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Next Generation Europe es el pomposo nombre que se ha dado al plan de reconstrucción que el pasado mes de julio se celebró en toda Europa como la revolución desde arriba heredera del Plan Marshall y del New Deal. Pasada la felicidad despreocupada del primer momento, el tiempo deja cada vez más claro que estamos ante otra forma más de repetir los clásicos procesos de encaje de la crisis entre los territorios y los grupos de población con menos recursos y menos poder a los que nos tiene acostumbrados la Unión Europea, que, ante todo, tiene como prioridad que las relaciones de poder entre clases y territorios en el interior de la UE no se muevan un ápice.
Una apuesta complicada de ganar cuando en todo el mundo capitalista, es decir, en todo el mundo a secas no hay un solo gobierno, o una sola sociedad, que no haya sido dislocada por las dimensiones de la crisis. En una breve serie de dos artículos, intentaremos esbozar algunas de las consecuencias de aplicar un reciclaje de las recetas políticas de siempre, con su nuevo envoltorio verde, a una realidad europea y española absolutamente insólita en términos políticos económicos y sociales.
Europa sigue teniendo su duende
Hay muchos motivos por los que la actual crisis económica global es diferente de la de 2008. Resumiendo mucho, primero, por su extensión y profundidad, que afecta a todo el planeta. Para seguir, que la crisis de 2008 fue una crisis financiera que se resolvió encajando los costes a los más vulnerables, hoy tenemos una crisis galopante de la producción que amenaza con dar el golpe de muerte a sociedades, como las europeas, basadas en el trabajo y el salario, con sus contrapartes no monetizadas, ni reconocidas: el trabajo reproductivo y la sobreexplotación de la biosfera. Y por último, ya hablando de Europa, ni Alemania, ni el Banco Central Europeo, son los mismos que en la crisis de la Eurozona de 2010, la misma que se “cerró” con una demostración de fuerza política excesiva, con el BCE de Draghi como palanca para asfixiar a la economía griega, por parte de Alemania frente a Grecia, que en el medio plazo no ha terminado de funcionar al gobierno alemán como reforzamiento de su hegemonía continental.
Por desgracia, aunque todo lo demás haya cambiado, el discurso que anima Next Generation Europe, no se sale ni un centímetro de los parámetros clásicos de la Unión Europea, tal y cómo salió de los acuerdos de Maastricht en 1992. Las estrategias económicas de la Unión después de la firma del tratado que consagró el dominio del capital financiero sobre el proceso de integración europea varían en los acentos temáticos y los objetivos a conseguir pero mantienen una argumentación de fondo semejante: Europa debe volver a los niveles de productividad del trabajo que tenía durante los treinta gloriosos del continente. Nos referimos los años que median entre 1945 y 1973, y que arrojaron excedentes de tal tamaño que permitieron materialmente a los países de Europa mantener unos sistemas públicos de salud, educación, vivienda, ajenos en principio al modelo capitalista, y que solo ampliando constantemente la escala a la que se reproduce la actividad económica evitan la caída de la rentabilidad privada, corazón del modelo capitalista.
El ciclo de crecimiento que se nos promete dará para pagar deudas, acabar con el paro, subir salarios y, cómo elemento relativamente novedoso, el apabullante crecimiento previsto también terminará con las emisiones netas de gases de efecto invernadero
En el discurso que acompaña a Next Generation Europe se nos promete que la Unión se endeudará a cargo de su presupuesto multianual, para repartir las condiciones de partida perfecta de un superciclo expansivo en el que a través de una revolución tecnológica aplicada a los medios de producción, Europa, por su superioridad cultural, moral o racial, innata, podrá volver a ser reconocida como el faro moral y cultural del mundo.
El ciclo de crecimiento que se nos promete dará para pagar deudas, acabar con el paro, subir salarios y, cómo elemento relativamente novedoso de esta mitología europea del crecimiento futuro, el apabullante crecimiento previsto también terminará con las emisiones netas de gases de efecto invernadero. Europa será la primera economía del mundo que resuelve los dilemas planteados por la destrucción de la biosfera y el cambio climático por medios exclusivamente tecnológicos, y lo va a hacer a partir de un régimen generalizado de las llamadas Colaboraciones Público-Privadas, el sucedáneo de inversión pública al que se acogen todos los países de Europa para transferir fondos, directa o indirectamente a la estructuras de poder económicas. Desde luego la opereta de la adquisición de las vacunas contra el covid por la vía de la colaboración público-privada no aleja las sospechas fundadas de que en el centro del asunto habita un mecanismo de transferencia del capital público al privado, por un lado, y por el otro, la clásica dinámica de anuncios-humo destinadas a calmar a unos mercados financieros
Es decir, los estados europeos encargarán a sus oligarquías empresariales que lleven a cabo los altos mandatos europeos para salvar al planeta, y de paso, apuntalarán los clústers de intereses empresariales y financieros que habitan y dan forma a la estructura del Estado-nación. Básicamente, cada Estado-nación, tendrá una dotación de fondos que le permitirá decidir, siempre dentro del sistema de vetos entre países, cuáles de sus empresas y actores económicos van a evitar un primer riesgo de quiebra en una competencia global que se ha centuplicado tras la declaración de la pandemia de covid-19.
Una depresión de la masa de beneficio capitalista como la que estamos viviendo no puede coexistir mucho tiempo con los niveles récord de capitalización bursátil que está registrando Wall Street
Una fulgurante aceleración de las tendencias de migración del capital, tanto productivo como financiero, a los ciclos asiáticos en busca del único resquicio de dinamismo económico y beneficio capitalista que hay, ahora mismo, en el mundo, dejan poco espacio en los ya de por sí sobresaturados sectores económicos de alto beneficio. La absorción por parte de los estados de la competencia entre empresas para reordenar las relaciones de poder entre capitalistas, está acelerando visiblemente la privatización, no ya de los activos públicos, sino de la propia capacidad decisional del estado. Entramos en un tiempo en el que las diferencias entre el “responsable político” y el CEO empresarial van a tener que ser identificadas al microscopio.
Los verdaderos gobiernos del mundo, los bancos centrales, ya son entidades público-privadas en que las decisiones están tomadas por y destinadas a las necesidades de los operadores de mercado. De ahí las descomunales barras libres de dólares globales de la Reserva Federal desde marzo pasado, unas inyecciones masivas de liquidez, en una escala sin precedente, que han sido suficiente para evitar la crisis financiera, pero que ha bajado e igualado la rentabilidad de bonos y acciones. Una depresión de la masa de beneficio capitalista como la que estamos viviendo no puede coexistir mucho tiempo con los niveles récord de capitalización bursátil que está registrando Wall Street. Cuanto más tiempo pase más salvaje será el ajuste y más generalizado será el riesgo de quiebras en cadena incontrolables.
Amadrina a un eurócrata
La mera posibilidad de un ciclo de crecimiento basado en la productividad creciente del trabajo, de la que no se tiene noticia en Europa desde hace treinta años, vive tan sólo en la cabeza de los habitantes de las direcciones generales en Bruselas, esa gerontocracia funcionarial de altísima alcurnia que tutela las cosas políticas del viejo continente. Una sesión de espiritismo en el plenario del Consejo de Europa invocando a Helmut Kohl y a Francois Mitterand para pedirles que bendigan a Europa con una lluvia de directrices y reglamentos en este difícil momento tendría más posibilidades de éxito para resituar al continente como algo más que una tercera parte en la transición de la hegemonía americana a la asiática, con toda su carga de reconfiguración de los procesos productivos y de rediseño futuro de los mercados financieros, a la que estamos asistiendo de forma vertiginosa en los últimos meses.
Si el tipo de crecimiento que la UE dice necesitar para proyectarse como civilización superior no va a suceder, algo bastante probable teniendo en cuenta que, a pesar de la invocación europea constante a los dioses Growth (crecimiento) y Jobs (empleos), estos no se han dignado a posarse sobre el territorio europeo más que con cuentagotas. Y sin que nunca, en los momentos puntuales en que empleo y crecimiento han aparecido, hayan supuesto, desde los años noventa del siglo pasado, ninguna alteración de las jerarquías entre territorios que asigna la división del trabajo europea.
Se podría pensar que la mera cantidad dispuesta por la Comisión Europea es tan abrumadora que, por fuerza tiene que provocar efectos económicos expansivos a corto plazo. No es difícil albergar ese tipo de imagen si solo se atiende a uno de esos brotes de milenarismo keynesiano que afectan a los dirigentes europeos y de los estados-nación cuando se ven con el agua al cuello, y que pronto vuelven a su estado natural de pavor ante los mercados financieros. Pero lo cierto es que una cantidad que ya era ajustada cuando se aprobó, no ha aumentado ni un euro en ocho meses de efectos combinados de la pandemia y la crisis económica global en el continente desde que se firmó el acuerdo en julio.
La UE tiene otra tarea asignada, la de garante de las relaciones de propiedad, esto es de las relaciones de poder
Cómo ejemplo, en un momento histórico en que todos y cada uno de los sistemas públicos de salud europeos se han mostrado como dispositivos mínimos de gestión de una población fundamentalmente sana, toda la inversión en salud pública que permite Next Generation Europe es la compra de vacunas contra el covid-19. Austeridad preventiva, a pesar de que los mercados financieros jamás han dispuesto de tantísimo dinero enfocado al capitalismo verde como ahora. Pero claro, las entradas a lo grande de inversiones de distintos tipos de fondos privados o de jubilación, se dirimirán en una competencia (amañada) entre países y territorios. Amañada, porque los fondos de Next Generation Europe, que llevan una cláusula de revisión cruzada y veto de los gobiernos de la UE sobre los planes de inversión de los demás que es la mejor garantía de que todo sigue en su sitio. Y el de España es el sitio del turismo, las infraestructuras de transporte y un mercado inmobiliario con capacidad de organizar burbujas de precios a la más mínima señal alcista.
Sin la menor posibilidad de que el ciclo de crecimiento, basado en el aumento de la productividad del trabajo invocado se manifieste, queda en manos de la UE su otra tarea asignada, la de garante de las relaciones de propiedad, esto es de las relaciones de poder. Una especie de cobrador del frac colectivo que recolecta deudas para pagar a los mercados financieros con los métodos que la moneda única pone a su alcance y que, en el caso que nos ocupa, tienen más posibilidades de concretarse en una amenaza de retención de los fondos que en la de un rescate financiero.
Si algún expertise cultural tiene la Europa central y del norte, esa es la capacidad de vender a los ciudadanos del Sur que sus niveles de aburrimiento son síntoma de una mayor productividad y una mayor responsabilidad
Pero, por supuesto, estas recolecciones y detracciones de recursos deben seguir pareciendo “justas” operaciones de castigo por no alcanzar unos criterios ilusorios de crecimiento y productividad y no exacciones arbitrarias para mantener a flote las bolsas, y desde ahí, reproducir las relaciones de poder continentales. Algo que quedó meridianamente claro viendo la cara de terror de la presidenta del BCE, Cristine Lagarde, cuando se le preguntó por la posibilidad de una condonación de la deuda a los países de la Eurozona. La veterana neoliberal exorcizó el abominable fantasma del impago remitiendo la cuestión a los bajísimos tipos de interés actuales, y al seguro crecimiento económico que dará pagar todas las deudas y contraer otras nuevas por el camino.
La perspectiva está clara: como continente fracasaremos en llevar a cabo los deseos y ensoñaciones económicas de un puñado de altos funcionarios alemanes y franceses que tenían previsto un modelo de crecimiento verde y de alto contenido digital que no sucederá porque hemos vuelto a no ser suficientemente “productivos”. Entendiendo siempre la “productividad” como criterio cultural impresionista del tipo “es el primero en entrar y el último en salir de la oficina: es muy productivo”, antes que como un indicador cuantitativo precisamente de la menor cantidad de trabajo necesaria para producir una misma o mayor cantidad de riqueza mediante la incorporación de tecnología nueva a la producción. Si se utilizase el segundo significado, el verificable en los datos, el no folclórico, de productividad, ni Next Generation Europe, ni el modelo social europeo, ni este artículo, tendrían el menor sentido desde hace treinta años. Los mismos que hace que los aumentos de la productividad en Europa no son simples anécdotas o curiosidades.
Conocemos bien el retablo ideológico que se activa en estos casos: un sur plagado de holgazanes, bendecido por el sol y, en general, de costumbres laxas, sociedades mediterráneas que se pulen alegremente el dinero afanosamente ahorrado durante horas y horas de trabajo deprimente bajo un cielo deprimente por los europeos del norte. A fin de cuentas, si algún expertise cultural tiene la Europa central y del norte, esa es la capacidad de vender a los ciudadanos del Sur que sus niveles de aburrimiento y depresión son síntoma de una mayor productividad y una mayor responsabilidad, que se traduce en unos mayores niveles de “ahorro” correlativos. Sin duda la persistencia de estas ordalías culturales contra viento y marea tienen que ver con aquella sentencia de Theodor W. Adorno en Minima Moralia en que decía: “un alemán es alguien que antes de contar una mentira debe creérsela él mismo”.
Decepcionando a la intelligentsia eurocrática decepcionaremos también a las grandes empresas y sindicatos que sostienen el actual marco europeo. Y los mercados financieros, que ya lo decían, lo sentirán mucho pero nos pasarán una cuenta que sólo se podrá pagar, directa o indirectamente, en forma de precariedad, deuda y austeridad. Sufrimientos estos indispensables para reproducir el poder del norte sobre el sur por la vía de la deuda sin que haya gran menoscabo de las oligarquías económicas nacionales cuya incrustación operativa en las estructuras de estado para configurar nichos oligopolistas, relativamente a salvo de la competencia global, es el único contenido real, más allá de los fuegos de artificio ideológico, de la noción de soberanía nacional.