Alimentación
La Revolución Francesa inventó el restaurante

El final del Antiguo Régimen hizo que el privilegio de ser servido en la mesa se popularizara. Comer alimentos cocinados facilitó la moderna división sexual del trabajo. Son solo dos muescas en la larga historia de cómo la política, la historia y la gastronomía se han relacionado.

La tesis es llamativa y merece el titular: todos los restaurantes, tal cual los conocemos hoy, son los descendientes de aquellos surgidos de la Revolución Francesa en 1789, una consecuencia imprevista de esa toma de la Bastilla que acabó con el Antiguo Régimen. Es lo que asegura el periodista Óscar Caballero en su libro Comer es una historia (Planeta Gastro, 2018), donde defiende la “evidencia” de que “al cortar la cabeza del noble o mandarlo al exilio —en el que, caso curioso, muchos de ellos, en Londres, se reciclaron como preparadores de ensaladas, porque ya dominaban el arte de la vinagreta y de mezclar las hojas y la emulsión—, la Revolución Francesa dejó sin trabajo a una pléyade de cocineros”. Según Caballero, esos “desocupados” tuvieron que fabricarse el nuevo puesto de trabajo, que instalarían en un local en el que se reunirían los tres elementos que desde entonces definirán al restaurante: bodega, sala y cocina.

En conversación con El Salto, el periodista aporta más detalles sobre lo que ocurrió con el servicio de cocina de los castillos cuando los nobles se exiliaron o sus cabezas rodaron tras el estallido revolucionario: “Los nobles también abandonaron un estilo de vida que la nueva burguesía y, sobre todo, los nuevos ricos —daño colateral de toda revolución— quisieron imitar. El servicio del restaurante, la bodega, la cocina, recreaban aquellos fastos o por lo menos la idea que los servidores se habían hecho”. Para él, hoy “todos somos servidos en algún momento del día, incluidos los servidores. Y es una novedad revolucionaria. Y hasta una casa de comidas sin pretensiones, pero con mantel y cubiertos y copas, reproduce una parte de aquel progreso”.

Caballero señala las diferencias entre este nuevo concepto de restauración surgido tras la Revolución Francesa y las posadas, casas de comidas o tabernas que ya existían previamente, como las de aquel Madrid del siglo XVII que, según unos versos popularizados por una coplilla que también se cantaba en otras ciudades, “es ciudad bravía que, entre antiguas y modernas, tiene 300 tabernas y una sola librería”. En su opinión, “muchas de aquellas tabernas madrileñas eran de las llamadas de puntapié: ante la irrupción de la autoridad, las desmontaban de una patada en el estilo perpetuado en el siglo XXI español por los top manta”.

Los restaurantes y su papel en las sociedades contemporáneas son objeto de impugnación en el cómic de autoría anónima Abolish restaurants: a worker’s critique of the food service industry, difundido en 2006 desde una página web estadounidense y traducido al castellano en 2008 por una editorial anarquista de Madrid. El texto resalta la explotación laboral en las cadenas de restauración y realiza un cuestionamiento total de esta institución distintiva del ámbito de la alimentación en el mundo moderno.

la única verdura aborigen de europa

Otra idea destacada por Caballero en el libro es la que se refiere a la península Ibérica como el espacio clave de lo que comemos hoy, por las dos entradas fundamentales de alimentos y procedimientos desconocidos en Europa y la mitad del mundo, con los árabes en torno al año 800 y con el descubrimiento de América durante el siglo XVI. “Por ahí entran a Europa pastas, arroz, azúcar, berenjenas, alcauciles o alcachofas, con los árabes. Y siglos más tarde, patatas, tomate, cacao, judías —vaya nombre—, calabaza, calabacines. Esa historia y sus cocciones —de la adafina judía de Al Andalus descienden los cocidos del mundo— es una gastronomía. También la de las cocinas de Aragón y Catalunya, narradas ya desde El libro de Sent Soví. Pero hablar de gastronomía actual no es posible ya que se trata de una decantación en el tiempo”.

Una frase muy importante que se lee en Comer es una historia dice que Europa tiene una sola verdura aborigen, la col, y que “si hoy comemos variado es gracias a los sucesivos bárbaros, es decir extranjeros, que invadieron el continente con sus alimentos y costumbres”. Una gratitud hacia lo foráneo que chirría en estos tiempos en los que la Comisión Europea anuncia políticas de “preservación del estilo de vida europeo”.

Para Caballero, “Europa es una abstracción, una idea, como las naciones que la componen. Como bien dice José María Ridao en Contra la Historia, el imperio español era una multinacional alemana con sede en Madrid. Carlos V era un flamenco y la mantequilla, como la crema de leche, gratos a su paladar, eran católicos como el imperio. Los protestantes provenzales gastaban aceite de oliva”. Por ello considera que el mapa de Europa “habría que mirarlo en horizontal, no en vertical, para distinguir comunidades: de historia, de costumbres, de comida”.

En cuanto a las posibles modificaciones en los hábitos de comer que deparen las nuevas relaciones internacionales, marcadas por el auge de la extrema derecha y la relevante posición de China, a Caballero le resulta curioso que “los vaivenes políticos no hayan modificado tanto el detalle de lo que se come. Evidentemente, política y economía hicieron que más gente comiera más. Hoy, los recursos bastan para todas las bocas, pero… Si olvidamos la anécdota de la hamburguesa —de origen europeo, por cierto—, que sustituye a las gachas de seis siglos, o del sushi —arroz al fin y al cabo—, lo cierto es que los sucesivos imperios —holandeses, británicos, norteamericanos, ahora chinos— han impuesto poca cosa. Insisto, la hamburguesa sale de Hamburgo, el kétchup es tomate. Y las fritas son patatas. ¿Tempura? Buñuelos que fueron hace 300 años de la península a Japón y ahora vuelven”.

las ocho revoluciones

En Historia de la comida, publicado por Tusquets y galardonado con el Premio Nacional de la Academia Española de Gastronomía en 2004, el historiador Felipe Fernández-Armesto identificó las ocho grandes revoluciones en torno a la comida, la materia que, en su opinión, es la más importante del mundo porque es lo que más preocupa a la mayoría de la gente la mayor parte del tiempo.

La primera revolución es la propia invención de la cocina, “un episodio de autodiferenciación del ser humano respecto al resto de la naturaleza y un acontecimiento inaugural en la historia del cambio social”. La segunda se refiere a la ritualización del acto de comer y cómo implica que la comida es más que sustento. La tercera y cuarta revoluciones que designa Fernández-Armesto aluden al pastoreo y la agricultura, mientras la quinta traza una línea desde los orígenes paleolíticos de la adquisición de privilegios en la lucha por obtener alimentos hasta la cocina refinada y burguesa de la actualidad, entendiendo el empleo de la comida como índice de diferenciación social. La sexta revolución que plantea este catedrático de Oxford trata sobre el comercio a larga distancia y el papel de la comida en intercambios culturales de efecto transformador. La séptima es la revolución ecológica de los últimos 500 años. Y la última es la que afecta al papel de los alimentos en el proceso de industrialización de los países en vías de desarrollo durante los siglos XIX y XX.

Industria alimentaria
Cuando la comida devora el planeta

El sistema de producción y distribución de alimentos impone unas normas que no priorizan la salud ni la justicia, sino sus propios intereses. Los procesos de gentrificación alimentaria desplazan a la población y ahondan en las desigualdades sociales a través de la comida. Del reto de concebir la alimentación como derecho, y no como mercado, depende que la población tenga acceso a alimentos saludables y asequibles.

Más reciente, el trabajo del profesor de Antropología Biológica Richard Wrangham En llamas, publicado originalmente en 2011 y traducido este año por la editorial Capitán Swing, señala al fuego y los alimentos cocinados como hitos evolutivos de la humanidad, por lo que de cambio supusieron a lo largo de milenios. “La cocina incrementó el valor de nuestra comida. Transformó nuestro cuerpo, nuestro cerebro, nuestro empleo del tiempo y nuestra vida social”.

En sus páginas, Wrangham expone cómo cocinar alimentos convirtió al ser humano en consumidor de energía exterior, un organismo nuevo que mantiene una relación igualmente novedosa con la naturaleza, al pasar a ser dependiente del combustible.

La hipótesis de Wrangham valora especialmente el tiempo. Los alimentos se ablandan al ser cocinados y por ello su ingesta es más rápida que la de la comida cruda. Andando los años, resume este especialista en el comportamiento de primates, la dependencia de la comida cocinada ha permitido reestructurar “completamente” la jornada laboral y es uno de los factores que ha posibilitado uno de los rasgos más característicos de las sociedades occidentales contemporáneas: la forma moderna de la división sexual del trabajo.

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