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México
Desenterrar el dolor: los desaparecidos de Jalisco

—Te pedimos, señor, con amor y misericordia, que nos permitas encontrar estas almas, padre, y todas las que están aquí. Que nos des luz, padre. No nos vamos a ir hasta que estén con nosotros, señor. Para que regresen a casa, porque su familia los está esperando con amor, porque inocentes o culpables no merecen estar en este lugar. Te pedimos señor que cuides nuestras vidas. Padre nuestro que estás en el cielo… —
Norma, Raúl, Indira y el resto de miembros del colectivo Guerreros Buscadores rezan una oración antes de cada búsqueda. Se agarran de las manos y hacen un círculo. Cierran los ojos y Norma comienza a recitar. Forma parte de su ritual. Hasta que no terminan no pueden empezar. Terminar para empezar. Cerrar un capítulo para abrir otro.
Era un domingo. 20 de abril de 2025. Como en cada búsqueda, varios miembros del colectivo Guerreros Buscadores quedaron en un punto cercano de la ciudad de Guadalajara, en el estado de Jalisco, el estado del tequila. El primero en llegar al punto es Raúl, a las 9:30h de la mañana.
Poco a poco van apareciendo otras personas. Todas ellas llevan una camiseta con un sello en la espalda que dice: Guerreros Buscadores de Jalisco y en la parte delantera una foto, un nombre y una fecha.
La última en llegar es Indira, pero no llega sola. En su coche vienen dos personas más, dos mujeres. Delante de ella un 4x4 con remolque de la Guardia Nacional mexicana. En la parte trasera del pick up un guardia nacional viaja de pie y sostiene una ametralladora que apunta hacia adelante pero que puede moverse en cualquier dirección.
Detrás del primer coche de la Guardia Nacional, en fila india, le sigue: el coche de Indira y otros dos gemelos del primero. Dos todoterrenos de la mismas características y con el mismo señor subido atrás. Llevan un traje de camuflaje verde, rodilleras, casco y portan varias armas. Están preparados para disparar en cualquier momento.
La desaparición forzada es la gran enfermedad del país norteamericano, con más de 125.000 personas en paradero desconocido
Indira es la líder del colectivo Guerreros Buscadores y su teléfono suena una vez cada 15 minutos, aproximadamente. La frecuencia aumentó a raíz del hallazgo del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, una especie de campo de exterminio y entrenamiento del crimen organizado. Desde entonces el gobierno mexicano le ha asignado tres camionetas de la Guardia Nacional que la deben seguir a todas partes, por seguridad.
Minutos después de llegar al punto de encuentro, Indira saca su celular del bolsillo, muestra unas imágenes al resto de sus compañeros y les explica algo:
—Nos han llegado estas imágenes desde un perfil anónimo a la página de Facebook del colectivo, es extraño porque son imágenes satelitales que incluyen un vídeo en 3D que marca con una línea amarilla y otra roja el recorrido para entrar en la casa y muestra los puntos clave donde están enterrados los cuerpos. No todo el mundo se toma la molestia de hacer ese tipo de imágenes y de enviar planos de la casa—, insiste.
Esperan encontrar varios cuerpos, según decía en el mensaje. “Ocho de cada diez búsquedas son positivas”, explica Raúl, que lleva buscando a su hijo, Raúl Servín Galván, desde hace siete años.
Jalisco es el estado mexicano con el mayor número de desapariciones forzadas de México, con más de 15.500 personas desaparecidas a día de hoy. La desaparición forzada es la gran enfermedad del país norteamericano, con más de 125.000 personas en paradero desconocido, según el registro de la Secretaría de Gobernación, que recoge datos del último siglo.
“Mi carpeta lleva estancada desde el 2020”, dice Indira, denunciando la falta de colaboración del Estado para buscar a su hermano, Jesús Hernán Navarro Lugo
El concepto de desaparición es algo más complejo de lo que uno pueda imaginarse en occidente. Una persona desaparecida es aquella que ha sido secuestrada o captada por miembros del crimen organizado —cómo cárteles u otros grupos criminales— y a partir de ahí se ha perdido el rastro de ella. Bien puede seguir secuestrada llevando a cabo trabajos forzados en alguna parte o bien puede haber sido asesinada y enterrada o escondida de forma que resulta muy difícil hallar su cuerpo. Normalmente suele ser la segunda de esas posibilidades.
Algo importante aquí y que juega un papel clave en este fenómeno es el rol del gobierno y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado mexicano, que en muchas ocasiones actúan siendo cómplices directa o indirectamente de estos crímenes. A veces ocultando información. “Mi carpeta lleva estancada desde el 2020”, dice Indira, denunciando la falta de colaboración del Estado para buscar a su hermano, Jesús Hernán Navarro Lugo, desaparecido el 2 de septiembre de 2015 en Huatabampo, Sonora, cuando solo tenía 28 años.
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Carlos (nombre ficticio para salvaguardar su identidad) tiene 29 años y es hondureño, pero vive en México desde hace cinco. Él es el único del grupo que no lleva la fotografía de ninguna persona en su camiseta. Es voluntario, ayuda al colectivo en sus búsquedas pero no tiene ningún familiar desaparecido.
—En Honduras si te matan dejan tu cuerpo ahí, no se molestan en esconderlo, son formas de operar de los grupos criminales, aquí esconden tu cuerpo para no dejar evidencias, porque si no hay pruebas no hay crimen ni acusación—, lamenta.

Ulises Ruiz es fotoperiodista. Él fue el primero en entrar en el Rancho Izaguirre junto con los miembros del colectivo el pasado 5 de marzo. Desde entonces ya ha ido más de diez veces allí, a acompañar a otros colegas. Él asiste con cierta regularidad a las búsquedas del colectivo y dice que ha visto de todo: restos de cuerpos calcinados, troceados, con balazos… Cada cuerpo que encuentran y el estado en el que se halla lleva un mensaje implícito: la forma en la que lo mataron está directamente relacionada con lo que hizo para que lo matasen. Si es que hacer algo te condena a la muerte, claro.
La búsqueda
Son las 10:25 de la mañana y el sol ya empieza a quemar, aunque corre una brisa que hace que este pase desapercibido. El colectivo se pone en marcha rumbo al punto que le han enviado a Indira. La dirección es: Avenida Circunvalación Oblatos 3066, Guadalajara, Jalisco. Salimos de nuevo en fila India: Guardia Nacional, coche de Indira, coche de los periodistas y los dos coches restantes de la Guardia Nacional escoltándonos por detrás.
Normalmente suelen ir a buscar al cerro o a zonas de campo no edificadas. Son menos la veces que les toca ir a casas abandonadas.
Llegamos al lugar.
La casa hace esquina y tiene un pequeño patio exterior en la entrada rodeado por una pared pintada de verde. Al frente está la entrada y a la izquierda unas escaleras metálicas descubiertas que suben el piso de arriba. Detrás, otro patio exterior y muchos escombros.
Pero lo que acelera nuestras pulsaciones al llegar no es eso. La casa está habitada. En el patio hay un chico y dentro otro que porta un arma y una mochila. El de dentro se escabulle rápidamente por el patio de atrás al vernos llegar. El que está en el patio no tiene tanta suerte.
El pico para picar la tierra y romper el cemento del suelo. La varilla para introducirla y oler si huele a muerto, a cadáver. Y la pala para sacar toda la tierra
La Guardia Nacional lo agarra del cuello y lo pone contra la pared, presionando su cabeza contra el muro de color verde. Los más aprensivos sentimos pena. A Norma le cuesta mirar porque ese chico podría haber sido su hijo. Tenía más o menos su edad. —Pobrecito, soy madre—, dice con voz de ternura. El chico, joven y de estatura media, de unos veintipico años, grita y dice que él no tiene nada que ver con el cártel. “Solo vine a por un toque”, dice temblando. (“Un toque” se refiere a una dosis de cocaína en México).

Entran a la casa, primero la Guardia Nacional y después Indira, encuentran el carnet de identidad de un sujeto, masculino. Indira dice reconocerlo, es el mismo que estaba dentro de la casa y que brincó por el patio de atrás. Es uno de los jefes del cártel en la zona.
—Guardó toda la droga en una mochila y salió corriendo cuando llegamos —, insiste Indira. —Portaba un arma —, repite nerviosa.
Los agentes mueven al comprador al interior del inmueble y lo interrogan, pero el muchacho no suelta prenda. Tiene miedo de ser un desaparecido más. Una cifra más. Finalmente lo dejan ir. Lo sacan de la casa a empujones y uno de los guardias corre unos pocos metros detrás de él mientras se burla. El muchacho corre despavorido. Algunos ríen. Otras —Norma y yo— seguimos sintiendo pena. Él es sólo una víctima más. Su figura se pierde al final de la calle. La Guardia Nacional se ríe.
Entonces los miembros del colectivo se dirigen hacia el coche de Indira y cada uno agarra una herramienta. Varilla, pico y pala, son las esenciales. Cada una de ellas imprescindibles y dependientes de las demás.
El pico para picar la tierra y romper el cemento del suelo. La varilla para introducirla y oler si huele a muerto, a cadáver. Y la pala para sacar toda la tierra.
Ulises me insiste en que nosotros no podemos pasar el inmueble hasta que nos den permiso desde el colectivo. Pero lo hacen casi inmediatamente después de entrar ellos.
Todo está lleno de polvo y suciedad. En lo que parece el salón, la primera sala, hay un sillón tirado por el suelo, paquetes de tabaco con cigarros dentro, algunas bolsas con cocaína, un pequeño mueble, un sofá, ropa tirada por el suelo, una bicicleta y un bote de lidocaína, un anestésico local. A la derecha de la sala, otra. Con un altar a la santa muerte y ofrendas: sal gorda, un trozo de pan, chocolatinas, cigarros y dos velas encendidas. También un cuaderno con cuentas, cartas de amor y unas siglas CJNG: Cártel Jalisco Nueva Generación.
De frente un pasillo que sale y se abre hacia el exterior. Los buscadores se dividen y comienzan a excavar por salas, aunque el principal indicio está en el patio exterior. El teléfono de Indira no para de sonar. En una de las llamadas se escucha a una chica que habla y llora. Habla y llora. Está buscando a su marido desaparecido y tiene una pista de donde puede estar. Pero tiene mucho miedo.
En lo que dura la llamada varios miembros del colectivo ya han logrado hacer un socavón en el suelo. El siguiente paso es introducir una varilla, una vara de metal de aproximadamente un metro de largo. “Cuando hay remoción de tierra la varilla se hunde rápidamente", explica Norma.
Ella vive en Tlajomulco De Zúñiga y busca a su hijo Ángel de Jesús Hernández Hernández desde el día 3 de noviembre de 2023, cuando desapareció por la noche en el Fraccionamiento Hacienda de los Eucaliptos, en Tlajomulco, media hora después de hablar con ella por teléfono. Entonces comenzó a buscarlo, hasta que un día, pocos meses después de su desaparición, fue secuestrada por los asesinos de su hijo. “Supe que mi hijo no había pasado por el Rancho Izaguirre porque sus secuestradores, las personas que lo mataron, me secuestraron y me enseñaron fotos y un video de cómo lo asesinaron, cómo lo privaron de su vida, así que yo sé por dónde pasó, pero no dónde lo enterraron”.
Norma y su marido, como muchas otras familias, conviven con los asesinos de su hijo en su pueblo: “A veces me cruzo con ellos por la calle".
El peligro al que se exponen las familias buscadoras es brutal y es real. Hace tan solo un mes, la noche del 23 al 24 de abril, asesinaron en el Fraccionamiento Las Villas de Tlajomulco, a María del Carmen Morales y a su hijo Jaime Daniel Ramírez Morales. Ambos buscaban desde el 24 de febrero de 2024 a Ernesto Julián Ramírez Morales, hijo y hermano de los asesinados.
Otra de las señales que ayuda a identificar si hay cuerpos enterrados bajo tierra es, una vez que la varilla se ha hundido, olerla, si huele a cal es muy probable que haya cuerpos. Los asesinos usan la cal para tratar de camuflar el olor del cadáver en descomposición. Aquel día olía a cal. Y mucho.
Siguen excavando.

Los hallazgos
La presencia de cal se convierte en algo que ya no solo se percibe por el olfato. También se percibe por la vista y el tacto. Empiezan a salir trozos de tierra blancos en incluso placas blancas de cal. Unos 40 minutos después de empezar a excavar comienzan a salir unas cuerdas y un cinturón.
Minutos después: huesos. Huesos humanos pequeños. Identifican la postura en la que podrían haber acostado el cuerpo y excavan hacia la cabeza. Aparece el cráneo. Negro, calcinado y con dos balazos: uno en la parte frontal y otro en la lateral. Lo habían quemado, quién sabe si antes o después de matarlo. Aparecen también varios mechones de pelo, muy largos, —podría ser una mujer—, dice Indira.
El aire se espesa como si hubiese inhalado la memoria del lugar. Una tristeza antigua parece haberse impregnado en las paredes, en los mechones de cabello que aún parecen conservar el eco de un susurro. Excavar allí no es sólo excavar en la tierra: es remover ausencias, agitar fantasmas. La tierra no grita, pero sí huele. A cal, a silencio, a cenizas. A esa mezcla imposible entre lo que fue y lo que nunca podrá volver a ser. Cada golpe de pico contra el suelo suena como una campanada fúnebre. “Ya vas a volver a casa, pequeña”, dice Indira.
En una de las habitaciones de la casa hay muchísima ropa, montones. Pantaloncitos pequeños, de niña, sujetadores, camisetas, zapatillas, un colchón… Para la mayoría de personas es normal. Pero yo no paro de imaginar cuerpos. Las piernas de una niña en las que cupiesen esos pantalones, sus pies… La pared está pintada de verde y pone Chloe.
¿Dónde estarán ahora mismo los dueños de esas prendas de ropa? ¿Qué estarán haciendo en este preciso instante? ¿Qué hicieron cuando pasaron por aquí? ¿Estarán vivos? Demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Decido parar. Cuando algo escapa de mi control me frustro. Y aquello está lejos de mi alcance.
Abro uno de los cuadernos. Hay una carta de amor. Aparece el nombre de una chica. La busco en Facebook y encuentro su perfil. Tiene que ser ella. Mismo nombre y apellidos y la ubicación en Tlajomulco de Zúñiga. Pienso en escribirle para preguntarle. Pero tengo que hacerlo desde un perfil falso. Aún así sigue siendo muy arriesgado. Decido continuar trabajando.
Raúl busca a su hijo desaparecido desde el año 2018. El joven de 18 años estaba con un amigo frente a un establecimiento donde vendían nieves, helados. De repente llegó un chico y encañonó con un arma a su amigo. “Mi hijo cometió el error de meterse a defenderlo y entonces se llevaron a mi hijo y a su amigo lo dejaron ahí; desde entonces no sé nada de él”.
Una vez que encuentran un cuerpo, Indira llama a la Fiscalía para dar cuenta del caso y que se hagan cargo de rastrear el resto de la casa. Porque allí, según le dijeron, hay varias personas enterradas
Han pasado ya siete largos años de aquello y Raúl no ha faltado a ninguna búsqueda desde aquel momento. Sale religiosamente todas las semanas a buscarlo. Confiesa que desde entonces no ha aceptado ningún trabajo que sea de jornada completa, porque eso le condicionaría para sus búsquedas, que son lo principal para él. “Si no encuentro a mi hijo, encontraremos a otras personas que regresarán a casa con sus familias”, esgrime.
Ulises y Raúl bromean sobre el color de piel del segundo. Raúl tiene la tez marrón, muy marrón. Del color de las vasijas de barro de las ferias de artesanía. Especialmente cuando el artesano tiene las manos untadas en barro y la vasija baila entre sus dedos y da vueltas sin control. Su color de piel me recuerda al color del barro húmedo y ciertamente oxidado, rojizo. Es una suma de las búsquedas que lleva a las espaldas. El sol ha moldeado por completo el color de sus brazos, de su cara, de su pecho...
El fin
Una vez que encuentran un cuerpo, Indira llama a la Fiscalía para dar cuenta del caso y que se hagan cargo de rastrear el resto de la casa. Porque allí, según le dijeron, hay varias personas enterradas.
Aproximadamente una hora después de dar el parte empezaron a llegar en este orden: la policía municipal, los de la Fiscalía y, por último, un equipo forense. Los últimos llegan con la cara tapada con mascarillas o bragas. Lo hacen por seguridad. Los miembros del cartel colocan cámaras de vigilancia en estos puntos para controlar quien pasa por allí. Y toda persona que se interponga en su camino puede llegar a ser una posible víctima. También los periodistas, claro. Según un informe de Reporteros Sin Fronteras, en 2024 desaparecieron en México un total de 30 periodistas.
Ulises insiste: —si quieres sobrevivir, no des nombres—.
Dado el peligro que supone ejercer el periodismo en México, más de 650 profesionales de los medios son beneficiarios actualmente de mecanismos estatales de protección. Sin embargo, a pesar de esto, el periodista y fundador del medio El Hijo del Llanero Solititito, Alejandro Alfredo Martínez Noguez, fue asesinado a tiros dentro del coche policial que lo escoltaba mientras regresaba de un reportaje hace casi un año.
Cuando viajo en el coche de vuelta a mi hotel voy pensando en si hay algo más doloroso que la muerte de un hijo. Claro que hay algo más doloroso que la muerte: la desaparición. La incertidumbre. No poder cerrar el capítulo. No poder cerrar tu duelo. No pasar página. Vivir sin saber qué le pasó. Qué le hicieron.
Tal vez la desaparición no sea solo una tragedia individual, sino un tipo de fractura colectiva, un pozo abierto en la conciencia de un país entero. Porque la ausencia no solo se mide en cuerpos no encontrados, sino en días que no se vivieron, abrazos que no se dieron, risas y sonrisas que nunca se regalaron. Las familias de los desaparecidos no habitan el presente ni el pasado: viven en un limbo de preguntas sin respuestas, de alarmas que suenan sin motivo, de sillas vacías en las cenas familiares, de vacío. Y esa incertidumbre, esa herida abierta, es más cruel que cualquier final. La muerte cierra. La desaparición es una herida abierta que no deja de supurar.