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África
Una década de turbulencias en el Sahel
El 30 de septiembre, la RTB, la televisión pública burkinesa, se fundía a negro y dejaba de emitir, mostrando solo un mensaje de error técnico de transmisión. Cuando la imagen regresaba, ofrecía una escenografía conocida. Más de una veintena de militares se agolpaban ante la cámara en el plató de la cadena nacional. En el centro, el capitán Kiswendsida Farouk Azaria Sorgho leía un comunicado en el que informaba de la destitución del anterior presidente, el teniente coronel Paul Henri Sandaogo Damiba, y anunciaba la nueva presidencia del capitán Ibrahim Traoré, quien se mantenía con semblante serio y discreto a la derecha del portavoz militar. Este episodio contiene algunos de los ingredientes a través de los que se define la situación en la región del Sahel: militares en el poder, golpes de estado recurrentes, ciudadanos y ciudadanas apoyando a los sublevados e hipnóticas y magnéticas banderas rusas.
Ese es el dibujo de trazo grueso, una especie de ecce homo de Borja del análisis de la situación. El contexto es mucho más complejo. Los ingredientes que se destacan están en la mezcla, pero no son los únicos y, tal vez, algunos de los que pasan desapercibidos son los que mejor ayudan a explicar los acontecimientos. “Cuando en 2012 los grupos armados ocuparon Tombuctú, la gente se resistió”, comenta Fatouma Harber, una destacada activista de la democracia y los derechos humanos, desde la ciudad maliense situada en el corazón del Sahel. “Si hoy volviesen a intentar tomar el control, no creo que se encontrasen con demasiada oposición”, concluye con resignación. En 2015, la ciudadanía tomó las calles de Ouagadougou y las principales ciudades de Burkina Faso para defender con sus cuerpos una democracia que apenas habían empezado a recuperar, cuando un grupo de soldados intentó revertir la transición y volver a conducir al país al antiguo régimen de Blaise Compaoré. En los dos golpes de estado que ha sufrido el país este año, en enero y en septiembre, las calles se han llenado de jóvenes arengando a los militares sublevados.
Abdoulaye Diallo: “En 2015 acabábamos de salir de una revuelta en Burkina Faso, el intento de golpe de estado nos habría hecho retroceder y el pueblo no estaba dispuesto a retroceder. En aquel momento el contexto de seguridad no estaba tan degradado y ese nuevo elemento hace que la lectura sea mucho más compleja”
¿Qué ha cambiado respecto al Mali de 2012 o a la Burkina Faso de 2015? Fatouma Harber explica que en la zona de Tombuctú la gente se ha cansado de esperar a que el Estado llegue a solucionar los problemas más prioritarios y pone un ejemplo muy básico: “Muchas personas no están satisfechas con la justicia republicana y recurren a los tribunales islámicos, los jueces islámicos que son los mismos que estaban allí con los yihadistas. Están resolviendo muchos de los litigios de la región”, asegura. En el caso de Burkina Faso, “el contexto es diferente al de 2015”, asevera Abdoulaye Diallo, un histórico de la sociedad civil que dirige el Centro Nacional de Prensa Norbert Zongo. “En 2015 acabábamos de salir de una revuelta, el intento de golpe de estado nos habría hecho retroceder y el pueblo no estaba dispuesto a retroceder. En aquel momento el contexto de seguridad no estaba tan degradado y ese nuevo elemento hace que la lectura sea mucho más compleja”, advierte Diallo.
Hace algo más de un mes, el ministro de Asuntos Exteriores de Mali, Abdoulaye Diop afirmaba en una intervención durante la tercera reunión del grupo de apoyo a la transición en Mali: “Mientras no haya paz y estabilidad en Mali, que ocupa una posición central y estratégica en África Occidental, no habrá estabilidad en la región. Cuando pasa algo bueno en Mali, se extiende a la región; cuando pasa algo malo, también afecta a la región”. No en vano, el levantamiento de grupos independentistas tuareg en 2012 en el norte de Mali fue el episodio que abrió la caja de los truenos que todavía hoy siguen escuchándose en la región. Aquella revuelta inició una reacción en cadena que llega hasta el golpe de estado más reciente en Burkina Faso que ha llevado al capitán Ibrahim Traoré a la presidencia del país.
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Realmente, los aspectos que más llaman la atención del último golpe de estado en Burkina Faso son fundamentales en esa deriva marcada por los países de la región. Por un lado, el fortalecimiento de los poderes militares en medio del clima de inseguridad, condicionado por la violencia de grupos extremistas. Tres de los cinco países que habitualmente se enmarcan en la región del Sahel —Mali, Burkina Faso y Chad— tienen gobiernos militares. Por otro, la recurrencia de los golpes de estado. De hecho, el liderado por Traoré se levantaba sobre un golpe anterior, el que aupó a Damiba, que se había producido apenas ocho meses antes. Mali también vivió un golpe sobre el golpe, aunque en este caso el protagonista fue el mismo. Assimi Goita tomó el poder en agosto de 2020 y protagonizó un nuevo levantamiento en mayo de 2021 para “reorientar” una transición que se le escapaba de las manos. En el caso de Chad, el golpe fue más sutil, si se puede emplear ese adjetivo: Mahamat Déby Itno sucedió a su padre Idriss Déby cuando este murió en combate, con el apoyo de la cúpula militar. Otra de las imágenes que quedaba de este último levantamiento era la de los ciudadanos saliendo a la calle a mostrar apoyo a los sublevados ondeando banderas rusas. Esta escena de aproximación a las posiciones rusas se había fraguado en Mali, se ha reproducido en Burkina Faso y en los últimos meses las mismas enseñas se han dejado ver en manifestaciones de oposición en Níger y en Chad; con la consiguiente atracción de los focos de los medios, precisamente en el contexto de la guerra en Ucrania.
El boceto que dibujan estos elementos transmite una narrativa que se corresponde con la imagen estereotipada que el Norte global tiene de África. Refleja fuerza bruta y violencia, menosprecio por un sistema político sofisticado y desarrollado como la democracia y rechazo por todo lo que suene a occidental. Además, este esbozo exime de responsabilidades a los países del Norte. Esas imágenes de jóvenes con banderas rusas jaleando los blindados (y las lecturas superficiales que las acompañan) parecen gritar que esos ciudadanos tienen lo que se merecen. Tal vez por eso se obvien algunos detalles clave.
Muchos de los analistas de la región coinciden en que la violencia ejercida por los grupos armados es el factor con mayor potencial desestabilizador. Desde la caída del gobierno de Amadou Toumani Touré, en Mali en 2012, el control de territorios de los diferentes grupos, unas veces independentistas, otras yihadistas y, en ocasiones, vinculados al crimen organizado, ha sido una constante espada de Damocles sobre los gobiernos, primero Mali y después Burkina Faso, pero también de manera más indirecta Níger y Chad.
Gilles Yabi es uno de los analistas más clarividentes de África Occidental a través de Wathi, un centro de pensamiento que dirige en Dakar. Él muestra cómo la violencia se expande y explota como una bomba de racimo. “La inseguridad vinculada con la presencia de grupos armados en diferentes países es el principal factor de desestabilización porque la presencia de estos grupos provoca violencias y ataques, en ocasiones contra la población civil, y reacciones de otros actores como las milicias de autodefensa y de las fuerzas de seguridad de cada país”, asegura el experto. Al mismo tiempo, las consecuencias también se ramifican. “Tiene una influencia política —continúa Yabi— y no se puede explicar la secuencia de golpes de estado en Mali y Burkina Faso sin la dimensión securitaria. La incapacidad para dar respuesta al aumento de la violencia ha sido fundamental en la llegada de los militares al poder, porque ellos se presentaban como los más adecuados para hacer frente a ese contexto. En definitiva, la inseguridad desestabiliza a la ciudadanía en su vida cotidiana, al orden político y dificulta la actividad económica en determinadas zonas”.
Curiosamente, el recurso a este argumento de la falta de capacidad para combatir al terrorismo se ha ido extendiendo y haciendo recurrente. Y para muestra un botón, el de la crisis de Burkina Faso. Después de que Blaise Compaoré fuese derrocado en 2014, la actividad de los grupos armados se cebó con el territorio burkinés. Cada vez más letal. Cada vez más intensa. Hasta que una parte de la ciudadanía declaró al presidente Roch Marc Christian Kaboré, que acababa de ser reelegido, incapaz de responder a esa epidemia de violencia que consumía el país. “El primer golpe de estado (en enero de este año) llegó con la promesa de una reacción más firme y resultados positivos en la lucha contra los grupos armados y terroristas”, advierte Yabi y continúa explicando: “Unos meses más tarde, con la ausencia de signos claros de mejoría en la cuestión de la seguridad, ha habido otro golpe de estado y algunos jóvenes, y también menos jóvenes, han aplaudido este nuevo golpe por las mismas razones que habían aplaudido el primero, es decir, por considerar que las promesas de mejorar la situación de seguridad no se habían cumplido”. Boni Seydou, militante del movimiento burkinés Balai Citoyen, considera que esas expresiones de apoyo demostraban que la ciudadanía está harta “de ver a sus hermanos caer y de ver sus pueblos invadidos por terroristas”. A pesar de esa comprensión, Seydou transmite la posición del movimiento contraria a cualquier cambio de gobierno no constitucional y advierte que los activistas “están dispuestos a salir a la calle si no se tienen en cuenta las aspiraciones del pueblo y se retrasa la vuelta al orden constitucional”.
Bakary Sambe: “Se habla mucho de la elevada presencia de peuls (uno de los grupos étnicos más extendido en la región) en las filas yihadistas, pero no se analizan las frustraciones, los factores que llevan a estas poblaciones a confiar más en los grupos armados que en las estructuras del Estado”
Sin embargo, hay otra circunstancia menos notoria que esa violencia de los grupos armados. Se trata de una especie de corriente subterránea que atraviesa toda la región y de la que precisamente esos grupos se están alimentando. “Estamos muy concentrados en lo que pasa en Ouagadougou”, lamenta Bakary Sambe, director regional del Timbuktu Institute — African Center for Peace Studies, “con los golpes de estado y sus consecuencias, la influencia rusa, la competición entre las potencias occidentales y las autocracias; pero nos estamos olvidando de lo que ocurre en el centro-oeste, que puede llevar a graves crisis intercomunitarias que ya han provocado enfrentamientos muy serios y continúan sembrando problemas en el resto del país”.
Sambe recuerda que este desencuentro entre comunidades se ha traducido en estallidos de violencia mortales en Mali, en Burkina Faso y en Níger y que por ello debería gestionarse “con la máxima seriedad”. “Son los miembros de esta comunidad frustrada los que están acabando por engrosar las filas del Estado Islámico en el Gran Sahara (EIGS). Se habla mucho de la elevada presencia de peuls —uno de los grupos étnicos más extendido en la región— en las filas yihadistas, pero no se analizan las frustraciones, los factores que llevan a estas poblaciones a confiar más en los grupos armados que en las estructuras del Estado”, se queja este experto analista. Abdoulaye Diallo coincide en la necesidad de cuidar esas relaciones entre comunidades y en la relación directa entre los agravios y el aumento de efectivos de los grupos armados. “La estigmatización en ese conflicto comunitario es muy peligrosa. Hay una comunidad que es señalada muy a menudo. Eso lleva a que se produzcan abusos sobre esa comunidad y la reacción es que muchos de sus miembros se sienten desamparados. Ocurre, por ejemplo, con los supervivientes de esos abusos, que encuentran una salida acercándose a los grupos armados”, afirma este veterano activista social.
En todo caso, Sambe recuerda las situaciones en las que estas disputas intercomunitarias han podido gestionarse adecuadamente, como ocurrió con las comunidades tuareg en los años 90 del siglo pasado en Níger. “Es el momento de tender puentes de diálogo, para que no se llegue a situaciones de violencias intercomunitarias incontrolables y que desbordarían el ámbito del Sahel y acabarían afectando al norte de Benín o de Togo”, advierte este analista.
Por otra parte, la bandera francesa que arde en una manifestación en Bamako, o la embajada gala en Ouagadougou asediada por ciudadanos enfervorecidos, han llamado la atención de las cámaras. Incluso la resistencia activa de las poblaciones de varios países de la región intentando bloquear un convoy militar ha servido para poner el acento en un “incomprensible” sentimiento antifrancés, que rápidamente se ha convertido en una corriente antioccidental. Las enseñas rusas que proliferan en las manifestaciones en toda la región ofrecen la solución a ese misterio de la animadversión por todo lo europeo. Sin embargo, la explicación vuelve a ser demasiado simple, vuelve a quedarse en la capa más superficial.
“En Mali, Francia ha transmitido a través de su comunicación y de su presencia que estaba aquí para salvar a la población, mientras que debería haberse limitado a un rol de apoyo a las fuerzas armadas nacionales”, indica Adam Dicko
La activista maliense Adam Dicko, directora de la Association des Jeunes pour la Citoyenneté Active et la Démocratie (AJCAD), pone sobre la mesa la influencia del balance del apoyo militar francés: “La llegada de Serval —la primera operación militar francesa contra el terrorismo en la región— a Mali despertó muchas esperanzas en 2013. Miles y miles de malienses salieron a las calles con banderas francesas. En cada barrio tenías un homónimo de François Hollande —referencia al hábito de poner nombres a los bebés en señal de respeto o agradecimiento a una persona— porque la intervención realmente salvó Bamako en aquel momento. Pero después la situación se ha degradado. La población espera resultados. Cuando se despiertan grandes esperanzas, a menudo la decepción acaba siendo total”. A esa decepción se suma, según esta activista, la propia actitud francesa: “Francia ha transmitido a través de su comunicación y de su presencia que estaba aquí para salvar a la población, mientras que debería haberse limitado a un rol de apoyo a las fuerzas armadas nacionales. Cuando la lucha contra el terrorismo no avanza es normal rechazar esta fuerza”. Otro elemento más que contribuye al final del crédito otorgado por la ciudadanía a la influencia francesa es, según Dicko, “el apoyo institucional de Francia a Estados y jefes de Estado corruptos”.
Ningún observador serio pone en duda la existencia de una poderosa estrategia de propaganda rusa en la región, que no se ha correspondido, por el momento, con un éxito evidente en los países en los que ha conseguido extender su influencia, ni en República Centroafricana, ni en Mali. Sin embargo, parece insuficiente acusar a esa estrategia de propaganda del cambio en las preferencias de amplios y crecientes sectores de las sociedades sahelianas. Gilles Yabi destaca el carácter “oportunista” de los movimientos de influencia de Rusia, aprovechando esa desafección en unos casos y en otros, incluso, las experiencias negativas. Abdoulaye Diallo, por ejemplo, recuerda que muchas de esas personas que aparecen reclamando la presencia rusa son “jóvenes absolutamente desesperanzados que han tenido que abandonar las zonas de inseguridad para instalarse en las ciudades, sin posibilidades de desarrollar sus actividades normales”. “Si la desinformación rusa —sostiene Sambe— funciona en contextos culturales tan diferentes como los de África francófona es que hay un sustrato favorable, que es el de las contradicciones que transmiten las potencias occidentales”.
Este largo terremoto en la región se produce, además, en un momento en el que las sociedades civiles se encuentran en una situación comprometida. Por un lado, Adam Dicko se queja de que aumentan las organizaciones de la sociedad civil “prestatarias de servicios”, es decir, concebidas para acceder a las subvenciones y no para representar a la ciudadanía. “Eso hace que las poblaciones no se reconozcan en esas sociedades civiles que deberían representarles y busquen otros guías, ya sean líderes religiosos o líderes de opinión, que les dicen lo que quieren escuchar”, comenta la activista maliense. Bakary Sambe, directamente, destaca que “las sociedades civiles africanas se han debilitado en los últimos años por la falta de apoyo de las potencias occidentales, que han priorizado la lógica de los intereses económicos inmediatos”. Por su parte, Abdoulaye Diallo no tiene reparo en defender que, en los últimos tiempos, han proliferado las organizaciones de la sociedad civil creadas artificialmente “al servicio de hombres políticos o para apoyar determinados regímenes, que provocan ruido e interferencias e invisibilizan al resto de organizaciones”.
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El último de los espejismos tiene que ver con las preferencias de la ciudadanía sobre los sistemas de gobierno. “Hay una desafección respecto a la práctica de la democracia, no respecto a los principios de la democracia”, matiza categórico Bakary Sambe. Y en ese sentido, este experimentado analista señala la responsabilidad de los países del Norte global. “A la comunidad internacional le cuesta tener credibilidad sobre la cuestión de la democracia teniendo en cuenta los apoyos repetitivos a dictadores que hemos visto en la región y con las contradicciones que vemos a escala internacional”, revela Sambé. El director regional del Timbuktu Institute apunta: “Las potencias occidentales han estado dispuestas a sacrificar principios sacrosantos como los derechos humanos o los derechos de las mujeres en el altar de los intereses estratégicos inmediatos. En la competencia con potencias emergentes como China, Turquía o Irán, las potencias occidentales no han tenido problema en sacrificar los principios de la democracia para ser económicamente competitivos”.
Por eso, Sambe dibuja un puzle con algunas piezas insospechadas: “La debilidad de los Estados y la ausencia de estado de derecho en nuestros países, la desinformación y la llegada de potencias autocráticas, pero también una pérdida de credibilidad de las potencias occidentales. Estos son los elementos que hay que tener en cuenta en conjunto para analizar el estado de la democracia”. Para Yabi, las prioridades en la región tienen que pasar por “el refuerzo de capacidades de los Estados, el regreso organizado a sistemas democráticos ambiciosos que no se conformen solo con elecciones y la movilización decidida de los actores de la sociedad civil y de los y las intelectuales”. Son todas ellas, según cierra el analista, condiciones necesarias para generar el cambio necesario en las instituciones, la política, la economía y la sociedad.