Tecnopolítica
Trolls

La cuestión de fondo es la misma que evidencia cómo los algoritmos modelan y modulan las intensidades utilizando nuestro lenguaje para hacer que las máquinas se comuniquen entre sí. Al apropiarse de nuestra comunicación, reducirla y sesgarla para adaptarla a su código e intensidad, nos deshumanizan, transformándonos en datos, en tendencias extrapolables a campañas microsegmentadas que se dirigen directamente a lo más instintivo y primario, los miedos.

Speech and Voice
Speech and Voice, G. Oscar Russell, 1931. Fuente: Wellcome Collection.

Historiador y Doctor en Derechos Humanos y Desarrollo

13 jun 2020 06:00

Una de las tesis que defiendo en mis trabajos sobre Tecnopolítica es que la tecnología ha devorado a la política imponiendo sus códigos, sus modos, no sólo numéricos. La política ha dejado de ser un arte (ars), deviniendo una suerte de técnica (tekné), lo que ha transformado radicalmente su condición hermenéutica, narrativa, interpretativa, tornándola incapaz de comunicar, esto es, de transformar, desde lo que nos es común, en el sentido amplio, profundo, etimológico, de la comunicación.

Los representantes democráticamente electos, se comportan políticamente ahora como trolls bajo la influencia de ese virus, suspendiendo las artes propias de la política […] sólo hay que ver dónde y cómo han forjado sus herramientas comunicativas algunos de los líderes políticos actuales, en qué trincheras se han fogueado

La comunicación también ha sido degradada en este proceso de clausura y apropiación de nuestras posibilidades de narrar, de construir y hacer historia(s), de su ensordecedora liquidación por el desvarío vociferante, que desde las llamadas redes sociales de Internet ha saltado como un virus a los parlamentos, infectando las maneras de políticos y representantes del pueblo soberano en las democracias liberales occidentales, al igual que ha infectado de posverdad las de los medios tradicionales, imponiendo la mezquina y falaz sintaxis constante (shitstorms) de las redes sobre los oficios y las artes tradicionales, la deontología, del periodismo.

En lo que atañe a los oficios, a las artes comunicativas, tanto del periodismo como de la política, siempre anudadas y dependientes, se trata más bien de una cuestión de intensidad, de intensidades, sólo hay que ver dónde y cómo han forjado sus herramientas comunicativas algunos de los líderes políticos actuales, en qué trincheras se han fogueado. Los representantes democráticamente electos se comportan políticamente ahora como trolls bajo la influencia de ese virus, suspendiendo las artes propias de la política, que incluso en su versión más radicalmente agonista tenían -desde la Atenas de Solón hace más de mil quinientos años-, una finalidad de manutención del sistema y el statu quo (véanse como ejemplo las políticas socialdemócratas de las últimas décadas y los viajes al liberalismo de la derecha conservadora, sobre todo en lo que atañe a la economía neoliberal, en aquello que Christian Laval y Pierre Dardot han llamado razón política única).

La idealista esfera comunicativa –y como correlato de esta la política- que encierra el corazón de una sociedad aparentemente cosmopolita, la discutida neokantiana propuesta del filósofo alemán Jürgen Habermas, se ha transformado en un lodazal hediondo en el que nuestras verdaderas necesidades, temores y anhelos son manipulados para servir de coartada a una ambición sin escrúpulos. Parafraseando a Albert Camus, si los medios justifican el fin, el ruido justifica los miedos, como pretexto del odio y la hostilidad, de la violencia, haciendo que paradójicamente, los modos, los modales, las imprecaciones e insultos vertidos cotidianamente en las sedes y asambleas parlamentarias, como únicos garantes del orden constitucional democrático, certifiquen la defunción de éste, el fin de los consensos sobre los que se ha organizado la vida política democrática en occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

El ruido (y la furia) actuales no sirven al fin de sostener a las viejas y no tan viejas democracias representativas occidentales, los equilibrios, pactos y consensos, no sólo discursivos, han saltado por los aires, dinamitados por algo a lo que ni siquiera llamaría de populismo (sic), como buena parte del pensamiento doméstico lo tilda, evidenciando una cierta candidez sobre la historia conceptual y material del término y su difícil encaje en el contexto actual.

Podemos dedicarnos a fabular qué habría hecho Perón con una cuenta de Twitter y un smartphone o seguir la cuenta del King of the Trolls, ahora empeñado en limitar el alcance de esta red y otras que han contribuido enormemente a su llegada al poder, con las elecciones a la vuelta de la esquina y la conciencia de que pueden volverse en su contra y, con toda certeza, más resuelto a llevar la campaña a la arena de los servicios de mensajería privada en Internet, que han cosechado notables éxitos en otros contextos electorales (e. g. Brasil), acrecentando la violencia y resentimiento de los contenidos que circulan de manera privada en grupos de familia y amigos, lejos del escrutinio público y la posible denuncia en las redes sociales o por parte de estas, ahora necesitadas de salvaguardar su reputación mediante la instauración de políticas de verificación de hechos (fact check).

Habría que buscar hoy las palabras que no obedecen a la lógica numérica, que no están sometidas por los algoritarismos cotidianos, la voz humana indisciplinada. La certeza de nuestros cuerpos precarizados expuestos a la tiranía de las pantallas durante ese terrible privilegio de clase que es el confinamiento global, incluso para protestar por éste, ha supuesto la expresión de una voz cotidiana digitalizada, mediatizada, como expresión del resentimiento, pero también de la solidaridad, de la cercanía, afectos de toda índole

La cuestión de fondo es la misma que evidencia cómo los algoritmos modelan y modulan las intensidades utilizando nuestro lenguaje para hacer que las máquinas se comuniquen entre sí. Al apropiarse de nuestra comunicación, reducirla y sesgarla para adaptarla a su código e intensidad, nos deshumanizan, transformándonos en datos, en tendencias extrapolables a campañas microsegmentadas que se dirigen directamente a nuestro hipotálamo, al córtex, a lo más instintivo y primario, los miedos. No es la vuelta de lo emocional a la política, es lo político transformado en un flujo constante de e-moción que impide que atendamos a nuestras necesidades comunes. De este modo, todo el ruido que acarrea el resentimiento, el odio y la violencia, está movido por una matemática deshumanizadora, que transforma el verbo en máquina.

Habría que buscar hoy las palabras que no obedecen a la lógica numérica, que no están sometidas por los algoritarismos cotidianos, la voz humana indisciplinada. La certeza de nuestros cuerpos precarizados expuestos a la tiranía de las pantallas durante ese terrible privilegio de clase que es el confinamiento global, incluso para protestar por éste, ha supuesto la expresión de una voz cotidiana digitalizada, mediatizada, como expresión del resentimiento, pero también de la solidaridad, de la cercanía.

Afectos de toda índole evidencian la disolución de nuestra comunicación, nuestra humanidad, en las lógicas digitales, mostrando la ficción de la dialéctica entre lo público y lo privado, la necesidad de redefinir aquel desde nuestras necesidades comunes, nuestros deseos, enmudecidos por todo este ruido, invisibilizados por el narcisista flujo constante de vídeos que colgamos en Internet para engordar las cuentas de resultados de corporaciones que se alimentan de nuestras emociones, de nuestra intimidad.

Frente a esta violencia, acelerada por la actual pandemia, es necesario redefinir las políticas íntimas de una vida digna de ser vivida, en el feliz sintagma de Marina Garcés. Frente a los intentos de control y las derivas totalitarias, se hace imperativo establecer los cuidados y la vida en el centro de toda acción política: tenemos la constatación directa hoy de lo que sucede si abandonamos estos. Todo ello implica, va a implicar en el futuro inmediato, el desarrollo de nuestra creatividad, de nuestra resistencia colectiva, de la conciencia crítica con las posibilidades de emancipación y autogestión, pero también de opresión y exclusión, advenidas con la disrupción digital, de la necesidad no sólo de apropiación de los medios de producción digital, sino de la subversión del actual código imperante, de nuestra propia subjetividad sometida a éste.

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