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Andalucía
Andalucía, un campo de batalla cultural
Si queremos comprender de qué modo el pasado se ha convertido en presente, hemos de comprender también nuestras completas relaciones con ese pasado, que incluyen tanto la necesidad histórica de transformarlo, como el deseo de mantener, de establecer e incluso inventar una continuidad”, Eric Hobsbawm.
El imprevisible –o no tanto– resultado de las pasadas elecciones andaluzas del 2 de diciembre ha dejado un escenario de fortaleza electoral de las derechas más extremas, ante la fuga de votos del social-liberalismo del PSOE y de la nueva socialdemocracia de Adelante Andalucía hacia la abstención. Guste o no, la derecha extrema –o por qué no fascista- de Vox está marcando la agenda política y los debates, condicionando la formación de un nuevo gobierno de la Junta que tendrá, por primera vez, en más de 35 años, un presidente que no pertenece al PSOE; y ya, metidos en esta tesitura, la máxima de no hablar, de no nombrar a Vox con el fin de no darles una visibilidad –el famoso elefante de Lakoff-, no sirve, ese momento ya pasó; inevitablemente hay que hablar de Vox y de su discurso en Andalucía y para Andalucía porque ya es una realidad con la capacidad de afectar políticamente al conjunto del pueblo trabajador andaluz.
Pero hablar de Vox no solo supone armar un discurso eficaz, sino también una praxis acorde a una ética revolucionaria. Abordar la cuestión en definitiva supone un ejercicio creativo de organización obrera y popular andaluz, y de asumir prácticamente el objetivo de una Republica andaluza libre y soberana tajo a tajo, calle a calle, pueblo a pueblo. Frente a la tentación alarmista y su discurso conservador de mantener el estatus andaluz generado en la Transición y hoy amenazado por la derechas extremas, hemos de tener presente que la amenaza derechista ha sido posible y se ha materializado gracias al régimen andaluz del PSOE –consecuencia del régimen postfranquista español- y de su constitución como partido referente de gran parte del pueblo trabajador y de la clase obrera andaluza. Volver al punto de partida que dio un lugar un régimen corrupto, neoliberal, soberbio, con un concepto utilitarista de las señas de identidad andaluzas y sometido a la oligarquía y cualquier poder ajeno a los intereses del pueblo trabajador andaluz, no puede ser ya una opción.
La batalla cultural, sentido común y buen sentido
Por tanto, Andalucía se ha constituido en un campo de batalla entre unas derechas extremas desatadas y un bloque social-liberal y socialdemócrata cuyo objetivo ahora mismo es el de regresar a una situación previa al 2 de diciembre pasado, si acaso con algunas mejoras cuya concreción y alcances no se definen. Esta dialéctica, como ya hemos dicho, en el mejor de los casos solo sirve para mantener el estatus andaluz, no para superarlo.
La tarea pues del conjunto de la izquierda soberanista y transformadora andaluza ha de ser el de irrumpir en esa batalla, con su propia artillería, con su propio armamento, pero antes de continuar, o mejor dicho para armar nuestro arsenal y dar la batalla con ciertas aspiraciones de éxito necesitamos hacer la distinción gramsciana entre sentido común y buen sentido, así como definir el concepto de batalla cultural y como estos conceptos actúan en las escena política andaluza.
Para el dirigente comunista sardo, Antonio Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, el sentido común era definido sintéticamente como la “filosofía de los no filósofos”, es un conocimiento vulgar, pasivo, inducido, acrítico y aparentemente natural. Decía Gramsci: “El ‘sentido común’ de una sociedad determinada, está hecho de la sedimentación de diversas concepciones del mundo, de tendencias filosóficas y tradiciones que han llegado fragmentadas y dispersas a la conciencia de un pueblo. De ese ‘sentido común’ se tomarán referencias y ordenamientos que justifiquen o reprueben los actos de la vida pública y privada”; como consecuencia, el sentido común es el sentido de la clase dominante, el sentido común de los capitalistas y de las relaciones sociales de producción capitalistas que lo imponen y lo naturalizan desde los diferentes aparatos de reproducción ideológica del Estado y de la llamada sociedad civil capitalista. Sin embargo, en el sentido común puede haber “elementos sanos” surgidos de una conciencia autónoma y crítica de las condiciones materiales de existencia: se trata del buen sentido. Este buen sentido se conforma de realidades tozudas que pueden ser negadas o marginadas pero que persisten. Para Gramsci, este buen sentido se ocultaba en el sentido común, pero tendía a visibilizarse en los momentos de crisis.
La batalla cultural es pues resumiendo la lucha por una nueva visión, por nuevas maneras de ver la vida, por unos nuevos valores ajenos a la ideología capitalista naturalizada por el sentido común. La batalla cultural es una lucha revolucionaria que no solo se puede concebir desde los discursos o la mera confrontación de ideas, sino que la praxis es determinante en esa batalla. Sin praxis el sentido común capitalista quedará intacto, porque hay quienes quieren reducir la batalla cultural a lo simbólico o al discurso, negando toda relación dialéctica con la acción política revolucionaria. No olvidemos que las batallas forman parte de una guerra, las batallas culturales son parciales y forman parte de una globalidad: el fin de la miseria, la explotación y la opresión. Esta cuestión es sumamente importante porque desde la izquierda estatal española hegemónica se pretende reducir la batalla cultural a meras poses provocadoras con las que irritar ocasionalmente a la derecha; en el fondo, ni conciben las batallas culturales dentro de una globalidad revolucionaria ni hay una verdadera lucha (política) por la hegemonía, y es en este punto, en el de la hegemonía en el que Gramsci, inevitablemente, entronca con Lenin, con el desarrollo de una dirección social por parte de una clase, en este caso, la clase obrera; entronca con aquel Lenin que en 1905 (Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática) defendía que correspondía al proletariado hegemonizar la lucha contra la autocracia zarista y arrastrar al resto del pueblo oprimido. Entronca, en definitiva, con el Lenin que afirmaba en los Cuadernos filosóficos: “La práctica es superior al conocimiento (teórico), porque posee no sólo la dignidad de lo universal, sino también la de la realidad inmediata.”.
El sentido común en Andalucía es el impuesto por la gran oligarquía imperialista española, un sentido común que normaliza en lo material la configuración histórica de una Andalucía marginada, dependiente y oprimida gracias a la manipulación de los marcadores identitarios andaluces. El objetivo es desposeer al pueblo andaluz, especialmente a la clase obrera, de elementos culturales o simbólicos que le permita tomar una conciencia crítica de su situación y organizar un poder político que atente contra el poder de esa oligarquía y planifique desde la democracia y la soberanía su vida económica, social y cultural.
El histórico andalucista José María de los Santos en Sociología de la transición andaluza consideraba que la manipulación de los marcadores identitarios andaluces se apoyaba en dos pilares, la sobrestimación y la subestimación: ”Pues bien, centrándonos en el tema de la cultura andaluza, hemos de poner de relieve que uno de los síntomas más elocuentes del estado de dependencia y de la correspondiente situación de anomia, radica en el hecho de que la cultura andaluza haya sido tradicionalmente sobreestimada, es decir, confundida con lo español -Andalucía sería la más España de las Españas- y simultáneamente subestimada, es decir, considerada como simple prolongación de la cultura castellana”. Matizando estas palabras, la sobreestimación redundaría en una consideración positiva, tan positiva que incluso lo andaluz ya no sería confundido automáticamente con lo español sino que tendría una consideración incluso universal; mientras que la subestimación, tendría una consideración negativa, es decir, no solamente como una mera prolongación de Castilla, sino como un subproducto de ésta de dudoso gusto, tanto en lo ético como en lo estético. En definitiva, estamos hablando de dos mecanismos que permiten bloquear la toma de conciencia política del pueblo andaluz –conciencia nacional- y desarmar de elementos culturales que supongan una impugnación a la situación de dependencia, marginación, subdesarrollo y opresión.
Porque España no comprende a Al Andalus, ni a Andalucía...
Evidentemente, se podría sacar a la luz toda una serie de temas que han generado duras polémicas públicas desde aquel mitin de Vistalegre hasta el pacto de Vox con el PP en Andalucía; especialmente polémico ha sido todo lo relacionado con los derechos de las mujeres o la violencia de genero. En este punto hay que hacer notar algo preocupante: lo poco que se discute sobre el programa económico de Vox y su apuesta radicalmente neoliberal, y con esto no se pretende restar importancia al machismo y a la misoginia de Vox, en absoluto, pero si llamar la atención sobre la gravedad de una propuesta económica, con la importancia que evidentemente tiene, así como ser un elemento esencial para su correcta caracterización política e ideológica.
Sin embargo, en toda esta vorágine de proposiciones reaccionarias no han pasado desapercibidas las propuestas de Vox en lo que respecta a Andalucía y su actual estatus, como otras cuestiones más simbólicas como el traslado del 28 de febrero al 2 de enero del día oficial de la Comunidad Autónoma. Ya durante la campaña electoral, los de Santiago Abascal venían cargando no solo contra el Estado de las autonomías, sino contra una presunta “islamización” de Andalucía, llegando al delirio de tratar al califa Abderramán III como si siguiera existiendo aún, y todo culminado con el uso y abuso del “reconquista” y un Santiago Abascal galopando, cual Pelayo o Cid campeador –por cierto, un personaje muy distorsionado por el ultranacionalismo español-, o como el típico señorito terrateniente hijo de la conquista castellana.
La incapacidad de España como proyecto político y por tanto como proyecto nacional de asumir un pasado no cristiano –católico-, ni castellano -ni siquiera no estrictamente latino- , en definitiva, un pasado no ordenado por los esquemas de lo que hoy es considerado europeo y occidental, es un auténtico trauma para las elites españolas, incluidas las que se definen como progresistas. Ante ese trauma, frecuentemente hay dos reacciones: a) el rechazo violento y hostil, propio del ultranacionalismo español; b) la ignorancia y la incomodidad, propia de quienes se empeñan en recrear un proyecto nacional español democrático y progresista imposible. Entre ambas maneras de afrontar este hecho, existen los grises, los términos medios y las equidistancias, evidentemente, pero si que hay un elemento común a ambas: el prejuicio, que es alimentado por los diferentes relatos sobre qué pasó en la Península Ibérica y por qué del 711 a 1492. El actual proyecto nacional español se debe en su esencia fundacional a la lucha librada en ese periodo contra una invasión árabe-musulmana, como un organismo se defiende contra un virus, contra un cuerpo extraño, que le causa una enfermedad.
En su último libro, Cuando fuimos árabes, el islamólogo Emilo González Ferrín se lamenta de la cerrazón académica por no considerar Al Andalus y lo andalusí como parte de lo español. Como el propio González Ferrín ha explicado ya en diferentes ocasiones se trata del relato impuesto, de un relato que trata de justificar un presente con el pasado. Se trata de un relato que es transversal, asumido por reaccionarios que aborrecen toda herencia no cristiana y no europea, aunque el islám es tan europeo como los cristianismos; o asumido por pretendidos progresistas, tanto en cuanto esa herencia les separa de una Europa modélica, considerada campeona de la democracia y de los derechos humanos, y les acerca a un Magreb y un Oriente caracterizado por la intolerancia; ni que decir tiene que la exaltación de la diversidad, entre ellas la cultural y la étnica, es una pura pose para ese españolismo con pretensiones progresistas. Los lamentos de González Ferrín bien nos recuerdan a los de Blas Infante respecto a la relación España-Andalucía en La verdad sobre el complot de Tablada y el Estado Libre de Andalucía.
Si la España progresista –o mejor dicho, que pretende ser progresista, otra cosa es que lo consiga- no puede oponer un relato muy diferente al del ultranacionalismo reaccionario español, porque no sabe, no puede o no quiere, será tarea de la izquierda andaluza asumirlo, porque en Andalucía el relato español se desarticula, se rompe el espinazo, ya que partiendo de la materialidad, es decir, de la situación de Andalucía como país marginado y oprimido, fácilmente llegamos a la conclusión de que la explicación española falla, incluida la pretendidamente progresista.
Al Andalus y Andalucía sin ser exactamente lo mismo, es decir, sin ser una simple prolongación la una de la otra, y como excepcionalidades no comprendidas ni asumidas por el proyecto nacional español que, no lo olvidemos, no deja de ser en última instancia un proyecto político de clase, de diferentes fracciones burguesas que cristalizaron en un momento determinado su proyecto político.
Al final, tanto Iñigo Errejón como César Rendueles, cada uno a su manera en sus agónicas llamadas a “resignificar España” desde un punto de vista progresista, lo único que están constatando es la imposibilidad de articular un proyecto nacional español de izquierdas o progresista.
Nuestra guerra no es solo contra Vox, cuya existencia es coyuntural y va a estar sometida a las tácticas ya los momentos de la gran oligarquía española, sino contra la opresión nacional y por la desaparición de todo rastro de opresión y explotación, partiendo de nuestro marco nacional andaluz. En esa guerra, es fundamental, como decíamos al principio de este artículo citando al historiador Eric Hobsbawn, saber relacionarnos con nuestro pasado porque de esa relación depende nuestra victoria no solo de la batalla cultural planteada, sino de nuestra guerra de liberación nacional, y entiéndase esta afirmación dentro de una guerra sin armas, puramente dialéctica, aunque conviene otra vez recordarlo, no exenta de una praxis transformadora.
Armas e ideas para una batalla y una guerra asimétricas
Si tenemos un problema político que se expresa en una multiplicidad de fenómenos, sin visión política, sin una visión totalizadora, será imposible atajarlo. El antropólogo Isidoro Moreno ha venido insistiendo desde hace mucho en los factores de bloqueo en la toma de conciencia nacional andaluza, por nuestra parte queremos insistir en la cuestión política, es decir, en la falta de un referente popular, de izquierdas, transformador, soberanista y de masas en Andalucía y en cómo la ausencia de ese referente incide directamente en la toma de conciencia andaluza y afectando a factores evidentes como la confusión manipulada de lo andaluz por lo español. Mientras no exista ese referente con esas características, los bloqueos continuarán y se agudizarán. Al respecto, es necesario distinguir entre diferentes espacios de organización y no convertir en significantes vacíos términos como “partido”, “movimiento”, “unidad popular”, “bloque político”, etc., tan de moda en la izquierda españolista, inventándose expresiones como “partido-movimiento” que vienen a definir una organicidad amorfa que es terreno abonado para los oportunismos más rastreros.
Elemental o consustancial a ese referente político es el de no dejarse arrastrar por la izquierda española. Venimos de diferentes experiencias en las que diferentes organizaciones de la izquierda andaluza se han sumergido en el universo Podemos para desaparecer, en unos casos, o para pintar de blanco y verde las opciones electorales. Ni una táctica ni la otra nos han hecho avanzar lo más mínimo. Esto no quita que se pueda en un momento dado llegar a pactos con determinados sectores de la izquierda española, pero desde la igualdad y el reconocimiento mutuo, nunca desde la subordinación.
Sabemos que somos muy pesados, pero no nos cansamos: el discurso sin praxis no es nada y en esta cuestión el problema no solo radica en la izquierda posmoderna, también en la izquierda que se reclama revolucionaria y anticapitalista, que cae de lleno en la trampa del carácter performativo del lenguaje, como si fuera algo mágico. Es una cuestión de ética revolucionaria, es decir, el discurso ha de ir al compás de una praxis que haga avanzar la conciencia nacional y de clase, y esto, aunque a algunos no les guste es puro leninismo. Nuestra clase y los sectores oprimidos de nuestro pueblo han de tener claro que el objetivo de una Andalucía libre y socialista es algo real y que ayuda en el día a día a mejorar sus condiciones de vida. La soberanía nacional y la República del pueblo trabajador andaluz empiezan en el centro de trabajo, en la escuela, el instituto o la Universidad, empieza en el barrio, en el pueblo o en la comarca.
No se le niega validez a las teorías de Lakoff sobre tratar de no entrar en la agenda del enemigo -en su caso eran los conservadores del Partido Republicano- y de tratar de huir de sus marcos discursivos, para así no quedar atrapados y sin la libertad para marcar nuestra propia agenda y nuestro propio marco; pero esa validez no es permanente, ni se puede aplicar a todo momento y lugar, y en definitiva, depende mucho de las diferentes correlaciones de fuerza. Cuando un partido como Vox tiene en su mano la gobernabilidad de la Junta de Andalucía y tiene prácticamente secuestrado al nuevo ejecutivo andaluz, lógicamente, su marco discursivo hay que criticarlo, hay que hablarlo y hay que contestarlo. La habilidad estará en efectivamente no caer en su agenda, en no caer en que Vox nos marque el son, la letra y la música de lo que debemos decir y hacer en todo momento, porque lo más efectivo siempre será la tarea de organización obrera y popular andaluza, más allá de lo puntual. Con nuestra praxis cambiamos y enfrentamos las relaciones de poder, la realidad y los discursos, nunca al revés.
Por último, apelamos al best seller en los últimos tiempos de la izquierda en el Estado español, nos referimos a La trampa de la diversidad de Daniel Bernabé, concretamente a cómo en general la izquierda ha asumido la trampa neoliberal de adaptar su discurso a una amorfa “clase media”, que no es clase sino más bien una aspiración social. Esa trampa ha hecho que los discursos de la izquierda se hayan hecho débiles en una equivocada pretensión por llegar a esa “clase media” que se cree mayoritaria y que se deja guiar por el sentido común de la clase dominante, mientras tanto crece la desafección de quienes están por debajo de esa “clase media” y los reaccionarios endurecen sus discursos. Como nos suele recordar Juan Manuel Sánchez Gordillo, la izquierda o es anticapitalista y encarna un proyecto de sociedad alternativo –socialismo/comunismo- o no es izquierda. Siguiendo con Sánchez Gordillo: o la izquierda lucha consecuentemente por la soberanía nacional andaluza o no es izquierda.
Para hacer frente al órdago de la derechas extremas no podemos legitimar la posición actual de Andalucía surgida de la Transición y del régimen postfranquista español del 78, porque es justamente esa posición la que ha creado este momento político. Por eso, frente al 2 de enero, la respuesta no puede ser reivindicar el 28 de Febrero sino el 4 de Diciembre. Por eso, frente al desmantelamiento de la "autonomía", la respuesta no puede ser defender una autonomía que no existe, sino reivindicar nuestra autodeterminación y soberanía nacional como garantías de una verdadera autonomía que no poseemos. Por eso, frente a las propuestas neoliberales, la respuesta no puede ser un neoliberalismo de rostro humano, sino poner las bases de la superación del capitalismo, el socialismo, el poder obrero y popular andaluz. Por eso, frente a la misoginia, el machismo y la transfobia, la respuesta no puede ser la exaltación neoliberal e insolidaria de las identidades, sino feminismo revolucionario. Por eso, frente al racismo, la xenofobia y el odio, internacionalismo proletario, porque somos la misma clase obrera. Y contra la islamofobia.... Más Al Andalus, más Averroes, mas Ben Gabirol, más Bin Firnas, más Itimad, más Ibn Maymum, más Wallada, más Aisha, más Ben Humeya, más Ben Hafsun, etc.