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Migas
Los vigilantes y las distancias
Hacer la compra, bajar a la tienda, como quien burla un encierro y recobra su libertad. Pero, ¿cómo se viven estos días raros trabajando de ese otro lado? Por ejemplo, en la panadería de un hipermercado vizcaíno. Aquí van unas pequeñas anécdotas, migas cotidianas, para alimentarnos y entretenernos mientras dure esta alarma.
No dejamos de oír apelaciones a la responsabilidad individual y colectiva. Nuestras vecinas, lo mismo aplauden a las ocho y dan las gracias cuando pasan por caja que gritan desde el balcón cuando sale alguien, no importa si va a comprar o a trabajar. Las instituciones, siempre con el interés general en la boca, los mismo reparten mascarillas a las trabajadoras con una mano que no les importa si pueden mantener o no la distancia de seguridad en el transporte público o tienen todos los equipos de protección necesarios en sus centros de trabajo. Y, mientras, entre severos castigos a quien se salta el encierro, el confinamiento se alarga por tercera vez.
Los vigilantes
Junto a la puerta trasera del supermercado hay un pequeño banco cubierto con una marquesina. Ahí es donde muchas trabajadoras aprovechan sus quince minutos de descanso para comer algo, fumar un cigarrillo o, simplemente, relajarse y conversar. Hace días que se repite la misma broma. “¡Cuidado, que viene la policía!”. Es cierto que la gente se toma el estado de alarma con humor pero también que se siente el hastío.
Esta semana, la policía municipal ha identificado a dos compañeras de la frutería por no respetar la distancia mínima mientras conversaban. Afortunadamente, no han sido multadas. El aviso aún les pesa, la próxima vez será diferente. Un compañero que trabaja en la pescadería nos cuenta que hace unos días se presentó la Ertzaintza allí. Y alguien pregunta ingenuamente para qué. “Para hacer el bobo, para qué va a ser”, responde con sarcasmo el pescadero. “La siguiente vez les voy a decir que pasen dentro a mirar las mesas de trabajo y, después, que nos cuenten lo del metro y medio”, comenta, mientras señala la puerta con el dedo.
Al terminar mi descanso, vuelvo a la panadería y escucho barullo en el mostrador. Una de las compañeras del turno anterior ha entrado a por pan y nos explica que todo el revuelo se debe a que hay una pareja de ertzainas uniformados en el supermercado. “Están vigilando que nadie venga para darse una vuelta, a pasear”, comenta nuestra compañera. “Y, claro, como no llevo carrito, ni cesta, ni nada, a mí me han parado. Y les he tenido que enseñar hasta el permiso de trabajo”.
Las distancias
Un día más se repiten las largas colas para entrar al súper, no tanto por la cantidad de gente que espera sino por la distancia que los separa. Cada pocos metros, un cartel advierte: “Mantén la distancia de 1.5m entre personas”. En la entrada, un anciano amenaza con denunciar al personal de seguridad. “No estáis respetando la distancia, podéis matarme”, grita. Al final, el cliente pasa al interior del supermercado haciendo gestos airados. El siguiente de la fila, un joven, le sigue por el pasillo después de contemplar la escena. “A ver si te mueres ya. Para lo que te queda, deja trabajar tranquilos a los demás”, le increpa, malhumorado.
No siempre es fácil mantener las distancias cuando todos tenemos que acercarnos a los estantes, unas para coger lo que necesitan, otras para reponer los productos. Mi compañera saca a la tienda un carro con pan recién horneado. Y, al instante, una joven se acerca y pregunta. “¿Puedo coger? Así me aseguro de que nadie lo haya tocado”. La panadera asiente y le ofrece el carro con las barras de pan aún calientes. En menos de dos minutos, la clienta está de vuelta frente al estante de la panadería, coge una hogaza y la deja, coge otra barra y la deja. Así, varias veces, hasta que encuentra una que satisface su capricho.
Otra señora, muy elegante, pregunta a mis compañeras por un pan, hecho con masa madre, que no encuentra. Mientras le atienden, otra clienta se acerca para hacer un pedido. “Estaba yo aquí antes, mantén la distancia”, interrumpe, cortante, la distinguida señora. La otra clienta da un paso atrás y espera su turno sin decir palabra. Justo entonces, la señora se gira, se acerca a nuestra compañera hasta tocarle el hombro con la mano y sigue describiendo cuál es el pan que busca.
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