Migración
Vidas desechadas

El pasado 24 de noviembre, un joven se precipita al vacío desde la azotea del albergue de transeúntes ubicado en la calle Varela de Granada y fallece pocos minutos después. A pesar de la dureza con la que se produce, su muerte no tiene repercusión alguna; la noticia ni siquiera es registrada en algún medio de comunicación local.

Youssef El Ayad Siraj y María Campos García de Quevedo
10 ene 2021 12:01

Karim (nombre ficticio) provenía de una pequeña localidad al sur de Marruecos, de uno de los primeros pueblos que encontramos tras cruzar la cordillera del Atlas, a la entrada del desierto. Crece en el seno de una de tantas familias desestructuradas; su madre, jovencísima, apenas habla árabe, sino únicamente amazigh, y tiene que sacar adelante a sus siete hijos. Es necesario que los cuatro niños y las tres niñas colaboren en la organización familiar, por lo que los mayores cuidan de los más pequeños.

A diferencia de lo que ocurre en muchos otros casos, el proyecto migratorio de Karim no fue un proyecto familiar, sino una iniciativa individual: decide abandonar su casa sin decirle nada nadie y, tras varios meses muy duros viviendo en la calle, logra emprender su travesía para alcanzar España, donde tiene puestas todas sus expectativas. Por ser menor de edad, es acogido en el Sistema de Protección de Menores de la Junta de Andalucía, pero al cumplir los 18 años, un año y medio después de su llegada, tiene que abandonar el recurso residencial de forma inmediata y queda nuevamente en situación de calle. Y es entonces cuando empieza su pesadilla.

Si la calle deteriora rápidamente la salud mental y física de las personas que se ven obligadas a sobrevivir en ella, resulta aún más peligrosa para estos jóvenes que aún no han superado la adolescencia y que se encuentran totalmente solos, atemorizados y conscientes de los enormes obstáculos que tendrán a partir de ese momento para salir adelante: no cuentan con recursos para vivir, la falta de una vivienda les impide estudiar o trabajar con normalidad y, en la mayoría de los casos, carecen de la documentación que les permitirá residir y trabajar legalmente en España. Pero lo peor se produce en el plano emocional, en ese inmenso dolor acumulado en menos de dos décadas de existencia: tras haberse jugado la vida para llegar, no han podido contar con el apoyo de una familia, carecen de referentes adultos cercanos y casi todos llevan varios años sin recibir muestras de cariño por parte de alguien que no esté en su misma situación. Abandonados por el sistema y fuertemente estigmatizados socialmente, solo tienen su pequeña comunidad, creada por otros jóvenes expulsados de la noche a la mañana del sistema de protección.

Menores tutelados
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Karim llega por primera vez a Granada Acoge en primavera de 2019. Son pocas las semanas que ha podido permanecer en situación de calle sin consumir drogas. Por ello acude a todas las entidades que conoce, pidiendo apoyo a gritos: quiere que le ayudemos a sobrevivir, alquilar una habitación y realizar cursos, buscar empleo y, en suma, emprender una vida como adulto, aun sin serlo todavía. Poco a poco va mostrando algunos signos de inestabilidad emocional que podrían haberse abordado con un tratamiento adecuado. Está muy asustado por la posibilidad de que lo haya poseído un espíritu malvado y nos comenta que necesita la ayuda de un guía espiritual para lograr su tranquilidad. Pero la calle se lo come, lo sumerge en el mundo de los tóxicos, de la supervivencia, de la irrealidad.

Acababa de pasar el verano cuando aparece por la asociación con un brote psicótico; está muy alterado porque escucha voces y tiene alucinaciones. Una ambulancia lo traslada a la Unidad de Agudos de Salud Mental del Hospital Virgen de las Nieves, donde permanece tres semanas en las que vamos a visitarlo varias veces para ver cómo está, tranquilizarlo y explicarle qué están haciendo con él. Es, pues, urgente encontrar un recurso especializado, adecuado a sus circunstancias. Tocamos muchas puertas sin éxito alguno, hasta que, por fin, en noviembre, logramos su traslado a un recurso privado especializado en drogodependencias en otra capital andaluza.

Fracasar después de tanto sacrificio y esfuerzo es el mayor temor de estos jóvenes, puesto que genera también un gran sentimiento de culpa por fallar las personas que dejaron atrás, a quienes, en sus países de origen, tienen sus esperanzas puestas en el apoyo económico que ellos puedan enviar desde España

Seis meses después, al principio del confinamiento, acaba su estancia y vuelve a Granada limpio de su dependencia. El motivo por el que regresa a una ciudad en la que no cuenta con ningún recurso es la necesidad imperiosa de renovar su documentación: como a los demás chavales extutelados, la gran probabilidad de quedarse indocumentado se convierte en una obsesión. Sin la documentación en regla es aún más difícil buscarse la vida y siempre sobrevuela la amenaza de ser identificado y expulsado de vuelta a su país. Fracasar después de tanto sacrificio y esfuerzo es el mayor temor de estos jóvenes, puesto que genera también un gran sentimiento de culpa por fallar las personas que dejaron atrás, a quienes, en sus países de origen, tienen sus esperanzas puestas en el apoyo económico que ellos puedan enviar desde España. Como la mayoría de ellos, Karim le oculta a su familia, por vergüenza y consideración, su verdadera situación; no les cuenta de su supervivencia en la calle ni de su dolor emocional.

Los meses de la cuarentena parecen traerle cierta estabilidad: entra en una casa okupada por una decena de personas en el Distrito Norte, recibe apoyo para cubrir sus necesidades básicas en algunas asociaciones y en la mezquita, y ahí comienza a hacer voluntariado para ayudar a otras personas. A pesar de su precariedad, va logrando construirse una red de apoyo y parece atravesar por un buen momento personal. Aunque en mayo vuelve a tener un episodio de fuerte inestabilidad emocional y es atendido por la ambulancia, no lo ingresan en Salud Mental y durante todo el verano lucha con fuerza para salir adelante: hace su currículum, busca trabajo y contacta con su familia, para la cual está recogiendo ropa que quiere mandar en cuanto tenga la oportunidad.

Después del verano le perdemos la pista; no podemos contactar con él porque ha dejado de tener teléfono móvil y, según nos comentan sus compañeros de la casa okupada, empieza a tener un comportamiento cada vez más extraño, se muestra muy atemorizado, hasta que finalmente desaparece.

No nos podemos quitar de la cabeza la certeza de que Karim podría haber salido adelante si hubiese contado con el apoyo necesario, con un abordaje adecuado de sus problemas emocionales y con un sistema que no lo hubiese condenado a la exclusión social

El 5 de noviembre recibimos una llamada desde la Unidad de Salud Mental del PTS, comunicándonos que hay ingresado un joven que carece de documentación, que no saben quién es ni pueden comunicarse con él porque se niega a hablar. Descubrimos que se trata de Karim, que el 17 de octubre se había lanzado desde el Puente Romano en un intento de suicidio y que había estado ingresado durante dos semanas en Traumatología, desde donde lo derivaron a Salud Mental.

Conseguimos hablar con él por teléfono en distintas ocasiones en las que tratamos de tranquilizarlo porque se muestra muy alterado y se siente amenazado por el entorno. A pesar de esta fragilidad emocional, nos comunican desde el hospital que no puede permanecer más tiempo ahí y que debemos buscarle un recurso habitacional. Nuevamente, resulta imposible conseguir algún lugar adecuado para sus necesidades; solamente conseguimos -con gran esfuerzo- evitar que quede en situación de calle al obtener una plaza en el albergue, donde entra el 18 de noviembre. Seis días después se arroja hacia la muerte.

No nos podemos quitar de la cabeza la certeza de que Karim podría haber salido adelante si hubiese contado con el apoyo necesario, con un abordaje adecuado de sus problemas emocionales y con un sistema que no lo hubiese condenado a la exclusión social. Como él, miles de jóvenes en España se ven empujados a sobrevivir de cualquier manera a muy temprana edad y piden a gritos que les demos una oportunidad. Una oportunidad para lograr aquello que los demás damos por hecho: la posibilidad de estudiar o trabajar legalmente, tener techo y comida, vivir sin miedo a la expulsión, caminar por la calle sin que los señalen y soñar con que algún día podrán reunir el dinero suficiente para volver a abrazar a sus familias.

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