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La vida y ya
Las Raíces
Estuve hace un tiempo en ese lugar. Hay sitios que se te quedan pegados a partes de la piel. Hoy lo recordé porque vi el documental Anatomía de las fronteras (muy recomendable, por cierto) y, en el cartel, sale la puerta de ese sitio, el campamento Las Raíces, en Tenerife. Un lugar donde las personas sin papeles que han llegado en patera pasan un día tras otro porque no pueden salir de Canarias. Eso nos contaron. Que están atrapados. También los niños y adolescentes. De Senegal, de Gambia, de Marruecos.
Cuando llegamos vimos que había un campamento “oficial” con un muro blanco y una puerta de chapa verde. Alta. Lisa. Difícil de saltar. Dentro había muchas tiendas de campaña blancas. Fuera había otro campamento, “no oficial”, donde vivían las personas que no podían estar dentro.
Había toldos azules agarrados con palos y palés formando viviendas. Hacía viento. Ese viento que no cesa y que dicen que es capaz de enloquecer a la gente. Algunas botellas de plástico tiradas. Algún colchón, trozos de madera para hacer leña. Mantas y el suelo seco porque los árboles que hay en ese lugar son eucaliptos.
Cuando fuimos la primera vez era de noche. Si vas de día se ve más el polvo. Viento y polvo. Con esa combinación compleja para los ojos. En una de las paredes cerca de la entrada estaban colgados dos mapas de algo que debió ser una escuela improvisada. También había escritas muchas cosas. Casi todas en árabe. Una de ellas era la palabra libertad.
Nos colocamos en círculo para escuchar a algunas de las personas que viven en el campamento. Cogieron el micro y una a una fueron narrando sus vidas. Varias personas traducían. Cuando acabaron de hablar hubo muchos aplausos y quien no tenía las palabras atragantadas gritó: “O la la, o le le, solidarité avec les sans papiers”.
Desde Las Raíces se ven los aviones de cerca. El campamento y el aeropuerto están casi pegados. Es una paradoja compleja para quienes llegaron en patera. Había una furgoneta de antidisturbios. Nos contaron que todos los días hay policía. Pistola. Guantes. Porra. Chaleco antibalas.
Una pancarta que decía “No más sueños ahogados” estaba colocada justo al lado de una pintada en una pared, “Me quiero salvar haciendo la revolución”.
Como era de noche las distintas tonalidades de piel se mezclaron, aunque todo el mundo sabía quién dormirá en una cama caliente y quién no. Las nubes se movían rápido porque el viento es ágil en ese lugar. Se escuchó un pájaro, uno de esos que tiene más libertad para atravesar fronteras que muchas personas.
Y en ese momento comenzó a sonar música, la canción “Plus rien ne m’étonne”. Por un instante ese lugar se convirtió en otro lugar, el polvo del suelo se levantó al ritmo del baile en el que se enredaron los chicos que viven en el campamento. Se formó un instante de fiesta.
Gritaban: “Abrir las fronteras”. Mientras, el viento seguía moviendo los plásticos azules.
“Estoy vivo y bailo”. Me dijo un chico que se llama Abu.
Y yo pensé en esa frase que elegimos para poner en unas camisetas: “Si no se puede bailar, no es mi revolución”.
Su vida, la revolución, el baile. Bailamos porque estamos vivas.
Y en medio de todo eso alguien preguntó: “¿Dónde están las mujeres?”.
Nos miramos. Allí solo estábamos las mujeres que íbamos a dormir en otro lugar con menos viento.
La música se acabó y esa pregunta quedó esperando a que alguien la recogiera: “¿Dónde están todas las mujeres?”.