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Opinión
Las soluciones de las crisis no vendrán de expertos, economistas o cielos lejanos
La civilización de Tiahuanaco fue una de las más sorprendentes y brillantes culturas andinas. Según parece, fue más un núcleo difusor de cultura e influencia tecnológica que un imperio político o militar. En cualquier caso, su influencia alcanzó una extensión geográfica que solo igualaría el Tahuantinsuyo incaico siglos más tarde.
La huella que dejaron fue tan grande, que los incas se proclamaron descendientes de Tiahuanaco, algo que podemos parangonar —salvando las distancias— con la influencia de la Grecia clásica sobre Roma y su cultura imperial. Como muchas otras civilizaciones, Tiahuanaco y su espléndida ciudad capital a orillas del lago Titicaca acabó colapsando. En su caso, alrededor del siglo XII de nuestra era, tras más de 20 siglos de existencia.
Las razones de este colapso son motivo de controversia, pero existe una teoría, extraña y sugerente, que me gustaría reseñar aquí. Esta hipótesis propone que importantes cambios climáticos provocaron el fin de la capacidad predictiva y tecnológica de las elites para llevar a cabo prácticas agrícolas y ganaderas muy sofisticadas, concebidas y testadas en investigaciones seculares por los tecnólogos-teólogos andinos.
Podemos imaginarnos aquellos sabios aymaras, perplejos al descubrir que metodologías firmemente probadas durante siglos dejaban de funcionar. Podemos intuir también como, aun frente a la evidencia, aquellos hombres de poder y prestigio intelectual fuera de toda duda, insistían una y otra vez en aplicar viejas recetas de las que no fueron capaces de desprenderse a tiempo.
Tal vez esa época de crisis —especulemos— fue también la de mayor sofisticación de las observaciones astronómicas; tanto, que los “sacerdotes-astrónomos” estuvieron a punto de desvelar la trama de los cielos y descubrir la morada de los dioses.
La crítica clásica de la izquierda dice, con acierto, que los expertos aparentemente neutrales no lo son
Hasta que el pueblo, harto ya de fracasos, fue abandonando los viejos rituales y a sus especialistas, llegando a actuar de forma violenta contra los que hasta hacía poco habían sido sabios respetados y líderes indiscutidos.
Más allá de la certeza o no de esta hipótesis, al leerla no puedo evitar hacer una analogía con la situación actual de nuestra civilización, aun con toda la prevención que exigen este tipo de comparaciones entre situaciones tan lejanas en el tiempo.
Empecemos con la disciplina económica, saber de gran prestigio e influencia. Ciertamente, la ortodoxia económica liberal, como todos los corpus teóricos coherentes, es difícilmente rebatible si nos atenemos a sus propios códigos y elaboraciones: incluido el dogma matemático como única verdad universal, la consiguiente matematización de la ciencia económica y el triunfo del enfoque cuantitativo en la investigación social.
De esta forma, solo los poseedores de los códigos económicos/matemáticos pertinentes tendrían derecho a dirigir y testar las políticas económicas y sociales, aunque, obviamente, producen consecuencias sobre el conjunto de la sociedad. Aun así, lógicamente, el pueblo llano —iletrado en economía— exige resultados acordes a las predicciones y propuestas de los economistas, por lo menos hasta cierto grado, algo que no ocurre en los últimos tiempos, cuando se extiende la percepción contraria de que cada vez aciertan menos y sus propuestas son cada vez menos eficaces.
La crítica clásica de la izquierda dice, con acierto, que los expertos aparentemente neutrales no lo son, pues responden a intereses corporativos que coinciden en general con los de las élites económicas, masculinas, blancas, CIS, heterosexuales; obviando las necesidades y deseos de las clases populares, las mujeres y las distintas minorías (o mayorías) discriminadas.
Pero, incluso siendo esto así, que sin duda lo es, para mantener alguna credibilidad, los expertos tienen que mantener cierto nivel de acierto predictivo sobre la aparición de crisis de todo tipo, y sus recetas necesitan cierto grado de éxito si quieren evitar el caos sistémico y la pérdida consiguiente de sus privilegios de casta. ¡Y no lo están consiguiendo!
Tal y como les pasaba a los sacerdotes-tecnólogos del altiplano andino, los rituales consolidados, por ejemplo, las políticas monetaristas como las subidas y bajadas de los tipos de interés, se muestran como rituales vacíos incapaces de solucionar los problemas y desajustes crecientes de la economía global. Tampoco sus métodos predictivos aciertan ya, pues son incapaces de predecir las cada vez más frecuentes turbulencias socio-económicas, limitándose a menudo a utilizarlos como instrumentos para la especulación, en un casino global cada vez menos relacionado con la economía real.
Sin embargo, desde el punto de vista del pueblo iletrado —que no idiota— lo mismo da que el método sea el análisis de las entrañas de la alpaca andina que la última teoría económica. Si no funciona, no funciona. O dicho de otra forma, la pretendida economía científica se ha convertido en teología. Se ha esclerotizado, en el sentido de que no es capaz de adaptarse a los nuevos tiempos proponiendo nuevas metodologías de análisis y actuación sobre la realidad de la vida. De esta manera, va en dirección contraria al mejor espíritu científico, que se basa en la duda y la oposición al dogma, sea este religioso, filosófico o matemático.
La rica tierra irrigada por el Titicaca, a través de un excelente sistema de canalizaciones y producto de eficaces prácticas agropecuarias, se volvía cada vez más estéril por la salinización de las aguas del gran lago andino, mientras los sacerdotes escudriñaban el cielo buscando respuestas.
De manera semejante, el mundo actual se ve sometido a una crisis multifactorial: climática, de pérdida de biodiversidad, escasez de materiales y agua potable, desertificación…, asociados a guerras, hambrunas, desplazamientos masivos de población, carestía, aumento exponencial de las desigualdades, autoritarismo. En suma, desorden global creciente.
¿Qué hacen los teólogos de la economía clásica (o neoclásica) al respecto? Pues poco o nada. Los vemos cada vez más desorientados, desdiciéndose de algunos dogmas para salvar los muebles, dependientes de dirigentes autoritarios y de los nuevos amos “feudales” de las grandes corporaciones, que les hacen caso sólo cuando les interesa y de los que reciben sus inmoderados salarios.
Por suerte, aseguran algunos, todavía disponemos de la tecnología para salvarnos del desastre. No es casualidad que, durante esta época de profundas crisis sistémicas, los científicos de la NASA anuncien a bombo y platillo, por boca del presidente Biden, que están a punto de fotografiar, nada menos, que la génesis del universo, la creación del mundo.
No son los únicos que buscan en los lejanos cielos soluciones a los problemas terrenales, como los buscadores del santo grial de la energía infinita y limpia (la construcción del sol en la tierra), o quienes proponen la ingeniería espacial para solucionar el cambio climático.
Mientras, la virtualización de la realidad aumenta día a día con la sofisticación de las tecnologías de información y comunicación, posibilitando nuevas formas de acumulación capitalista, el llamado capitalismo de datos, y un “metaverso” que pese a las apariencias no será inmune al impacto de las crisis.
Para muchos, la ciencia se concibe como un deus ex machina, una panacea para solucionar todos los problemas humanos; pero, por otro lado, no la escuchan cuando propone cambios sociales estructurales; se le exigen en cambio soluciones mágicas y predicciones amables, en vez de rigor y humildad científica.
En cualquier caso, esta aparente paradoja, que conjuga el brillo de la ciencia y el apogeo cultural con una crisis civilizatoria, no es nueva en la historia; la hemos visto en la antigua cultura del altiplano andino, pero la podemos rastrear en otros momentos y lugares; por ejemplo, se suele destacar el brillo cultural e intelectual de Viena a las puertas de las desaparición del imperio austro húngaro, o del llamado siglo de oro español, cuando Francisco de Quevedo ya intuía el derrumbe imperial, o la delicadeza artística de la Granada Nazarí antes de su conquista. Algo que se ha metaforizado a veces con el súbito brillo de la llama antes de agotarse la vela.
No debemos caer en un catastrofismo paralizante, pues también podemos aprender de la historia y procurar adaptarnos a los nuevos tiempos
Obviamente, no es posible extraer una regla general de estos casos, pero si advertirnos de su posibilidad, para no dejarnos cegar por los oropeles tecnológicos ni verlos como la solución a todos los males de nuestras sociedades.
Es el error que cometieron los sacerdotes de Tiahuanaco, de ser cierta la teoría que hemos expuesto. Al parecer lo pagaron caro. Los actuales arqueólogos bolivianos quedaron impactados al descubrir los cuerpos mutilados por la muchedumbre de sacerdotes de Tiahuanaco… y, sin embargo, la larga serie de altas culturas andinas siguió su curso, cuando menos hasta el colapso producido por la conquista europea, algo que desgraciadamente no está en absoluto garantizado en nuestro caso.
Puede que la crisis de Sri Lanka, sea la primera de otras muchas, distintas posiblemente, y algunas mucho peores, visto el cariz que toma el mundo. Puede que vengan más años malos que nos harán más ciegos, como dejó dicho Rafael Sánchez Ferlosio. Puede, pero tampoco está escrito, y no debemos caer en un catastrofismo paralizante, pues también podemos aprender de la historia y procurar adaptarnos a los nuevos tiempos.
Esto solo será posible si somos capaces de desembarazarnos de viejas corazas que nos impiden coger el toro por los cuernos de las crisis, para poder seguir presentes como humanidad y como especie. Compartiendo el planeta, formando parte de la compleja red de la vida sin pretender dominarla, desde fórmulas de apoyo mutuo: entre las personas, comunidades y con el resto de la biosfera. La solución no está en los altos cielos de la economía, ni mucho menos en las inalcanzables estrellas, sino modelando con cariño, respeto y sabiduría el barro húmedo que nos conforma.