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Sáhara Occidental
Agua en el desierto
La primera vez que me hablaron de aquel poeta sirio, volvíamos de la línea del frente en El Sáhara liberado con un grupo de la sexta Región del Polisario. Habían bombardeado un cuartel militar marroquí junto al muro más extenso del planeta. Muro que protege la parte ocupada por Marruecos, y que condena al exilio en los campos de refugiados de Argelia a más de 200.000 personas saharauis desde hace 46 años.
En el momento que cruzamos la frontera con Argelia, un miliciano Saharaui de 35 años subió el volumen de la radio del coche, donde sonaba la perfecta banda sonora para el final de aquella aventura. Fue entonces cuando Bachir —mi compañero redactor de nacionalidad hispano-saharaui— no dudó en hacer de traductor y decirme que aquella música escrita por un poeta sirio hablaba de la Alhambra.
Casualidad o no, respiré profundo y di otra calada asomado en la ventana de aquel Toyota que nos sacaba del infierno de la Hamada, mirando un cielo que poco a poco se nublaba.
Tawalo, un hombre de cincuenta y algo, gastado por la guerra y por el sol del desierto, era el conductor de protocolo que nos había asignado la RASD (República Árabe Saharaui Democrática). Nos esperaba sentado en un bloque de cemento fumando junto a su coche para llevarnos a nuestro siguiente destino. “Mis guerrilleros han vuelto Alahmbdulillah [gracias a Dios]”, dijo con los brazos abiertos tras la despedida de los combatientes.
Sáhara Occidental
Sáhara Occidental La guerra silenciada: 24 horas con los combatientes saharauis en el frente
Aquella noche descansamos en casa de la hermana de Bachir, a las afueras del campo de refugiados de Smara. El cielo estaba raro. Lo sentí mientras me fumaba el último cigarro en la puerta de aquella casa de bloques de hormigón desnudo y techo metálico sujeto con grandes piedras.
A la mañana siguiente, un extenso e interminable desayuno nos esperaba en la jaima plantada en la parte trasera de la casa. Bachir tardaba en salir. Su madre, que preparaba el té sentada en el interior de la enorme jaima, no dudó en hablar conmigo en su escaso español. “Hoy lluvia”, dijo mientras lo acompañaba con algunas palabras en hasaní. “Mañana lluvia también”, quise entender mientras la amabilísima mujer servía el té.
Nos unimos a la delegación de cooperantes y políticos andaluces a media mañana. Habíamos quedado para hacernos la prueba PCR necesaria para volver a España en la nueva normalidad pandémica. De forma muy discreta cayeron las primeras gotas del cielo. Bachir y yo nos separamos. Él fue a despedirse de su familia antes de volver a España y yo, con las cooperantes, volví a casa de la familia de Madiha y Sara, que nos habían acogido las noches anteriores a nuestra pequeña incursión. Primero un arcoiris y de pronto empezó a diluviar. Subimos al microbús cedido por Acnur que trasladaba la delegación de un lado a otro camino de la wilaya de Auserd.
Una vez en el asentamiento, comprobamos cómo las precarias calles de arena se habían convertido en un barrizal. El experimentado chófer casi había perdido la orientación por completo y la sensación de estar totalmente perdidos en aquel campo de refugiados se apoderó de los ocupantes del vehículo. Finalmente llegamos a casa de Madiha. El techo metálico rugía al recibir los impactos de las gotas, que rápidamente eran absorbidas por la arena del desierto, pero que causaban temor en la familia saharaui. La luz se fue; la red telefónica se fue. Agua en el desierto. Agua que despertó el miedo de una regresión a 2016, cuando las lluvias torrenciales destrozaron los asentamientos saharauis. Un desastre sin igual en una zona en la que es tan necesaria el agua y a la vez tan peligrosa. Una zona en la que tener camellos y cabras merma las reservas acuáticas de una familia, pero llena las despensas. Y la lluvia, que puede equilibrar este desatino, puede también hundir al pueblo en el lodo.
Al día siguiente, Tawalo comentaba que no había podido dormir.
La lluvia no cesaba y golpeaba con ritmo acelerado sobre nuestro todoterreno que, sin aminorar la marcha, se aferraba a la carretera que nos llevaba directos a Rabuni, la sede administrativa del Estado saharaui. Tawalo no dejaba de mirar su reloj, teníamos que llegar a tiempo a la que sería nuestra última entrevista del viaje.
Bachir nos esperaba junto al Ministerio de Defensa. La luz se había ido en todo el edificio y un militar nos recibía mientras achicaba agua del rellano con una escoba de madera.
A la salida, una vez más, Tawalo me esperaba junto a su coche fumando un cigarro. El diluvio había cesado para convertirse en una suave manta de agua. Tomamos la carretera de vuelta a Auserd y comenzamos a hablar. Tuve la necesidad de transmitirle a Tawalo una extraña sensación que me rondaba la cabeza. “Creo que me parezco mucho al pueblo saharaui”, le dije. Me refería a los rasgos físicos: los pies, los dientes, la barba, las manos. Termine mi intervención y subí el volumen de la música.
Él me miró sorprendido mientras decía que el autor de la canción que sonaba era un poeta sirio que, en otro poema diferente, hablaba de la Alhambra y de una mujer que le decía a un hombre que “ella estaba hecha de todas partes del mundo pero, en realidad, pertenecía a Granada igual que tú”, dijo mientras conducía.
El poeta sirio. La sensación. Mi ciudad.
“Esto es casualidad”, repitió un par de veces emocionado.
“Dos años sin lluvia, eso sí es casualidad”, dije yo
“Tres. Esto es casualidad”, sentenció.
Madiha nos recibió con su habitual sonrisa cobijada bajo el techo metálico de su casa en la wilaya de Auserd. Su hermana pequeña Sara, no pudo resistir la tentación y junto a sus amigas salió a bailar bajo la lluvia.
Casualidad o no, la tarde que nos fuimos dejó de llover.
Agua en el desierto.