Opinión
Igualdad de estómago e inmigración
Estas semanas, la violencia y los pogromos contra los inmigrantes han protagonizado los informativos: incluso vimos cómo jóvenes españoles de origen magrebí eran agredidos por manifestantes en Torre-Pacheco (Murcia). Paradójicamente, en un primer momento, algunos de los agredidos habían acudido a la manifestación contra la violencia y por la seguridad en sus barrios. Esta vez el escenario no era El Ejido, Almería, sino una localidad del agro murciano. Lugares diferentes, situaciones parecidas.
A los que conocemos estas latitudes no nos sorprende. La movilización política contra los inmigrantes se encuentra en auge y ha tenido efecto como demuestra el ranking de preocupaciones del CIS. La inmigración ha escalado como problema público señalado, pasando del puesto noveno en junio del año pasado al puesto segundo este junio. ¿A qué responde esta preocupación por la inmigración? ¿Por qué reaparecen las manifestaciones contra los trabajadores inmigrantes y contra nuestros vecinos de origen extranjero? ¿Es resultado simplemente de un hecho delictivo puntual?
Cabe buscar otro marco que apele a nuestra historia reciente, que conecte con las clases populares del mundo rural y con nuestro reciente pasado emigrante
Las causas son muchas y nada sencillas. Por un lado, el llamamiento de actores políticos como VOX o el Partido Popular ha sido crucial: ha provocado una inflamación evidente fusionando los temas inmigración e inseguridad. Por otro lado, hay condiciones sociales de fondo que favorecen la extensión de esos sentimientos: la sensación de empobrecimiento y decadencia de parte de la población rural -a pesar de los índices macroeconómicos relativamente buenos- han facilitado ese clima de dumping y competencia (“quitan el trabajo”, “bajan los salarios”, “se quedan con las ayudas”, etc.).
También hay problemas estructurales que, de no ser atendidos, lubrican este tipo de conflicto racista: las regiones del agro capitalismo español han registrado transformaciones económicas enormes en estos treinta años. De entre ellas, ha aparecido una enorme bolsa de pobreza y de trabajo en condiciones de miseria que presiona a toda la población independientemente de su origen, aparecen nuevos núcleos de marginalidad, muchos jóvenes sin expectativas, vivienda absolutamente degradada, sentimiento de no pertenencia y de extrañeza en todos los grupos, malas relaciones vecinales, falta de asociacionismo integrador, saturación de servicios, colegios públicos desatendidos, etc. Estos son algunos de los problemas de fondo o estructurales a los que debería prestar atención la izquierda.
Pero a corto plazo cabe también armar un discurso más eficaz y movilizador que haga frente al racismo. La izquierda debe reconocer que el discurso de la diversidad y lo multicultural, tiene un efecto muy limitado en ciertas clases sociales urbanas y con alto capital cultural. Cabe buscar otro marco que apele a nuestra historia reciente, que conecte con las clases populares del mundo rural y con nuestro reciente pasado emigrante. Cabe pensar en términos “gramscianos” y fijarnos en la cultura popular para encontrar en ella el antirracismo y la solidaridad internacionalista aún presentes en el imaginario.
Hace dos décadas, la socióloga canadiense Michèle Lamont estudiaba el antirracismo popular en Francia y su extensión en parte de los trabajadores. Estos manejaban un discurso de la “igualdad de estómago” o del universalismo materialista. Las raíces de esa forma de pensar se encontraban en la tradición de solidaridad cristiana y católica y, después, en la tradición socialista. ¿En qué consistía esa mentalidad antirracista?
Primero, pasaba por reconocer que todos los seres humanos tienen unas necesidades que cubrir y tienen derecho a buscarse la vida de la forma más digna posible: trabajando. No hace falta mirar muy atrás para saber que España expulsaba trabajadores. El rural de Murcia era un exponente claro de esa tendencia. Hacia los 60-70, un pueblo agrario como el mío, Cehegín, perdía casi un tercio de población en sucesivas oleadas migratorias. Mis abuelos, mis tíos o mi madre tuvieron que marcharse a Francia o Alemania para ganarse la vida. La migración se entiende perfectamente cuando se viene de ella.
No cabe sino una política de fondo que aborde los problemas sangrantes que el agro capitalismo salvaje ha generado: no más trabajo sin derechos, no más sobreexplotación y abusos
Segundo, es necesario recuperar el discurso de la igualdad radical y del reconocimiento de la contribución de estas personas y, particularmente, del trabajo manual. Los trabajadores de origen migrante -también tenderos y comerciantes- han hecho una aportación esencial a nuestros pueblos, cumpliendo además con todas las exigencias aquí establecidas. Del mismo modo, tienen derecho -ellos y sus familias- a ser tratados con la misma dignidad con que se trata a cualquiera de aquí. No cabe ninguna excepción a esto. Como se decía en los setenta de nuestros abuelos andaluces, extremeños o murcianos: “És català qui viu i treballa a Catalunya”. Lo mismo deberíamos decir hoy: “Pachequero es quien vive y trabaja en Torre-Pacheco”.
Aparte de este discurso de la “igualdad de estómago”, no cabe sino una política de fondo que aborde los problemas sangrantes que el agro capitalismo salvaje ha generado: no más trabajo sin derechos, no más sobreexplotación y abusos, fin de la infravivienda, programas de empleo y formación para jóvenes, seguridad y vida tranquila para todos/as, servicios públicos dignos y con recursos. Ni que decir que la organización social y política a través de asociaciones, sindicatos y movimientos comunitarios será, como en la Cataluña de los setenta, el revulsivo integrador que acelere este cambio.
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