Paralelamente eso es resistencia, es un nuevo seno de esperanza en una tierra devastada, que se une por la voz emblemática de personas que urdieron su memoria al presente como guiexhoba al fieltro de huipil y con ella, iluminan el futuro de un Tehuantepec derruido. Poesía, bordado y una historia en común, guían la sinuosa vereda donde resuena la inmortal Zandunga. A un año, las grietas siguen presentes en todos nosotros.