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El incumplimiento de la cuota de acogida de refugiados impuesta por Europa no se debe, como asegura el Gobierno, a “dificultades en el procedimiento”, sino a una evidente voluntad política de incumplir. Y es que el acuerdo que imponía dichas cuotas no emanaba de la voluntad de la élite política europea, sino de la necesidad de acallar las voces que clamaban reacción. Eran días de muertes mediáticas. Las pantallas de los televisores se inundaban de imágenes del éxodo. La migración había alcanzado tal dimensión que resultaba imposible de ocultar. Incómoda.
En España, la presión social en favor de la acogida de migrantes aumentaba. La ciudadanía se organizaba en torno a asociaciones y colectivos de acción. Muchas activistas se desplazaban directamente a puntos calientes para colaborar. Los partidos, envueltos en el irreflexivo juego electoral, aprovechaban discursivamente la tesitura. La Unión Europea, abrumada y debilitada por la crítica, exigía alguna respuesta a sus miembros. Y llegaron las promesas. España acogería a más de 17.000 personas.
Cabizbajos, asistimos hoy a la confirmación de que solo fue una mentira necesaria. El acuerdo que la cúpula de la UE alcanzó con los representantes de sus países miembros para la acogida de 160.000 solicitantes de asilo era un artificio, una estrategia discursiva para rebajar las exigencias sociales a una cúpula política europea que se había mostrado vergonzantemente insensible ante un movimiento migratorio que recordaba demasiado a lo visto en los libros de Historia. Un bálsamo, una cremita para picaduras molestas, una garantía de inacción.
El resultado de esta política de la inacción no es solo la violación del Derecho Internacional y el aumento del descrédito institucional. Es también la desesperación de aquellos que todavía aguardan la resolución de su proceso de acogida o reubicación.
Como Nassim, un ingeniero eléctrico iraquí que trabajaba para una importante multinacional petrolera en su país hasta que la mafia se apropió del control de la empresa. Le obligaron a tomar la decisión más compleja: trabajar para el demonio, o ir directamente al infierno. Por dignidad, Nassim prefirió el infierno. Le destrozaron los dientes con la culata de una escopeta, y le dispararon al corazón. El tiro le atravesó el cuerpo unos centímetros más arriba, perdonándole la vida.
Huyó, cruzó Turquía y llegó por mar a la isla griega de Chios. Ahora, permanece confinado en uno de los muchos campos del olvido que Europa ha dispuesto en los últimos años. Alejados premeditadamente de las ciudades. Sin apenas espacio para dormir. Sin acceso pleno a agua potable. Sin posibilidad de trabajar. Solo con derecho a recibir tres comidas precarias al día. Conviviendo diariamente con las autolesiones y los intentos de suicidio de aquellos que ya no soportan más el olvido en estas cárceles sutiles.
Consciente del futuro que le espera como residente de un campo de refugiados cronificado, Nassim entiende ahora qué era el infierno: no era la muerte aquel día, era vivir en la Europa de hoy.