Opinión
La descentralización de la guerra y el fin de la Agenda de Paz Internacional

El hecho de que desde 2017 no se hayan aprobado nuevas operaciones de mantenimiento de la paz por parte de ONU pone de manifiesto que la Agenda de Paz Internacional está en retirada.
Fotos Gaza Unicef - 5
©Unicef Un niño busca entre los restos de las posesiones de su familia tras la reanudación de los ataques aéreos en Gaza.

Profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid

21 jul 2025 05:30

El pasado 26 de junio, la Organización de Naciones Unidas (ONU) celebraba su 80º aniversario sin mucha pompa mediática y en medio de un ambiente enrarecido. Esto no es sorprendente, dadas las circunstancias y cambios en el orden mundial actual y en los principios que hasta ahora lo sustentaban. La ONU está experimentando una pérdida de centralidad y de credibilidad principalmente con respecto a su capacidad real de cumplir su mayor objetivo: mantener la paz y la seguridad internacionales. Claro que la ONU ha sido muchas veces criticada, pero el hecho de que desde 2017 no se hayan aprobado nuevas operaciones de paz, a pesar del aumento de conflictos en la última década, pone de manifiesto que la Agenda de Paz Internacional está en retirada, y más concretamente, que la ONU ha perdido el control sobre el uso de la fuerza.  

Uno de los mayores estandartes que lucía el liberalismo internacional era el de haber conseguido un consenso después de la Segunda Guerra Mundial, por el que se creaba la ONU. Con esta organización se institucionalizaba no solo la voluntad internacional de promover los derechos humanos y la resolución pacífica de conflictos, sino también la prohibición de hacer la guerra de no ser en defensa propia. Es más, el Consejo de Seguridad de la ONU, y, en concreto, sus cinco miembros permanentes con capacidad de veto, vencedores de aquella guerra, adquirían entonces el monopolio del uso legítimo de la fuerza, siendo los únicos estados con la capacidad legal de autorizarla. El sueño liberal de la Paz institucionalizada parecía llegar a cumplirse, aunque su plena realización se hizo esperar.

En efecto, la Guerra Fría truncó ese sueño liberal. Muchos de los conflictos que surgieron en esas aproximadamente tres décadas se convirtieron en oportunidades para atacarse entre el bloque capitalista y el soviético, el sistema de veto paralizó el funcionamiento del Consejo de Seguridad, ya que la URSS no quería pasar resoluciones de los países del bloque occidental y viceversa, y la ONU se veía como un potencial instrumento al servicio de los intereses del otro bloque. Es por esto que, en 1990, con los conflictos cada vez menos en la órbita de las grandes potencias del Consejo de Seguridad, y con más capacidad de acuerdo entre ellos para que determinados conflictos se abordaran desde la ONU, el sistema de Seguridad Colectiva se ponía en marcha definitivamente. 

En este contexto de triunfo del liberalismo, de unipolaridad, con Estados Unidos como potencia hegemónica y un consenso suficiente en torno a los beneficios de la democracia y el neoliberalismo, surge un término “la Agenda de Paz Internacional” que impone una manera de ver y abordar el mantenimiento del orden, la paz y seguridad internacionales. En el entorno académico esta Agenda ha sido denominada “Paz Liberal” porque lo que proponía era que los conflictos tenían su origen en la falta de lo que dicha agenda define como “buenos gobiernos”, y que, por tanto, su resolución implicaba promover el estado de derecho, la democracia y la economía de mercado. Las tres Agendas del entonces Secretario General de la ONU, Boutros Boutros Ghali - Agenda para la Paz, Agenda para la Democracia y Agenda para el Desarrollo- ejemplifican lo que fue la Agenda de Paz Internacional de las próximas décadas. Esta Agenda hoy está en su lecho de muerte. Esto no quiere decir que desde 1990 hasta ahora no haya habido desajustes, retos o disensos. La Agenda de Paz Internacional ha sido altamente criticada y ha sufrido constantes idas y venidas, pero en general, sus bases liberales con relación a los objetivos y prácticas han permanecido constantes al menos entre las décadas de 1990 y 2010. 

En los últimos años, especialmente desde aproximadamente el 2020, estamos viendo un auge exponencial de los conflictos. La base de datos ACLED indica que el número de eventos relativos a conflictos armados se ha duplicado desde 2020 y el Instituto de Investigación para la Paz de Oslo (PRIO) indica que desde 2023, hemos tenido los años con un mayor número de conflictos desde los primeros registros que tienen de 1946. No obstante, decir que hemos pasado de mantener la paz a hacer la guerra sería despojar a la Agenda de Paz Internacional y su ideario liberal del militarismo que les caracteriza. De hecho, uno de los grandes “logros” de la ONU es haber monopolizado el uso “legítimo” de la guerra en los cinco miembros permanentes de su Consejo de Seguridad, y, más concretamente, en tres miembros, Reino Unido, Francia y Estados Unidos (el p-3), que son quienes han diseñado y financiado el despliegue las misiones de paz de la ONU. En este sentido, lo que estamos observando en los últimos años es una transición hacia una descentralización de la guerra. 

La guerra para la paz es algo que se ha venido dando de manera histórica, y en particular, entre esas tres décadas tras la Guerra Fría. La guerra se ha normalizado, quedando en el vocablo internacional como una violencia legitimada y hasta moralmente exigible, siempre que viniera con el sello de la ONU, ya que de otra manera sería un uso de la fuerza bárbaro o poco cívico. 

Desde 1990, un elemento central del mecanismo de seguridad colectiva fue lo que David Chandler denominó «una inversión de la soberanía» (2017, cap. 1). Si anteriormente la seguridad se basaba en el respeto de la soberanía, a partir de la década de 1990 pasó a basarse en la intervención de la soberanía con el fin de construir la paz, promover la democracia, los Estados bien gobernados y el desarrollo. Estas intervenciones fueron posibles gracias a la aparición de la práctica de la “autorización”, es decir, la práctica por la que la autoridad legitimada para intervenir (el Consejo de Seguridad de la ONU) permitía el despliegue de tropas y de todo el personal de la ONU para varios objetivos, entre ellos, para la protección de las misiones y la población civil, el establecimiento de administraciones de transición, la supervisión de altos el fuego, el apoyo a las elecciones, la eliminación de grupos armados contrarios al Estado de turno, etc.

Quienes han reivindicado y de facto ejercido el monopolio de la fuerza ha sido el P-3: Estados Unidos, Reino Unido y Francia. Es decir, esta auto-legitimación representaba más claramente a las potencias coloniales que han cocreado lo que Franz Fanon denomina un sistema basado en el racismo, el capitalismo y el militarismo. Esto lo han conseguido a través de la práctica operativa de las misiones de la ONU bajo el sistema de los denominados «penholders» (redactores). Esta práctica, que ha venido fraguándose desde los orígenes de la propia organización pero que se ha instaurado desde 2008, tiene que ver con la posibilidad de liderar la gestión de las misiones dentro del Consejo de Seguridad.  Según la propia documentación de la ONU, la práctica es la siguiente: «uno de los P3 redacta el texto, lo acuerda con los otros dos y, a continuación, el borrador se negocia con China y Rusia. Solo después de eso se distribuye el texto acordado al resto de miembros elegidos en el Consejo, a menudo cerca de la fecha prevista para su adopción». Esto se extiende a «casi todos los puntos del orden del día específicos de los conflictos» y deja poco margen y tiempo para el debate en el Consejo (Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, 2018).

Esta práctica ha facilitado que el P-3 pudiera seguir ejerciendo control sobre la guerra, al tiempo que distribuían los medios de violencia. Esta distribución se llevó a cabo, en primer lugar, autorizando qué países u organizaciones regionales eran adecuados para desplegar tropas y qué embargos se aplicaban, y qué países eran sancionados por eludir qué embargos. De hecho, esto ha dado lugar a una distribución particular del trabajo, en la que los Estados occidentales piensan, diseñan y pagan las misiones, y los Estados del Sur Global despliegan las tropas. Los fracasos y éxitos de las misiones de paz han dado lugar a una larga controversia. No se puede decir que “todo” ha sido un fracaso, pero, en general, las misiones no han llegado a las raíces profundas, históricas y estructurales de los conflictos, contribuyendo en muchas ocasiones, a la reproducción de esas mismas dinámicas conflictivas.  El uso de la fuerza bajo control último de autoridades hegemónicas con un pasado y presente coloniales es ejemplo de ello. 

En el marco de la paz liberal, la guerra se ha librado tanto de forma defensiva como ofensiva. Parte de la literatura académica afirma que el fin de la paz liberal se refleja en el hecho de que se ha pasado del despliegue de operaciones de mantenimiento de paz al despliegue de operaciones de imposición de la paz. Este hecho ha puesto en tela de juicio algunos de los principios fundamentales de la Agenda de Paz Internacional, como la neutralidad y la regla de desplegar misiones solo donde hay paz que mantener. Es cierto que la ONU ha pasado varios años con una tendencia a misiones agresivas y de contrainsurgencia, pero la paz liberal no ha terminado por falta de neutralidad o por el uso agresivo de la fuerza. De hecho, se podría argumentar que estos dos aspectos definen en realidad la Agenda de Paz Internacional. La paz liberal siempre ha promovido un tipo particular de orden basado en un Estado democrático liberal con un conjunto de características inspiradas en los países occidentales. La paz liberal siempre ha favorecido un orden basado en los Estados y ha dado cada vez más prioridad al fortalecimiento del aparato de seguridad de los Estados, incluso a costa de otros aspectos como la promoción de la democracia, la buena gobernanza o la justicia. Las lecciones aprendidas a lo largo de los años en misiones como Somalia, Bosnia, Ruanda o la República Democrática del Congo (RDC) han favorecido cada vez más la autoridad de los Estados y sus ejércitos, independientemente del buen hacer democrático de sus gobiernos. 

Este uso más explícito de la fuerza por parte de las misiones de la ONU y las cada vez más numerosas misiones de la UE con autorización de la ONU para entrenar y equipar a las fuerzas armadas no suponen una ruptura con el espíritu de la paz liberal, sino una continuación de la misma. El punto de ruptura radica en la descentralización del uso de la fuerza, que desafía el monopolio del uso de la fuerza del P-3. 

Los estados han pasado de verse obligados a obtener “autorización” para hacer uso de la fuerza, a prepararse para o hacer la guerra por principio. De esta manera, Rusia ha invadido Crimea y está intentando negociar sus objetivos políticos a través de la guerra con Ukrania. Israel no ve otra salida más que la guerra a su intención de liquidar a Hamás y avanzar en sus propósitos en Gaza. Este conflicto ya se ha extendido a Irán y al Líbano, del que Israel ya había tomado un 10% de su territorio. India y Pakistán han vuelto a lanzarse ataques armados. El conflicto en la región de Nagorno Kabaraj ha visto en 2020 uno de los peores episodios en su historia desde que comenzara en 1988. Sudáfrica ha recurrido al uso de la fuerza para abordar el conflicto en el Norte de Mozambique y en la RDC. La RDC ha solicitado intervención armada de socios africanos para abordar el conflicto que asola su región oriental desde hace décadas. Los ejemplos abundan. En general, los estados están recurriendo a la negociación de alianzas militares bilaterales o regionales, que les permitan abordar de manera descentralizada y sin las ataduras de la ONU, las situaciones políticas y de seguridad. 

En este contexto, no es extraño que los estados hayan aumentado la compra de armamento y material militar. Según el SIPRI, en menos de 10 años hasta el 2024, el gasto militar ha aumentado un 37%, todos los continentes han aumentado su compra armamentística y las grandes empresas productoras están batiendo récord de ingresos. La ONU no ha sido un obstáculo a estas dinámicas sino que las ha acompañado. Se ha producido un aumento de las misiones de estabilización con el objetivo de capacitar militarmente a los estados, priorizando objetivos militares sobre los políticos. Se ha reforzado la parte militar de muchas misiones mientras que la parte política y social se ha reducido y, en los últimos años, la ONU ha dado un paso atrás en su control sobre el uso de la fuerza. 

No estamos por tanto ante un cambio en el paradigma de “hacer la paz” sino que lo que ha cambiado es la forma de “hacer la guerra”. Hemos pasado de un paradigma centralizado y monopolizado por la autoridad hegemónica de antiguas potencias económicas y coloniales a un paradigma descentralizado que reinscribe a los estados como centro político y militar, sin que estos tengan la intención o capacidad de liderar cambios hacia formas reales de democracia y justicia social a nivel mundial. Por ello, la pérdida de credibilidad y capacidad por parte de la ONU y la cada vez menos visible Agenda de Paz Internacional no son en último término el problema, sino que conforman parte del diagnóstico de una radiografía internacional más cerca de lo que Raúl Cedillo llama ‘Régimen de Guerra’, es decir, de la guerra como sistema subyacente al entramado social, político y económico imperante. La peor consecuencia es la multiplicación de focos de conflicto armado a nivel mundial, y la implantación de la percepción de que la única opción es más guerra. La ONU es una herramienta más. Lo que toca pensar es en el debate para abordar la necesidad de generar alternativas políticas que nos hagan caminar hacia una paz, democracia y justicia social sin el militarismo, la explotación y el autoritarismo que ha caracterizado la Agenda de Paz Internacional hasta la fecha.  

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