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Urbanismo
Libertad con minúscula
Cuando tienes un hijo, la ciudad te da la espalda, te mira con recochineo antes de enseñarte el culo y reírse de ti.
Hay algunas cosas que se han transformado desde que me convertí en madre. Una de ellas es mi relación con la ciudad. La sensación es casi como si te hubieran cambiado el escenario completo, como pasar del estudio principal de Universal Pictures al estudio donde se ruedan las sitcom. Y el trayecto entre ambos espacios no se hizo precisamente en una minivan de lujo como hacen las estrellas, no. Se hizo pariendo en un hospital público de gestión privada (¿cómo se come eso?) del Corredor del Henares. Entré por la puerta de urgencias como una confiada conocedora de su entorno y salí por la principal pero completamente atemorizada con la nueva escala de las cosas.
Sería demasiado evidente contaros cómo parte de ese miedo tenía que ver con lo que ahora eran barreras arquitectónicas: escaleras como montañas insalvables, aceras minúsculas, aglomeraciones que nos expulsaban con su extrema amabilidad, contaminación, velocidad y ruido inasumibles… Todo de pronto en la ciudad está afinado a la contra de los ritmos de la maternidad.
Resumiendo mucho: cuando tienes un hijo, la ciudad te da la espalda, te mira con recochineo antes de enseñarte el culo y reírse de ti. Todo eso ya lo sabéis porque leéis artículos de urbanismo feminista, en este mismo medio, sin ir más lejos.
Sabemos que en las ciudades la gente vulnerable de toda calaña, toda aquella que entorpece, que ralentiza ese otro ritmo productivo y endiablado, no cabe. Pero lo que más echo de menos de mi relación con la ciudad es no poder vagabundear.
Ahora estoy atada a una lista de tareas y una hora de llegada. Antes tenía la debilidad de perderme paseando por las colonias de casas ricas de la ciudad donde vivo, Madrid: Conde Orgaz, Fuente del Berro, Alfonso XIII… Allí he encontrado, sin buscarlas, historias y experiencias que atesoro y que un día conseguiré contar.
Le conté en bajito por donde había estado. En otra ciudad, hijo, sin necesidad de coger el tren pero tan lejos aquí como Orión lo está de Casiopea
El otro día pude darme una micro dosis de mi vicio solitario, apenas tenía una hora, pero lo hice con la misma fruición como la que el heroinómano se entrega a la metadona. Me lancé a pasear por El Viso, que lo tenía muy abandonado. Entré por la Plaza de Cataluña y salí por Nuevos Ministerios. La de riqueza material y de mundos infranqueables para la inmensa mayoría de los que vivimos extramuros a sus casas exentas, valladas y debidamente escondidas tras enredaderas, palmeras y jazmines es incontable, literalmente. Desde mi altura de paseante acalorada y apresurada escuchaba el regocijo de las sucesivas piscinas: chapoteos y campanilleo de meriendas frescas y elaboradas a las que, por supuesto, nunca estaré invitada.
A medida que los distintas promesas de vivencias remotas salían de cada casa, la rabia de clase se iba haciendo bola en mi estómago maridando como una bomba con mi carácter aspiracional. Esta debe de ser la “libertad” a la que se refería Díaz Ayuso en su delirante discurso de investidura, pensé mientras miraba la hora.
Salí disparada a la Castellana y, con el agobio, confundí el 27 con el 14. En Atocha tuve que bajarme precipitadamente, infeliz de mí, y seguir caminando a casa, por el camino que me sé de memoria y por lo tanto no podía ser de ningún modo una continuación del vagabundeo. Mi bebé me esperaba despierto, en parte con actitud de estar pidiéndome cuentas por el cambio de rutina y a la vez ávido de escuchar mis historias. Le conté en bajito por donde había estado. En otra ciudad, hijo, sin necesidad de coger el tren pero tan lejos aquí como Orión lo está de Casiopea. A lo tonto, ese momento también me supo a libertad. Una libertad con minúscula, no como esa que prometía la presidenta, tan vedada para nosotros como esos ecos de merienda en la piscina de El Viso, a escasos cinco minutos del metro de Nuevos Ministerios. Tan cerca y tan lejos.