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Violencia policial
Sentir la violencia estatal
Tal y como sugirió David Garland en su obra Castigo y sociedad moderna, la imposición de castigos está asociada a toda una forma de entender y ejercer la sensibilidad, al modo en que sentimos la necesidad de un castigo, pero también al modo en que percibimos la forma en que el castigo es sentido por la persona castigada: todo castigo es corporal, se lleva al cuerpo, pasa por un cuerpo que lo siente. Hay una cuestión crucial que ahí se dirime: cómo somos de sensibles ante el daño que el castigo hace sentir a la persona castigada. El castigo, desde que se piensa cómo posibilidad, está impregnado de una (in)sensibilidad que le impulsa.
Nos relacionamos con la violencia estatal, con lo que el estado (nos) hace, desde una sensibilidad específica que posee su historia, sus permisividades, sus límites. Hay castigos que nuestra sensibilidad ha tornado ya inasumibles, como aquellos ligados al suplicio corporal en donde, sin duda, asoma una lógica de venganza que comunica impúdicamente que el dolor sufrido es acaso lo que el castigado debe sufrir por lo que ha hecho. La sensibilidad moderna habría ido paulatinamente alejándose de estas formas de crueldad punitiva, arrancándola de los códigos penales e imponiendo castigos ajustados a una norma que se presume racional, no sólo acorde a derecho sino, también, respetuosa con una sensibilidad que, al parecer, no busca el sufrimiento en sí mismo.
Todo castigo es corporal, se lleva al cuerpo, pasa por un cuerpo que lo siente
Pero asumir este planteamiento en su totalidad, que la crueldad punitiva es ajena ya a esta sensibilidad refinada nuestra, pasada por el tamiz de una civilización occidental que salvaguarda los derechos humanos, no sería sino volver a caer en la autocomplacencia, en el discurso acrítico que ubica la violencia en el más allá del derecho, en las afueras de un estado que se dice democrático. La asunción de que la violencia, como hemos sugerido en la primera parte de este análisis, anida en la arquitectura misma del estado, nos confronta necesariamente con el modo en que podemos llegar a sensibilizarnos ante esa violencia, con el sentido que la damos, con la forma en que nos relacionamos con el sentir que experimenta el cuerpo dañado, castigado.
La violencia estatal se ejerce porque hay una sensibilidad que la impregna y la posibilita, porque se torna insensible ante el sufrimiento que se desprende de su hacer cotidiano
La producción de una vida dañada, del sufrimiento encarnado, no es algo azaroso sino que se asienta en todo un contexto que lo posibilita. Se desprende de unas estructuras políticas, económicas, jurídicas que reproducen desigualdades e injusticias, que perpetúan el castigo que se sufre. Pero en ese contexto, en esas estructuras, hay una suerte de pátina simbólica, más o menos explícita, que las atraviesa, una forma de relacionarse con las subjetividades excluidas, castigadas, inferiorizadas.
La violencia estatal, en sus formatos diversos, se ejerce porque hay una sensibilidad que la impregna y la posibilita, porque no llega a sentir el daño causado, porque se torna insensible ante el sufrimiento que se desprende de su hacer cotidiano. Hay una sensibilidad entumecida, anestesiada, que permite continuar un ejercicio violento, que posibilita que el daño se reproduzca.
El daño se (re)produce, se vuelve a producir, porque no es un hecho puntual, un error en la aplicación del castigo, una manzana podrida que habita en las cloacas de la penalidad. Hay un daño que se puede perpetuar porque está profundamente ligado a una serie de estructuras y contextos simbólicos que lo amparan. Esto no nos ubica un escenario en donde el hacer estatal está marcado en su totalidad por la violencia. Esa aproximación sería demasiado simplista. También hay mecanismos de protección de los derechos, libertades que se salvaguardan y que contienen los resultados obtenidos en luchas pasadas. Pero junto a ello, en algunas situaciones, para algunas personas, la violencia (re)aparece como hecho concreto que reproduce dinámicas consolidadas.
Violencia policial
Violencia policial Sobre la violencia en las manifestaciones
El neoliberalismo securitario que impregna lo punitivo y las reformulaciones de lo bélico, no sólo está atravesado por una maquinaria tecno-político-jurídica que reproduce situaciones de violencia. También está atravesado por unos relatos que van componiendo sensibilidades, un hacer-sentir que legitima el hacer violento. Ambas dimensiones son indisociables.
Por ello, exponer la violencia estatal exige exponer la sensibilidad que la impulsa, hablar de ese sentir que no se espanta ante el daño causado, impugnar su sentido, porque es ahí donde, en gran medida, se establecen las condiciones de posibilidad para que la violencia estatal prosiga sus caminos.
El estado (con)siente la violencia que propaga y que se incrusta en algunos procedimientos normativos, pero también en unas lógicas de excepcionalidad que se invocan ante la gravedad de lo que pudiera pasarnos si no se toman las medidas oportunas.
La atmosfera nociva de lo insensible
Desde ahí se puede revisitar esa madeja de imágenes violentas que hemos evocado en el primero de estos dos artículos. Las situaciones que aluden a la concesión de una medalla a una persona condenada por torturas, la perpetuación de lógicas de funcionamiento carcelario que posibilitan la tortura, la exposición a la muerte que comporta el régimen securitario de control fronterizo, las muertes ocasionadas por una interminable guerra que se dice quirúrgica o los ecocidios que quiebran una vida digna de ser vivida, están todos ellas, en su propia casuística y especificidad, atravesadas por una sensibilidad que facilita y (con)siente el daño causado.
Control de fronteras
Fronteras Ejecuciones, torturas, migrantes abandonados en el desierto… cómo consigue la UE que otros países hagan el trabajo sucio
Pero antes hay algo que posibilita todo eso, antes hay una atmósfera nociva que se ha ido pergeñando, una sensibilidad que no siente lo que le sucede a unos determinados tipos de subjetividad y en la que destaca con fuerza todo aquello que remite a un racismo que impregna normas y sentidos. Y es esto, precisamente, lo que aquí está en juego. El hecho de que haya subjetividades que por lo que son, por el modo en que son leídas simbólicamente, mucho más que por lo que pudieran haber hecho, han caído ya en un posicionamiento que es refractario a su dolor.
Los sujetos despreciables
Hay sujetos que son colonizables, torturables, matables, susceptibles de ser excluidos. Sobre esos sujetos se puede proyectar la violencia sin que se sienta que esa violencia es inasumible. El sujeto racializado (que persevera en un tránsito migrante ilegalizado), el sujeto disidente (que se expone al criticar la precarización de la vida inscrita en un régimen de poder), el sujeto sospechoso de ser terrorista (que habita en una geografía atravesada por el desprecio de la islamofobia), el sujeto excluido (al que se culpabiliza por no haber emprendido correctamente el camino que le aleje de su exclusión), no son sino rostros diversos de unas subjetividades otras sobre las que se puede llegar a proyectar la violencia. No hay aquí nada uniforme, univoco. Hay tensiones, situaciones paradójicas, lógicas diferenciales de reconocimiento, humanitarismos subordinados a lo securitario, acaso cada posicionamiento concreto puede llegar a tener su grado específico empatía, de desprecio. Tan sólo apuntamos a algo previo, a una atmosfera de (in)sensibilidad que impregna a unas subjetividades y que posibilita perpetuar la violencia estatal.
La crítica de la violencia estatal no puede desligarse de la crítica de un régimen de poder sensorial que propicia el despliegue de lo violento. Se pueden (y se deben) establecer toda una serie de protocolos o normativas que, en su cumplimiento mismo, habría de obstaculizar el ejercicio mismo de la violencia, una suerte de contexto político-normativo que habría de venir a fortalecer una visión garantista de los derechos humanos. O, igualmente, se puede (y se debe) enfatizar la imperiosa necesidad de redefinir el ejercicio de una institución como la policía subrayando, para ello, su conexión con el mantenimiento del poder y abogar por una disminución de sus funciones.
Exponer la violencia estatal exige herir la sensibilidad normalizada en la que habitamos, abrirnos a otras formas de estar, ser y sentir
Pero todo ello requiere asumir, a modo de una condición previa que ha de sustentarse en el tiempo, que es necesario sentir la violencia estatal en tanto que violencia, disentir de ese punitivismo impregnado de una sensibilidad anestesiada que se enmaraña con el desprecio indisimulado, sentir la radicalidad de lo inasumible. El análisis de lo punitivo, de la violencia, no puede ser ya ajeno al análisis crítico de sus (in)sensibilidades constitutivas.
Exponer la violencia estatal exige herir la sensibilidad normalizada en la que habitamos, abrirnos a otras formas de estar, ser y sentir. Hacer del disenso una forma de habitar la cotidianidad. Ni es fácil (porque supone repensarnos críticamente sin complacencias), ni hay una única forma de hacerlo (porque la crítica es un ejercicio colectivo que está siempre por hacer). Pero la amplitud de las violencias actuales confiere al disenso una urgencia que no se puede postergar.