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Movimientos sociales
Quinquis, lavanderas y ecologistas: identidades subversivas en torno al Manzanares a su paso por Madriz
El cine quinqui, las profesiones feminizadas de finales del s. XIX y la lucha ecologista madrileña tienen en común el mismo escenario poco explotado por el imaginario chulapo: el río Manzanares. Un ecosistema que se encuentra actualmente en un momento de esplendor tras más de cien años de penurias y decadencias varias, gracias a la lucha del movimiento ecologista. Pero, ¿quién hacía del río parte de su identidad, antes de que llegaran las ecolos a renaturalizarlo?
Un manto blanco formado por un collage de ropa tendida al sol inundaba la orilla del Manzanares. Las lavanderas eran las encargadas de este trabajo de cuidados casi esclavo, que en muchas ocasiones acababa con la salud y la vida de estas mujeres. A cuatro patas, con las rodillas hincadas en el lecho del río, eran consideradas, por si fuera poco, indecorosas. La posición que tomaban sus cuerpos a la hora de frotar las prendas con el agua llevó a la creación de lavaderos cerrados, para preservar la moral de aquellos que las miraban trabajar.
Las lavanderas eran mujeres trabajadoras organizadas, las Kellys del XIX, como las denomina Victoria Gallardo Romera, autora de “Fuimos indómitas”. Coetáneas de otros movimientos de mujeres de oficios feminizados. Compañeras de las verduleras, de las cigarreras de la Tabacalera, de las aguadoras... Todas ellas consideradas mujeres indecentes, malhabladas, reticentes a acatar las normas y los abusos de poder. A las pruebas me remito: los cambios en el reglamento del Lavadero de Paseo Imperial en 1892, que las forzaban a pagar más tributos por realizar un trabajo de por sí precarizado, las llevaron a amotinarse. Lucharon por un trabajo digno en torno a un río sucio y contaminado por los desechos de la urbe.
Silenciadas y desterradas a lavar todo lo inmundo en la periferia que marca el Manzanares. Una línea azul que separa el centro de todo lo demás. Una lavandera dio a luz a un niño llamado Pablo Iglesias, que luego fundó el PSOE; otra parió a Arturo Barea, el autor de La forja de un rebelde. Todas y cada una de ellas desaparecieron de manera fulminante cuando su actividad se detuvo en 1926, al canalizarse el río Manzanares e implementarse el agua corriente en las casas particulares.
Poco después de la canalización el río sufrió una Guerra Civil en la que sirvió de barrera física para el Madrid que resistía. Las trincheras a ambos lados del río eran enclaves vitales para la resistencia republicana. No fue suficiente. El fascismo atravesó el río y bombardeó sus puentes. Ya durante el franquismo aparecieron los primeros poblados de absorción de migrantes extremeños, andaluces y gallegos donde nacería el imaginario quinqui. Los poblados de absorción trasladaron a la población migrante rural, previamente asentada en espacios de auto-construcción, a edificios levantados de forma “ordenada, rápida, y barata” por el régimen.
Estos espacios, en principio provisionales, dieron paso a los “poblados dirigidos”, una iniciativa urbanística del Plan Nacional de la vivienda de los años 50. La ribera del Manzanares se llenó de edificios con el yugo y las flechas falangistas en sus fachadas, un sello inconfundible que muchas vecinas de la capital reconocerán en sus propios portales. Los barrios de San Fermín o Zofío, en Usera, colindantes con el río Manzanares, fueron ejemplos de este urbanismo de control y contención social, una estrategia franquista para convertir a los proletarios en propietarios, ladrillo mediante.
En la orilla sur del, por aquel entonces, no-renaturalizado río Manzanares, se abrieron paso las bandas hijas del éxodo rural, la precariedad y la represión. En “Todo el odio que tenía dentro” de Servando Rocha, se describe a la perfección cómo era la vida en las orillas de los desposeídos. Muchos jóvenes, a principios de los años sesenta, toman la calle, a través de disturbios y bailes inspirados por el estreno de West Side Story. Los Ojos Negros de Usera, se convierten en la banda más conocida, cuya intrahistoria está atravesada por el Manzanares.
El imaginario quinqui madrileño comienza a fraguarse en este espacio físico que se da alrededor del río (aunque no solo), inundado de poblados y barriadas donde cierta juventud sobrevive gracias a la delincuencia. Carabanchel, Usera o Villaverde son algunos ejemplos de distritos vinculados históricamente con el río que fueron territorios de expulsión y segregación de las clases bajas, y por lo tanto cuna de lo quinqui.
“Se llamaba el Barrio de las Injurias. Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Yo sé lo que es ser el hijo de la lavandera; sé lo que es que le recuerden a uno la caridad.”* Lo que había sido las Injurias en el siglo XIX, hogar de lavanderas, estaba controlado en los años 50 por una banda de quinquis llamada Los Piratas, que sobre todo actuaban en la Calle Peñuelas. En esta calle, hoy, se encuentra el Ateneo la Maliciosa, sede de Ecologistas en Acción, Traficantes de sueños y la Fundación de los Comunes -los primeros, responsables de que la canalización del río que dejó sin trabajo a las lavanderas, pasara a la historia-.
La renaturalización del tramo urbano del Manzanares es una de las grandes victorias ecologistas en la ciudad de Madrid. Desde el año 2017 su agua vuelve a fluir libremente, lo que ha supuesto una auténtica explosión de vida y una transformación radical del río y de la ciudad que atraviesa. Me gusta pensar que las ecologistas de Madrid son nietas de aquellos migrantes labradores, mano de obra barata que atestó los dos lados del río. Vecinas de las bandas de los quinquis que bailaban, navaja en mano, las canciones de West Side Story. Y que las lavanderas son algo así como sus bisabuelas políticas. El río Manzanares, marco de una identidad biorregionalista aún por definir, delimita un territorio a defender y cuidar, junto a todos los barrios a los que riega.
*La forja de un rebelde. Arturo Barea