Opinión
Una de las dos Ucranias

Las dos Ucranias suelen explicarse en términos geográficos, el este rusófono y la región occidental. También se explican en términos de lenguaje o de moneda. Sin embargo, no es tan sencillo ver dónde acaba una y empieza la otra.

Imagínense un país cuya memoria colectiva estuviera atravesada por diferentes identidades, lenguas, o historias de vida. Imagínense que eso determinara, en parte, tu lugar en ese país, pero también el mundo. ¿Qué idioma hablas en la intimidad? ¿en qué bando combatió tu abuelo? ¿y, si tuvieras que marcharte, a qué lado escaparías?

Imagínense, pues, Ucrania. Un país muy grande, colocadito ahí, en el “corazón continental” como lo llaman los dueños de los mapas, pero pequeñito en lo económico y en lo democrático, apenas comenzando a caminar. Un país con la sombra omnipresente de un pasado soviético, tanto para quienes lo añoran como para quienes lo abominan. Un país donde las élites políticas y económicas han depredado durante tres décadas cualquier esperanza de proyecto común y colectivo para amasar, ellos también, Rolex, yates y Lamborghinis. Un país que donde cada poco tiempo se reescriben los libros de texto, en busca de una Historia que encaje en sus aspiraciones, y en el que una guerra ha venido a lastrar, para años y años, cualquier futuro.

Ahora, que Zelensky ha venido a explicarnos lo que fue Gernika, imagínense que nosotras, españolitas y españolitos, tuviéramos que narrar nuestra cultura política, nuestra memoria colectiva, a una persona extraña a nuestra Historia. Imagínense cuánto habría que contarle para que entendiese cómo se configuran nuestros parlamentos, o nuestras amistades, los pueblos donde veraneamos, las familias que no se sientan juntas a cenar, los bisabuelos que no enterramos. Porque hasta quienes reniegan de hurgar en el pasado saben que este nos persigue, que vive en los apellidos de los consejos de administración, de las páginas del ¡Hola! y de los gabinetes de partido. ¿Cómo contaríamos esa historia? ¿Hasta dónde nos remontaríamos? ¿Cuán lejos llegan las fracciones, las escisiones, los matices? ¿Qué elegiríamos no contar?

Se dice que existen dos Ucranias. Y si bien es una simplificación, de nuevo destructora de las complejidades y de grises donde habitamos la mayoría de las personas, conocer sus narrativas ayuda a navegar mejor el sinsentido de esta guerra. Pero la historia de las dos Ucranias no sale en las crónicas bélicas. Hay que acudir a las autoras ucranianas y rusas, y a las investigadoras y analistas en la diáspora, que han escrito ensayos imprescindibles sobre memoria e identidad. Leyéndolas y charlando con algunas de ellas, por fin, se aclaran un poco más los mapas y las fronteras, y se descodifican las palabras y los símbolos. Escuchando a Halyna, leyendo a Olga o a Tatiana, pienso en cuánto ganaríamos todas si invirtiéramos más tiempo en conocer su trabajo y pasáramos menos frente a Twitter y la tele. Disculpen, de antemano, brochazos gordos, sesgos, plumeros y dudas en el empeño de seguir pensando esta guerra desde el contexto y la sospecha, a riesgo de equivocarme, que es preferible a querer tener siempre razón.

Las dos Ucranias suelen explicarse en términos geográficos, enfrentando a los territorios del Donbás, en el este rusófono, minero e industrial, con Galicia, (Halychyna), la región occidental, campesina y ligada al pasado austrohúngaro y polaco. También se explican en términos de lenguaje, con un sudeste donde habita la minoría rusoparlante frente al centro y noroeste que habla el idioma ucraniano. Hay también dos iglesias ortodoxas, el Patriarcado de Kiev y el de Moscú. Y en sus mercados se manejan dos divisas, rublos y grivnas, al menos, en la práctica. Si se observa cualquier mapa electoral de la última década se le revelará perfectamente la división política, ese “choque de civilizaciones” que tan bien han alimentado los principales interesados en hostigarlo. Sin embargo, no es tan sencillo ver dónde acaba una y empieza la otra; no hace tanto, una gran distancia entre ellas mitigaba y desdibujaba esas diferencias.

La construcción de una Ucrania independiente en 1991 fue la opción mayoritariamente apoyada en todos los oblast (regiones) del país, incluso entre los combativos mineros del Donbás oriental

Las dos Ucranias se encarnan también a través del espíritu de dos ciudades: Lviv, o Lvov, y Donetsk. El día grande en Donetsk, la ciudad del carbón, —la más grande de Donbass— se celebra el 9 de mayo, cuando se conmemora la victoria soviética contra los nazis de 1945, durante su Gran Guerra Patria. La música festiva se mezcla con las marchas militares y sus habitantes caminan por las grandes avenidas donde las hoces y martillos marchan junto a las banderas de la Rusia Imperial y las de las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk. Ambos territorios vecinos se autoproclamaron independientes en 2014, cuando el gobierno emergido del Maidán, al que percibieron como una amenaza a su existencia, tomó el poder en Kiyv.

Nada de eso ocurre en Leópolis (Lviv), el corazón cultural del nacionalismo ucraniano, donde, uno de sus principales festivos es el de la Independencia de la URSS, el 24 de agosto, que ha ido creciendo en intensidad e importancia, especialmente ahora, en su 30 aniversario. El año pasado la ciudad acogía un festival, el Etnovyr, cargado de actividades que reivindicaban el folclore y la tradición ucraniana: flores y cintas en el pelo, blusas bordadas y sombreros cosacos, bailes y gastronomía. En Kiyv, un moderno escenario gigante lleno de delegaciones internacionales —Biden incluido— celebraba la independencia, envuelto en la bandera azul y amarilla, en el tridente del escudo nacional y con las loas de Zelensky al ejército ucraniano. Las tropas llevaban para entonces ocho años desplegadas en el este del país, en una operación “antiterrorista”, la ATO, contra lo que el gobierno consideraba la amenaza separatista del Donbás. Los acuerdos de paz de Minsk eran para entonces papel mojado.

Sin embargo, no hace tanto, Kiyv también conmemoraba el Día de la Victoria, cuya simbología comunista está hoy prohibida en el país, mientras que en Donbás se celebraba el 24 de agosto como un festivo nacional. De hecho, tras la caída de la Unión Soviética, la construcción de una Ucrania independiente en 1991 fue la opción mayoritariamente apoyada en todos los oblast (regiones) del país, incluso entre los combativos mineros del Donbás oriental. La crisis económica y social que asoló el país en los noventa se cebó con esas zonas industriales, pero del mismo modo lo hizo del con la clase trabajadora occidental del país, mucha de ella migrada hacia el precario mercado de trabajo que le ofrecía Centroeuropa. Los oligarcas saltaban de partido en partido y de corruptela en corruptela, y el proyecto común de un país independiente, de una bisagra entre mundos, de un sujeto político propio, no encontraba acomodo, porque sus líderes estaban demasiado preocupados en saquearlo.

A medida que pasaban los años, caído el telón de acero, las élites occidentales del país engordaban los prejuicios respecto de los “sovky”, los viejos, bárbaros y atrasados donbassianos

El nacionalismo ucraniano creció y se hizo fuerte al oeste del país, mediante una política de “ucranización”, que ponía en valor su idioma, sus tradiciones y sus costumbres. La lengua fue el vehículo principal, porque los idiomas no son solo idiomas; legitiman el poder, la diferencia o las similitudes, construyen grupos y estereotipos. El ruso se percibía como la lengua de la dominación y del prestigio, pero también de la opresión y la “rusificación” que durante siglos había impedido a Ucrania tener una entidad propia.

Para la filóloga Alla Nedashkivska este proceso lingüístico fue clave en los años previos al Maidán, objeto de un intenso debate político y de cambios constantes en la legislación. El uso del ucraniano era la venganza del campesinado rural, que, tras décadas viendo su idioma relegado a la intimidad, asociado a la pobreza del mundo agrícola y al rigor de la estepa, se reivindicaba desde la dignidad de un renacimiento del que estar orgullosos. El nacionalismo ucraniano recuperaba poco a poco terreno, reivindicando para sí fechas y eventos históricos, intelectuales, artistas y símbolos que se consideraron largo tiempo injustamente apropiados por Rusia, y se postulaba como el garante de los valores occidentales de la Europa a la que aspiraba a parecerse. Según el mito fundacional, la renacida nación ucraniana libraba una larga lucha de liberación desde la ocupación rusa, y luego soviética, durante más de 350 años. Hambre y holodomor, represión y violencia: los historiadores de esta corriente echaban las cuentas y el rencor era siempre el resultado. Escuelas, universidades, administraciones públicas, televisiones y periódicos abrazaban la lengua libertadora, que para algunos venía a convivir con, y para otros, a sustituir, al idioma de los soviets y los zares.

Hubo un tiempo en que las encuestas y los barómetros devolvían identidades cruzadas, diversas, solapadas: ucranianas, rusas, europeas, soviéticas

Pero este nacionalismo tenía un problema: se construyó desde la oposición a todo lo ruso. Y construir un país “contra algo”, en vez de hacerlo “en favor de” un proyecto propio tiene sus limitaciones… y sus peligros. La ultraderecha encontró una razón de ser, de legitimarse, y las élites políticas, incluso las revestidas de “proeuropeas”, no quisieron evitarlo, sino utilizarlo para avivar un etnofascismo que redimía terribles personajes y momentos de la historia del siglo XX en busca de épica y de héroes. Sus críticos dicen a menudo que es un nacionalismo teledirigido, alimentado por una diáspora conformada por los hijos y los nietos de la oposición al comunismo, y por las fortunas de la aristocracia, la burguesía, o los kulaks (terratenientes) que huyeron del terror soviético para instalarse en Canadá, en Polonia o en Estados Unidos, que desde entonces han estado en permanente guerra contra el Kremlin. Pero sería injusto no reconocer que hay cimientos históricos, remotos y presentes, para un nacionalismo ucraniano, como injusto sería despreciarlo, como hace constantemente Putin, o reducirlo a una comunidad imaginada: o al menos, sí lo es, lo es en la misma medida que otra nación cualquiera.

Mientras, la región oriental, el Donbás minero caído en desgracia, capeaba los años de crisis económica con la nostalgia de tiempos mejores. El descrédito hacia el legado soviético, demonizado por sus vecinos occidentales, les colocaba en un rol completamente diferente al que jugaron en sus días de gloria. Si la URSS engrandeció (hay quien dice que exageró) su leyenda como pulmón económico y próspero corazón industrial del país, la nueva Ucrania hacía precisamente lo contrario. A medida que pasaban los años, caído el telón de acero, las élites occidentales del país engordaban los prejuicios respecto de los “sovky”, los viejos, bárbaros y atrasados donbasianos.

Halina Mokrushya, una brillante autora que ha escrito con una sensibilidad extraordinaria sobre esta cuestión, explica esa progresiva deshumanización del Donbás, narrada como una región retrógrada, sedienta de pan y de mano dura; una tierra deprimente, de edificios grises y calles tristes, de personajes grotescos, como los que cruelmente estereotipa Sergei Lotnisza en su documental Donbass, que Netflix se apresuró a colocar en su parrilla pocos días después del comienzo de la invasión.

A medida que se difuminaba la posibilidad de una coexistencia —lingüística, cultural, y sobre todo política— la autoidentificación con Rusia sustituía al regionalismo, y también a los valores colectivistas, de orgullo proletario o de justicia social que aún conservaban sus habitantes. Al Donbás no le gustaban los cambios; aunque sólo quedasen las carcasas y los discursos vacíos, viviendo en ellos, al menos, no eran unos apestados. Otro documental, que firma el canal Arte, Land of separatists, sirve para explicar como en 2014, tras el levantamiento de Donetsk y Lugansk, el Donbás intentaba construir un destino propio en medio de un caos político donde se enfrentan comunistas y sindicalistas, turbios populistas locales, sacerdotes ortodoxos, oligarquillas de medio pelo y rusos venidos a pacificar. Todo ellos estaban dispuestos a defender sus intereses en nombre y defensa de la región “rebelde”, algunos con más dignidad que otros, pero con mucho menos éxito.

Dos epítomes, dos identidades colectivas, dos proyectos de país. No obstante, las cosas pudieron ser distintas: hubo un tiempo en que las encuestas y los barómetros devolvían identidades cruzadas, diversas, solapadas: ucranianas, rusas, europeas, soviéticas. La devastada Mariupol, por ejemplo, era prueba de ello, como lo eran otras ciudades mestizas, como Dnipro o Jarkov. Hubo un tiempo en que en las bibliotecas había libros en ambos idiomas, y no pasaba nada. Un tiempo en que en muchas zonas centrales del país se hablaba el exótico surzhyk, una mezcla de ruso y ucraniano, del que hoy mucha gente reniega. Un tiempo en el que las novelas de Gogol eran eso, novelas, y no una disputa sobre el origen del autor. El propio Zelensky tuvo que mejorar su fluidez en ucraniano a toda prisa en su carrera a la Rada, para evitar comunicarse en su ruso natal, que iba desapareciendo progresivamente de sus discursos a medida que crecía su popularidad de showman. Hubo un tiempo en el que, no hace tanto, había problemas, demandas comunes que unían a todo el país: la desigualdad, la corrupción lampante, una transición al capitalismo condenada a fracasar, o el hartazgo de depender siempre de recetas y promesas impuestas por otros, FMI, Putin, UE, OTAN. Pero eso fue antes. Antes de la guerra.

Los insultos son una valiosa forma de entender cómo se ven hoy las dos Ucranias. Olga Baysha recurrió al análisis de las redes sociales durante los meses post-Maidán de 2014 para demostrarlo, porque la burla y la ofensa, afirma, nos ayudan a blindarnos, a construirnos y a ampliar a la distancia con “el otro”, con el enemigo. Insultando aprendemos a homogeneizarlo, a desear su destrucción, su desaparición. Así, los medios occidentales del país alimentaron el mito del idiotizado Downbass. Los “vatniki”, con sus viejas chaquetas de algodón soviético, tenían el cerebro hecho del mismo relleno. Sus ocho años de guerra no merecían tampoco interés ni empatía, pues les convirtieron a ojos de muchas personas en terroristas, en separatistas, en una amenaza y también en una excusa para recortar derechos. En la tierra de los mineros embrutecidos habitan los kolorady, que nada tienen que ver con el rojo, sino con un tipo de escarabajo de rayas naranjas y negras, similar al lazo de san Jorge, del mismo color que Rusia utiliza como símbolo de la victoria de la II Guerra Mundial. “¡Matemos a los escarabajos! ¡Aniquilémoslos!”, gritaba la extrema derecha movilizada a las puertas de la Casa de los Sindicatos de Odessa en 2014, donde 36 manifestantes anti-Maidan fueron quemados vivos.

Cada día “el otro” es más odiable, más ajeno, más salvaje, y sus muertos duelen menos, y como decía el poema, una de las dos Ucranias ha de helarte el corazón

El Este, incapaz de prever la dimensión de lo que supondrían las protestas de Maidán, y de todo lo que estaba por venir desde entonces, miraba a Kiyv con desdén: llamaban “skakuny” o saltarines a la juventud estudiantil movilizada con sus esperanzas de cambio puestas en Europa, que coreaban “Moscovita el que no bote”. Las demandas de aquellas protestas conectaron con millones de personas en la Ucrania del centro y el oeste, pero se desdeñaban en los telediarios rusos de Donetsk y Lugansk. Los “maidowns” eran infantilizados, percibidos como masas manipuladas por occidente y financiadas por el “soft power” norteamericano. Y si bien es innegable la estructura de influencia de las fundaciones, filantropías e inversiones de organizaciones euroatlánticas en la nueva cultura política ucraniana, no era menos cierto que eso no podía explicar por sí solo la adhesión de tanta gente al proyecto nacional o a las aspiraciones europeas. Los kastrûlegolovi o “cabezas de sartén” —llamados así por las ollas que se ponían en las cabezas durante las protestas como método de autodefensa— eran, además, despreciados por su ignorancia y su ingratitud al legado ruso-soviético.

Los medios rusos alimentaban ese desinterés por profundizar en conocer qué pasaba en Kyiv, en Lviv o en Odessa, dando la espalda al hecho de que muchas personas sí se sentían afines con un sistema de valores, de identidades y de formas de habitar el mundo que ya no podían contenerse mediante del cóctel de orgullo, patriotismo, “URSStalgia” y paneslavismo de Putin. “Ya recapacitarán” me decían hace años las vecinas de Donbás, empeñadas en agarrarse con fuerza a esos lazos entre naciones que a veces se dicen hermanas, madres o hijas, pero inevitablemente, y pese a todo, familia. Ya recapacitarán. Pero no, no recapacitaron.

Guerra en Ucrania
¡Ucrania! ¡Mujeres! ¡Guerra!
La dominación patriarcal estructural en toda la región ruso-ucraniana se ha apuntalado tras ocho años de guerra, y la migración y el refugio como violencias machistas también tienen que estar en el debate.


Hoy, la narrativa totalizadora convierte en fascistas a todos los ucranianos que reniegan del Kremlin, que, en nombre de la paz y del antifascismo, está devastando ciudades y vidas con el Donbás como excusa, como ariete. La “desnazificación” se ha llevado por delante mucho más que nazis. Ello no implica dejar de reconocer que la institucionalización de la extrema derecha ucraniana y la represión de la izquierda es una incómoda verdad sobre la que en Europa pasamos de puntillas, blanqueando y ocultando su gravedad; pero el antifascismo de Putin no es ni socialista ni popular, ni sus invasiones, u operaciones militares, se guían por los valores que en 1945 liberaron Europa del nazismo, a costa de veinte millones de muertos puestos sobre la tierra. Pero la “zeta” que hoy identifica el apoyo a la operación militar en Rusia opera también mediante su propia narrativa, una maquinaria de propaganda, de legitimidad, identidad, que habla para sí misma y para otras partes del mundo y que ni se molesta en desplegar en Europa. Sería interesante compartir algunos ejemplos aquí, pero el acceso a esas webs está censurado.

Karina Korostelina lleva años estudiando las dinámicas de violencia y reconciliación y critica la tendencia a simplificar Ucrania como una confrontación entre esos dos grupos opuestos. Para ella, había otras muchas identidades en pugna más allá del nacionalismo étnico o del “homo sovieticus”, que, desde el europeísmo al paneslavismo, abogaban por otros modelos de coexistencia. Es probable que en Europa occidental nos sintamos más cercanas a esa Ucrania del oeste, especialmente, a esa clase media joven y urbanita cuyos valores, aspiraciones y códigos se parecen a los nuestros. Lejos nos queda Donbás, como lejos queda Rusia, de la que apenas sabemos nada, y sobre la que se aplica una mirada etnocéntrica y sesgada, porque aquí también necesitamos construir “enemigos” y “otros” que justifiquen los intereses y las aspiraciones de unos pocos que, erróneamente, consideramos de los nuestros.

Hace unos días una activista feminista de Lviv, o de Lvov, como prefieran, cortó abruptamente una conversación conmigo cuando le pregunté por la reconciliación tras la guerra. “No es una guerra —me aclaró— es una invasión. Y no, no hay reconciliación posible: todos y cada uno de los rusos es responsable. No somos pueblos hermanos. Son nuestros verdugos”. Al poco tiempo compartía en sus redes un vídeo escalofriante en el que una actriz ucraniana, vestida con el traje popular frente a un campo de trigo, degollaba con una hoz la garganta de un ruso.

Hice la misma pregunta a una amiga que vive en Lugansk. “Quien siembra vientos, recoge tempestades”. Ella, aunque lamentaba el dolor de los ucranianos, me reprochaba que en su ciudad hacía demasiado tiempo que sufrían ese mismo dolor en sus carnes. “Logaremos la paz cuando llegue la victoria. ¡Llevábamos ocho años esperando al día “Z”!. No se lo dije, pero lo cierto es que más que a paz, su voz sonaba a vendetta.

Es una guerra imperialista, dicen unos. Otras voces la llaman guerra de liberación (pero también lo dijeron de Siria, y de Libia, y aquello salió regular…); y hay quienes quieren ver una guerra contra el fascismo, aunque los haya en ambas filas. También quienes la entienden como una guerra civil y, por dolorosos parecidos que nos suenan demasiado, bien pudiera serlo. Pero cuidado con usarla para hacer metáforas y construir bandos, que de tanto estrujar la historia ajena y la propia, se nos está quedando hecha un trapo.

Sea como fuere, es una puñetera guerra. Y cada día que pasa crece la animadversión, la rabia, la venganza, las cuentas pendientes, y se estrecha el camino del diálogo, de la reconciliación. Cada día “el otro” es más odiable, más ajeno, más salvaje, y sus muertos duelen menos, y como decía el poema, una de las dos Ucranias ha de helarte el corazón.

No hacía falta ser la ONU ni la OSCE para preverlo, aunque ambas organizaciones lo advertían desde hace tiempo en sus informes: con el paso del tiempo, las divisiones en la sociedad ucraniana se profundizarían y enraizarían. Lo preocupante es que desde aquí alimentemos con gusto esa polarización, en vez de retomar el tiempo en el que otros futuros eran posibles.

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Marc
25/4/2022 15:49

Interessant reflexió. Ara, la veritat, les comparacions amb el Regne d'Espanya costa no fer-les, com deu saber qualsevol capaç de llegir aquest comentari.

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jamtmiranda
jamtmiranda
22/4/2022 10:02

Gran artículo. Muy interesante, sobre todo al no partir de prejuicios, ni maniqueos "buenos, contra malos"
Muy necesario en unos momentos de grave crisis en Ucrania y en toda Europa. Más, teniendo en cuenta que, los grandes medios de comunicación, han tomado partido por una de las partes, de forma descarada.
Necesitamos más información veraz sobre lo que pasa en nuestro mundo.

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SeisDoble
21/4/2022 16:03

Me ha gustado mucho el artículo, lo de las dos Ucranias es muy evocador. He intentado segur en enlace de una actriz ucraniana, vestida con el traje popular, no se si lo habéis quitado por ser demasiado fuerte o es un error. Un abrazo y gracias por tu valentía

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