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Opinión
¿Euskal Herria navajera?
Se acercan las elecciones municipales y forales vascas y, con ellas, el uso alarmista de fenómenos sociales —a menudo anecdóticos o convenientemente amplificados— para favorecer que el debate electoral y social se centre en uno de los marcos en los que mejor se mueve la derecha vasca: la seguridad y el mal llamado orden público.
El supuesto aumento en el uso de armas blancas en el ocio nocturno está sirviendo para justificar medidas como identificaciones masivas en discotecas, algo que, hasta hace dos días, nos hubiera parecido claramente desproporcionado. De pronto, sin embargo, nos parecen normales e incluso convenientes, porque, aunque la criminalidad en Euskadi no ha aumentado, sino que ha disminuido, ahí está percepción de la inseguridad para ser alterada o instrumentalizada al gusto. O a mandato del último sociómetro. El miedo es políticamente poderoso y económicamente rentable. Es sencillo apelar a las emociones más primarias para colar retrocesos en derechos o desplazar debates que, paradójicamente, también tienen que ver —y mucho— con la seguridad, pero que no favorecen a los mismos. Debates sobre miedos e inseguridades que son mucho menos anecdóticos.
El miedo es políticamente poderoso y económicamente rentable
Opinión
La militarización de la gobernanza del ocio nocturno juvenil en Catalunya
Sin desmerecer que tenemos derecho a salir de fiesta sin ser heridas y que, por tanto, el aumento en la circulación de armas blancas exige medidas concretas y efectivas, si hiciéramos el experimento de rascar con un poco de profundidad sobre lo que temen nuestras vecinas y vecinos, saldrían a flote, con toda probabilidad, cuestiones que no son respondidas con tantos aspavientos, ni han abierto informativos durante la última semana. La incertidumbre económica, las violencias comunitarias, el miedo a que te agredan en la calle por ser mujer, lesbiana, gay, trans o migrante, a que te paren para identificarte por tu color de piel, el miedo a quedarse solo o sola, a perder la red, a no conocer a tus vecinos, a que nadie se haga cargo de ti o a verte cada vez más y más vulnerable, enferma o aislada.
Cuestiones, como decíamos, estrechamente relacionadas con la seguridad, aunque por supuesto, no con esa visión hegemónica que se nos vende como única e inapelable, como técnica y objetiva. Como si algo relacionado con las amenazas y riesgos pudiera ser objetivo y no estuviera mediado por la ideología, la intencionalidad o nuestra posición con respecto a las estructuras de dominación económicas, de género o raciales, por nuestra edad, capacidades corporales o situación administrativa. Como si el aumento de penas no se hubiera señalado, una y otra vez, como lo que es: un placebo securitario sin capacidad disuasoria, que no va más allá de calmar consciencias sin que cambien las dinámicas de fondo de las violencias sociales. Como si no hiciera ya tres décadas que el discurso tradicional y punitivo sobre la seguridad está siendo confrontado y despojado de su pátina de irrevocabilidad por otras teorías y prácticas más vinculadas al cambio social, al avance en derechos, al antiracismo y a la cohesión social, a la reducción de las desigualdades y a la inversión social, al empoderamiento de las comunidades, a la mediación y la gestión transformadora de los conflictos, al feminismo y al sostenimiento de los cuidados y de la vulnerabilidad.
El aumento de penas es un placebo securitario sin capacidad disuasoria, que no va más allá de calmar consciencias sin que cambien las dinámicas de fondo de las violencias sociales
Esta vez ha tocado pintar una Euskadi navajera, una amenaza supuestamente sin rostro, pero armada; aunque evidentemente esta acabará adoptando la cara de quien sea en ese momento el peligro social número uno a deshumanizar: los quinquis, los yonquis o los migrantes. Eso sí, siempre hombres jóvenes. Sin embargo, nunca se habla de las dinámicas estructurales y comunitarias que favorecen que los hombres jóvenes sean a la vez las principales víctimas y perpetradores de las violencias sociales en el espacio público. Rápidamente se propone poner detectores de metal en las discotecas, pero no se aborda una socialización de género que presenta el ejercicio de la violencia como algo deseable, ni se habla de salud mental, consumos o pobreza.
Las políticas públicas locales y las formas comunitarias de seguridad basadas en los derechos y en los vínculos, y no en el aumento de penas y en los castigos inefectivos, no son novedosas, ni mucho menos utópicas. Se llevan a cabo en lugares como Latinoamérica y en territorios tan cercanos como Nafarroa o Catalunya. Por lo que es inaceptable que el marco gire en torno a las mismas falacias una y otra vez, campaña electoral tras campaña electoral, mientras el autoritarismo, el aislamiento social, las desigualdades y el individualismo van creciendo sin que nadie sea capaz de confrontar de forma firme y clara esos discursos, esas políticas y esas dinámicas sociales.
La izquierda, en las instituciones y en la calle, tiene que perder el miedo a enfrentar el debate sobre la seguridad y, sobre todo, tiene que dejar de adoptar marcos que solo favorecen a quienes no pretenden acabar con las violencias sociales, sino seguir protegiendo los privilegios y los beneficios de unos pocos. Hay datos, estrategias, políticas y campo de sobra para experimentar otras formas de sentirnos seguras y de convivir en el espacio público. ¿Disputamos el discurso para vivir seguras?
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Magnífica reflexión. Instrumentalizar nuestros miedos es algo que se les da muy bien y una herramienta que pueden utilizar una y otra vez sin desgaste.
Claro que sí, todo el mundo es bueno menos el Gobierno. Los violadores de niños y niñas, al fin y al cabo, son víctimas del Sistema.....
Cierto es. Tanto como el cansancio que artículos como éste, llenos de fantasías bienintencionadas, me causan.
Dónde queda pues la responsabilidad personal ante ciertas circunstancias?