Un año después de la caída de al Asad, Siria se enfrenta a una transición llena de retos

El hundimiento de la dinastía que gobernó durante medio siglo da paso a unos líderes interinos que despiertan más confianza en la Casa Blanca que en partes del territorio sirio.
Damasco Cabases - 1
La ciudadanía siria celebra la caída del dictador, en diciembre de 2024. Fotografía: Andrea López-Tomàs.

La historia de Siria se aceleró el 8 de diciembre de 2024. Aquel día, la caída del Ejecutivo de Bashar al Asad puso fin de manera abrupta al régimen que había gobernado el país, de más de 20 millones de ciudadanos, con mano de hierro durante más de medio siglo. El inesperado episodio terminaba con 14 años de guerra civil que el clan de los al Asad prefirió librar antes que abandonar el Palacio Presidencial. La contienda calcinó buena parte del territorio y provocó el desplazamiento de la mitad de la población nacional.

Desde entonces, una administración interina liderada por los islamistas que lanzaron el golpe contra al Asad navega una transición con luces y sombras: mientras el presidente Ahmed al Shara ha logrado ser el primer mandatario sirio en la historia en ser recibido por la Casa Blanca, miles de sirios pertenecientes a minorías confesionales ven a las nuevas autoridades como una amenaza.

La huida que sacó a Siria del agujero negro

Siria dio un vuelco en pocas horas. Esa mañana de diciembre, cuando corrió la voz de que el presidente al Asad había abandonado el país, los milicianos de Hayat Tahrir al Sham consagraron su avance hacia Damasco ante la inacción de las fuerzas del régimen, que por lo general venían levantando las manos ante el progreso de los islamistas desde el norte. Para desvincularse del gobierno caído, muchos se quitaban los uniformes y los dejaban por el suelo, lo que confirmó a los sirios el desmoronamiento del régimen antes que que los medios de comunicación anunciasen la noticia.

Al mismo tiempo, la desaparición de los funcionarios en las cárceles permitió la liberación de presos de quienes nadie había sabido nada en años. Ello convulsionó a las familias con desaparecidos desde 2011, cuando la represión mortal sobre el estallido de la revolución derivó en la aparición del conflicto civil.

El colapso de la dinastía de los al Asad, que había dirigido Siria desde 1971, suponía el fin de una guerra que había convertido el territorio en un agujero negro de los derechos fundamentales

Fue entonces cuando miles de sirios que confiaban en encontrar a sus seres queridos se desplazaron a cárceles como la de Sednaya, que Amnistía Internacional describió como un “matadero humano”. “Se lo llevaron cuando era un niño de 14 años”, decía el 10 de diciembre Ahmed Burkani a las puertas del centro, donde buscaba a su hermano. “Seguimos sin saber si está en Sednaya, si está vivo o si fue asesinado”, declaraba a este diario en aquel momento.

El colapso de la dinastía de los al Asad, que había dirigido Siria desde 1971, suponía el fin de una guerra que había convertido el territorio en un agujero negro de los derechos fundamentales. La Red Siria de Derechos Humanos (SNHR, por su siglas en inglés) asegura que el régimen de al Asad estuvo detrás del 90% de las más de 170.000 personas que desaparecieron de manera forzosa en el país desde el inicio de la guerra. Según la organización, se trata de una política “para aterrorizar y castigar colectivamente a la sociedad”, apuntando a “disidentes y a civiles de distintas regiones y afiliaciones”.

Los sirios no solo desaparecieron. El Observatorio Sirio de Derechos Humanos, que acumula datos de distintas fuentes, registraba un total de 617.910 muertos a falta de nueve meses para el fin del conflicto. SNHR, que distingue entre civiles y combatientes, cuenta al menos 234.805 víctimas desvinculadas de la lucha armada.

Los crímenes cometidos sugieren una sensación de impunidad e invencibilidad entre el anterior Gobierno, pero la transición ha dejado muestras de los esfuerzos por esconder a quienes morían entre rejas. Una investigación de Reuters reveló en octubre de este año que las autoridades trasladaron durante años miles de cuerpos desde una fosa común cercana a Damasco, descubierta por activistas durante la guerra, a un desierto en el sur de Siria. Allí, cavaron 34 cicatrices en la tierra de un total de dos kilómetros de longitud. Las fuentes de Reuters sugieren que descargaron decenas de miles de cuerpos en el lugar.

Una transición con el deber de reconstruir el país

La huida de al Asad en un Mercedes blindado desde el Palacio Presidencial hasta la base militar donde despegó desde el litoral sirio hacia Rusia se produjo mientras los nuevos gobernantes se apresuraban a llegar a Damasco. Lo hacían desde Idlib, un territorio al noroeste de Siria que durante años había sido un bastión libre de la dinastía de los al Asad. Allí, Hayat Tahrir al Sham había encabezado un Gobierno de la Salvación con el apoyo de combatientes islamistas extranjeros. Los pesos pesados de la milicia, como Ahmed al Shara, pilotan desde entonces la transición en todo el país, un territorio con distintas comunidades.

Tras llegar a Damasco, las autoridades interinas disolvieron los partidos políticos existentes, alegando que estaban vinculados al Ejecutivo desmantelado, y aún no han establecido el sistema para que se registren nuevas formaciones. También han formado un Ejecutivo en funciones, han redactado una Constitución temporal y han celebrado unas particulares elecciones parlamentarias que carecían de sufragio universal, y que otorgan al presidente al Shara el derecho de elegir a dedo a un tercio de la cámara.

La gestión del primer año de transición ha despertado recelos de que al Shara y su entorno se estén aferrando al poder sin reflejar la diversidad del país. Además, Mazen Darwish, presidente del Centro Sirios para los Medios de Comunicación y la Libertad de Expresión, ha denunciado que la Constitución interina y la formación aún pendiente del Parlamento impiden dotar a Siria de las leyes necesarias para juzgar los crímenes cometidos por al Asad. Sin embargo, los islamistas aseguran que estas herramientas permitirán a Siria avanzar durante cinco años, tras los que convocarán elecciones normativas y darán pie a un Gobierno con plenos poderes.

Los mayores éxitos de las nuevas autoridades se encuentran en el ámbito internacional, donde han tejido relaciones con los mayores actores globales, incluyendo Rusia, anterior aliado de al Asad, y Estados Unidos. La Administración de Donald Trump ha levantado buena parte de las sanciones que pesaban sobre la economía del país y también las que perseguían al nuevo presidente, de unos 10 millones de dólares (unos nueve millones de euros) por su pasado como miembro de la rama local de la organización yihadista al Qaeda.

Sin embargo, todo esto ha tenido un impacto limitado sobre las vidas de los sirios. El acceso a los servicios básicos como la electricidad es escaso; el desempleo sigue por las nubes y más de tres cuartas partes de la población vive en la pobreza. Además, las infraestructuras estatales están en ruinas, como lo están municipios enteros —especialmente en Damasco y Alepo—, algo que dificulta el regreso de los trece millones de sirios desplazados dentro o fuera del país.

El Banco Mundial ha cifrado el coste de la reconstrucción del país en más de 210.000 millones de dólares (unos 180.300 millones de euros); pero de momento, se desconoce quién pagará por ello. El ministro de Exteriores del país, Assad Hassan al Shaibani, ha declarado que el levantamiento de las sanciones debe traducirse, durante 2026, en la aparición de inversiones extranjeras que mejoren las condiciones sobre el terreno.

El maltrato a las minorías, una mancha imborrable

El entusiasmo por la caída del dictador se enfrió en marzo, cuando las fuerzas de las autoridades interinas se desplegaron en el litoral sirio para apagar una rebelión de milicias fieles a al Asad. Durante la intervención, los cuerpos vinculados a Damasco practicaron redadas mortales en 30 municipios donde la mayoría de la población es alauí, la misma confesión religiosa —una rama del islam chií— a la que pertenecen los al Asad. Human Rights Watch cifró entonces en 1400 las víctimas mortales de aquella operación, de las cuales la mayoría fueron civiles alauíes.

En un episodio que guarda similitudes, las fuerzas afiliadas al Gobierno se desplazaron en julio de este año a la sureña Suweida, la única región donde la minoría drusa es mayoritaria. En ese caso, Damasco quería terminar con los combates entre las milicias drusas y las beduinas, que profesan la confesión musulmana suní, como las nuevas autoridades. Su despliegue incluyó la ejecución de decenas de drusos desarmados, según Amnistía Internacional.

Desde entonces, algunos sirios pertenecientes a las comunidades alauí, drusa u otras minorías, como la cristiana, observan al Gobierno interino con temor. Jalal Obeid, ciudadano druso de Suweida, asegura que muchos en el municipio querrían ahora desvincularse de Damasco después de haber celebrado la caída de al Asad. “Nunca habíamos pensado así”, explica a El Salto. “Pero nos están forzando a pedir la separación de Siria“, concluye.

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