Sección migas Santi - 2
Los amplios horarios de los supermercados hacen difícil para las trabajadoras conciliar su vida personal y laboral. Mikel Urabaien Otamendi

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Las temperaturas discretas y las horas anormales

Hacer la compra, bajar a la tienda, como quien burla un encierro y recobra su libertad. Pero, ¿cómo se viven estos días raros trabajando de ese otro lado? Desde la panadería de un hipermercado vizcaíno, aquí van unas pequeñas anécdotas, migas cotidianas, para alimentarnos y entretenernos mientras dure esta pandemia.

5 may 2020 09:00

Si todo va bien, y la curva no se tuerce, las medidas de descompresión social se irán sucediendo en las próximas semanas. Un paso adelante y otro atrás. Las autoridades siguen tomando decisiones a pesar de la incertidumbre. Entre tanto, un suspiro de alivio general recorre el supermercado cuando se confirma que los niños y las niñas pueden salir a pasear, acompañadas, por la calle.

El horario anormal

Casi todo el mundo compra pan antes de la comida. Por eso, el turno de tarde es mucho más relajado. La falta de trabajo suele hacer también que sea un turno aburrido. Gracias a la imaginación y la diligencia de una compañera, enseguida nos ponemos a ordenar las bolsas y los paquetes de bollería. Limpiamos hasta los rincones más recónditos de la panadería. Así, nos entretenemos un par de horas. Entonces, llega el momento de limpiar lo limpiado, ordenar lo ordenado y volver a empezar.

El horario del supermercado ha cambiado. Abre una hora antes de lo habitual, a las nueve de la mañana. También cierra dos horas antes, a las ocho de la tarde. En general, las trabajadoras prefieren el turno de la mañana, aunque sea más estresante. “Con este horario, a mí no me importa venir por la tarde”, confiesa, ufana, nuestra diligente compañera. Al salir antes, explica, puede cenar con su familia, tiene tiempo para hacer los recados y no llega a las tantas a casa, cuando ya todos están a punto de irse a la cama. “Así debería ser siempre”, añade otra trabajadora.

Sin darse cuenta, mis compañeras empiezan a soñar con una nueva normalidad, de horarios más sensatos, que les permita conciliar y pasar tiempo con sus familias. Sin embargo, hace días que los clientes se acumulan en las cajas a última hora, para enfado de las cajeras, que tienen que atenderles. Mientras, el resto de la plantilla maldicen a los clientes más perezosos por llegar tarde y sin ninguna prisa. Hasta que llega la inevitable noticia: la semana que viene el centro cerrará una hora más tarde. “Poco nos ha durado lo bueno”, se lamentan. Aquí, el cliente siempre tiene razón. Es el supermercado, amiga.

Los termómetros discretos

La jefa de sección llega con unos cuantos folios en la mano y reúne a todas las trabajadoras. Escuchamos atentas, formando un corrillo a su alrededor, cuando anuncia que trae buenas noticias. La empresa ha habilitado un teléfono de atención psicológica las 24 horas, por si necesitamos ayuda durante el confinamiento. Además, a partir de esta semana nos tomarán la temperatura con un termómetro al entrar a trabajar. Y con 37.5 grados, o más, nos mandarán a casa.

Al salir, me encuentro con un compañero de la carnicería. Le conozco, sé que le gusta su trabajo. Está contento porque le han hecho fijo hace poco. En el boletín de la empresa no informan sobre el número de trabajadoras contagiadas, solo repiten que está por debajo de la media. “Nadie quiere saber la verdad porque a partir de un porcentaje están obligados a cerrar”, resopla, decepcionado.

Al día siguente, voy por primera vez a que me tomen la temperatura. La oficinista apunta con el termómetro hacia mi frente. Suena un pitido. “Ya está”, dice secamente. Me vuelvo, sin saber como reaccionar, confuso porque no me dice cuánto marca. “No les dejan decirlo”, me explica, en cuanto llego a la panadería, una de mis compañeras. “Aunque si insites, te lo dicen. Pero, la verdad, no tiene sentido, ¿no? ¡Es nuestra temperatura!”, critica otra de ellas.

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