Opinión
El genocidio y la solidaridad contada a Bruno

Eran alrededor de las ocho y media de la tarde. Ya íbamos tarde con la cena, pero era un día especial. Hoy Bruno cenaba en la calle porque nos manifestábamos por Palestina. Motivo más que suficiente para alterar levemente la rutina de un niño de 5 años. Un sándwich mixto pasado por la plancha con su poquito de mantequilla. Se lo había hecho su padre y olía a gloria. Mi primer recuerdo de aquella concentración con él fue en Las Setas de Sevilla. Centenares de personas gritaban al unísono proclamas por el pueblo palestino y en apoyo a la Flotilla Global Sumud. Banderas, pancartas, kufiyas… Un rugir de solidaridad al que Bruno estaba expectante. “Tata, ahí va un compañero de clase”, me decía. Muchas criaturas acompañadas por sus madres y padres bajaban la media de edad de la concentración. Pasaban los minutos y hablábamos del concepto de solidaridad. “Esto es muy importante, Brunito, que todas las personas se junten para pedir que otras personas no sufran y tengan los mismos derechos es algo necesario y emocionante”, le comentaba mientras lo agarraba en brazos. “Pues a mí no me parece tan emocionante, la verdad”, me respondió con tono algo pillo. A lo que le contesté que quizás aún no le removiera del todo, pero que a lo largo de su vida lo entenderá y se sentirá orgulloso de estar en el lado correcto de la Historia.
A nuestro lado apareció personal de la universidad con una amplia pancarta en apoyo a Palestina. Aprovechando su presencia, le expliqué que gran parte de la ciudadanía estaba volcada en esta causa. Los coles, las universidades, muchas profesiones, gente del barrio, papás y mamás de sus compis de clase, nosotras, las abuelas y los abuelos… En definitiva, la sociedad en su conjunto. Bruno no paraba de fijarse en el movimiento de la masa agolpada en las simbólicas escaleras de Las Setas, en el baile infinito de banderas, en los gritos y las palmas de la gente allí presente. Sonidos estridentes no muy agradables para unos oídos que no han alcanzado ni la primera década de su vida. Sin embargo, algo en él sabía que había que estar ahí y participar de ello. Cuanto más se elevaba el tono, más me apretaba su manita. Ambos sosteníamos nuestra propia presencia desde el afecto. Ambos estábamos poniendo el cuerpo por Palestina, de forma amorosa, con nuestras manos y nuestros abrazos.
No hay entendimiento con un mínimo de humanidad que pueda procesar este horror. No lo hay. Ni para ti, ni para Bruno, ni para mí
Con el sándwich aún en la mochila, que en ese momento portaba su tío, la concentración se tornó espontáneamente en manifestación. De Las Setas nos metimos en los soportales de la calle Imagen y senté a Bruno sobre una papelera de reciclaje. Estábamos a una distancia prudencial, donde podíamos asistir a lo que estaba sucediendo sin correr peligro. Pues al poco de situarnos, la policía comenzó a pegar palos. Él miraba de soslayo y comenzó a darme muchos besos en la cara. Supongo que fue su genuina respuesta a la violencia. Una represión inesperada contra una manifestación pacífica. “Tata, ¿pero le han dado golpes a la gente?”, me preguntaba ya sin mirar, con su mejilla sobre mi mejilla. “Están forcejeando porque quieren avanzar y la policía no quiere que vayan hacia delante”, le expliqué. Esta situación nos llevó a hablar de la importancia del cariño y la tolerancia, y de la injusticia que suponía que algunas personas malas quisieran el mal para otras más indefensas. Bruno me miraba con los ojos de quien aún no conoce la parte mala de este mundo. “¡Qué te quiero, Carmencita!”, me decía mientras me apartaba el pelo de la cara. Su inocencia no le libraba de percatarse de lo que estaba pasando. La madre de Bruno llegó en ese momento con su bicicleta. Las tres nos abrazamos. Ella venía con la mochila y ese sándwich deseado así en el cielo, como en la tierra. Y allí estábamos, juntas, explicándole a la vulnerable existencia de un niño pequeño que hay otros como él que, debido a una creencia, a una tesis malvada emanada de un supuesto Dios que hay en el cielo, los señores de la guerra les arrebatan su tierra, su hogar, sus juguetes y, en el peor de los casos, a su familia y su propia vida.
Eran ya las nueve y pico. La mami de Bruno desenvolvió el sándwich y a él se le iluminó la cara. La manifestación quedó en un segundo plano porque su sonrisa lo ocupó todo. En ese momento, pensé que no había nada más poderoso que la ilusión de un niño, ni nada más básico como algo que llevarse al estómago. No pude evitar pensar en las imágenes de la hambruna en Gaza, en los niños y niñas famélicos por el bloqueo genocida de Israel. Y cuando llegué a casa, me acosté reflexionando sobre el delirio de tener que explicarle a un niño de 5 años nacido en Sevilla que la policía estaba pegándole a otras personas que lo único que pedían, desde el grito pacífico, era el derecho a vivir de miles de niños y niñas como él, que están muriendo de inanición o asesinados por bombas. No hay entendimiento con un mínimo de humanidad que pueda procesar este horror. No lo hay. Ni para ti, ni para Bruno, ni para mí.
Los artículos de opinión no reflejan necesariamente la visión del medio.
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