Análisis
Elon Musk y el gobierno del 0,0001%

La trayectoria empresarial y personal de Elon Musk –además de, por supuesto, su fortuna– lo inclinaban a ocupar el papel que ha acabado ejerciendo en la administración de Donald Trump.
Elon Musk Javier Milei
Elon Musk y Javier Milei en la Conferencia Política de Acción Conservadora. Foto de Gage Skidmore (Flickr).

Semanas atrás, el editor de Counterpunch, Jeffrey St. Clair, recuperaba este fragmento de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon:

“entró tal en el palacio; se mostró adecuado para el temple de su amo y prontamente pudo encumbrarse hasta el mayor grado que cabe en un súbdito. Su predominio sobre Cómodo fue más poderoso que el de su antecesor, por cuanto carecía de todo atributo que pudiera provocar celos o temor en su dueño. Era esencialmente avaro, y allí residía el móvil de su régimen. Los títulos de cónsul, patricio o senador se subastaban, y era malquisto quien no acudiera a la compra de esos honores ignominiosos y vacíos con la mayor parte de sus riquezas. En cuanto a los empleos lucrativos de las provincias, el ministro participaba de los despojos del pueblo. La aplicación de las leyes también era venal y arbitraria. El reo acaudalado no sólo conseguía la revocación de una sentencia justa, sino que podía a su albedrío imponer castigos al acusador, a los testigos y aun a los jueces”.

“¿Suena familiar”, se preguntaba St. Clair, “Cleandro, como Elon Musk, no era un ciudadano nacido en el Imperio: llegó a Roma desde Frigia, orquestó cientos de asesinatos para demostrar su lealtad, e hizo dinero como matarife y extorsionador en jefe para el Emperador hasta que eclipsó las relucientes vestiduras de Comodo y perdió su cabeza por esa transgresión soberbia.” De acuerdo con los últimos rumores que llegan desde La Casa Blanca, este paralelismo podría completarse en cuestión de poco tiempo.

Las comparaciones son odiosas, pero probablemente ninguna sea más odiosa que entre dos millonarios para concluir que uno es mejor que el otro. Hay quien incluso ha ido más allá y comparado al Elon Musk de ahora con el Elon Musk de hace años, quien se describía a sí mismo como “políticamente moderado” y apoyaba regularmente a los candidatos a la presidencia de los EEUU del Partido Demócrata. Un destacado político de este partido, Ken Martin, afirmó que había “multimillonarios buenos” y que su formación estaba dispuesta a aceptar su dinero. No sólo el presidente de Meta, Mark Zuckerberg, o el fundador de Amazon, Jeff Bezos, se han orientado a los nuevos vientos que soplan desde Washington, sino que, como recordaba Carl Beijer en un artículo para Jacobin, también lo han hecho el fundador de Microsoft, Bill Gates, o el cofundador de Airbnb, Joe Gebbia, ambos destacados donantes a la campaña de Kamala Harris en 2020.

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“Los multimillonarios del sector tecnológico tienen poderosos incentivos empresariales para alinearse con quien quiera que esté en el poder”, escribía Beijer, ya que “quieren contratos”, buscan “evitar regulación” e “influir en la política”, y todo ello “en el interés de los beneficios”. Este incentivo, señalaba, “es tan poderoso que se ha demostrado más capaz de convencer a nuestros multimillonarios tecnológicos que cambiar su orientación política”, por lo que por “cualquier simpatía personal que tengan nuestros multimillonarios, el capitalismo siempre los empujará a priorizar sus intereses financieros por encima de todo lo demás”.

En el fondo nos encontraríamos ante otro ejemplo de la concepción republicana de la libertad no como ausencia de interferencia, sino como ausencia de dominación, una concepción que únicamente puede garantizar un diseño institucional. En otras palabras, no se trata de contar con una oligarquía que interfiera positivamente o no interfiera en la sociedad —si tal cosa es posible—, puesto que ésta siempre contaría con el poder económico de dominar a otros a su arbitrio, sino de evitar el surgimiento mismo de una oligarquía, que, inevitablemente, tiene ese poder arbitrario.

Los EEUU son desde hace más de un siglo una oligarquía en la que los magnates han ejercido su influencia en la política haciendo uso de sus fortunas

En un artículo de enero el economista Branko Milanovic traía a colación la idea de que con frecuencia los propios protagonistas de acontecimientos históricos no son conscientes de no ser más que “herramientas de la historia”. Esta idea ha sido criticada con no menos frecuencia: en su expresión última significa ceder a una visión de las personas como carentes de agencia, meros Träger de la historia sin voluntad propia, como proponía Louis Althusser y denunció E.P. Thompson. La trayectoria empresarial y personal de Elon Musk —además de, por supuesto, su fortuna— lo inclinaban a ocupar el papel que ha acabado ejerciendo en la administración de Donald Trump. En este punto se han mencionado en alguna ocasión, razonablemente, los paralelismos históricos con Henry Ford. Lo que conviene tener en cuenta es que si no hubiese existido un Elon Musk, muy probablemente otro hubiese ejercido, mutatis mutandis, ese rol. De ahí que, en parte, resulte tan irritante la fijación que tienen con su persona determinados estamentos políticos e intelectuales europeos (una fijación que el propio Musk explota comunicativamente en beneficio propio).

Como ha observado oportunamente Neil A. Abrams, los EEUU son desde hace más de un siglo una oligarquía en la que los magnates han ejercido su influencia en la política haciendo uso de sus fortunas. (En este sentido, y como nota local, no está de más recordar cómo el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, llamó en enero “a rebelarse” contra “la tecnocasta”, cuyo “poder omnívoro en las redes sociales” usan “para tratar de controlar el debate público en la acción contra Occidente”; no sabemos que Sánchez haya llamado nunca a rebelarse contra los oligarcas contra los que puede actuar como presidente de un ejecutivo. Para saber sus nombres y apellidos basta con pasearse por las páginas de Forbes, por ejemplo).

Abrams también añade que nada impide pensar en la posibilidad de que Musk, como cualquier otro oligarca estadounidense, pueda caer en algún momento en desgracia, y, llegado ese caso, si la administración Trump ha avanzado en sus planes iliberales y controla el aparato gubernamental, ver cómo varias agencias federales lo acosan hasta obligarlo a que se marche del país. Que no es imposible aunque ahora lo parezca lo demuestra —salvando nuevamente todas las distancias— el precedente de Vladímir Putin en Rusia con Borís Berezovsky (exilio) o Mijaíl Jodorkovsky (prisión y exilio), mientras el resto se plegaron a las nuevas directrices del Kremlin (uno de ellos, Oleg Deripaska, fue incluso notoriamente humillado públicamente ante las cámaras de televisión siendo Putin primer ministro).

Pero, ¿fue Silicon Valley alguna vez progresista?

El caldo de cultivo para que surgiese un Elon Musk, en cualquiera de los casos, estaba ahí. Silicon Valley —que nunca fue en realidad hogar de radicalismo político y hasta tuvo a representantes netamente de derechas desde sus comienzos, como el cofundador de PayPal Peter Thiel— tiene un “canon literario” en el que destaca, entre otros títulos de referencia del libertarianismo, El individuo soberano, un libro escrito en 1997 por James Davidson y William Rees-Mogg que defendía, a grandes trazos, que los estados nacionales y la democracia representativa eran impedimentos a la libertad individual, siendo la ascendente clase capitalista vinculada al sector de las nuevas tecnologías la mejor posicionada para su disrupción.

Algunos antiguos trabajadores federales ya han denunciado que Musk persigue beneficiar a SpaceX y Starlink, consiguiendo mediante las actividades de DOGE información sobre sus competidores

Davidson y Rees-Mogg desbrozaron el camino a una ideología cada vez más elitista y antidemocrática cuyo modelo de sociedad se basa en dejar que los técnicos cualificados se dediquen a la tarea de la ingeniería política y social protegidos de las masas. No otra cosa es lo que propone Alex Karp, el director ejecutivo de Palantir, en su último libro, titulado La república tecnológica. Como ha recogido John Ganz en su crítica para Bloomberg, Karp plantea que esta élite tecnológica dedicada a la consecución de “resultados” esté vinculada a la población por una “identidad colectiva” y una “mitología compartida”, pero no controlada por ella mediante mecanismos democráticos. En un paso de La república tecnológica, el autor elogia a los “adversarios geopolíticos” de los Estados Unidos gobernados por individuos “cuyos destinos y fortunas personales están tan profundamente imbricados con las de las naciones cuyos regímenes autoritarios supervisan que se comportan como propietarios, en el sentido de que tienen un interés directo en el futuro de sus países, y, como resultado, pueden estar mucho más alerta y ser mucho más sensibles a las necesidades y las demandas de su público, incluso si las ignoran de manera despiadada y brutal”, mientras que “en los negocios y en la política estamos siempre negociando contra la amenaza de una revuelta”.

Si esto suena a lo que a todas luces parece es porque lo es: Ganz recuerda los paralelismos de esta ideología con el “modernismo reaccionario” de los intelectuales de la llamada revolución conservadora de la República de Weimar, caracterizado por la combinación entre un entusiasmo hacia la tecnología y el rechazo a la Ilustración, sus valores y las instituciones surgidas de aquella, característico, por ejemplo, de Ernst Jünger. Los paralelismos con la “Ilustración oscura”, el movimiento neo-reaccionario liderado por Curtis Yarvin, son evidentes. Las analogías con el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) de Musk, también.

Hacia el estado oligárquico iliberal

Como numerosos comentaristas han señalado, Musk controla varias compañías: Tesla (automóvil), SpaceX (aeroespacial), The Boring Company (infraestructuras), Neuralink (neurotecnología), X (redes sociales), xAI (inteligencia artificial). Todas ellas están sujetas a regulaciones públicas, y algunas de ellas, como SpaceX, son beneficiarias de generosos contratos federales. “En su nuevo rol, Musk puede supervisar, y potencialmente desmantelar, agencias gubernamentales que tradicionalmente han constreñido sus negocios”, escribía días atrás Allison Stanger, “a través de DOGE, todos estos mecanismos de supervisión pueden ser debilitados o eliminados bajo la guisa de la eficiencia”.

No nos encontramos, pues, ante la destrucción del Estado desde dentro —como asegura el discurso libertariano de un, pongamos por caso, Javier Milei—, sino su captura y reorganización interna

En efecto, algunos antiguos trabajadores federales ya han denunciado que Musk persigue beneficiar sobre todo a dos de sus compañías, SpaceX y Starlink, consiguiendo mediante las actividades de DOGE acceso a información sobre sus competidores en posesión de varias agencias gubernamentales e influyendo en la adjudicación de contratos. “El peligro es que las empresas de Musk puedan transformarse en monopolios patrocinados por el gobierno que operarían sin ningún miedo a una investigación antitrust”, alertaba a The Guardian Tim Whitehouse, director ejecutivo de The Public Employees for Environmental Responsibility (Peer). Seguramente el apoyo de Musk a Trump también tenga algo que ver con la posición de sus empresas en los mercados internacionales: los fabricantes de automóviles eléctricos chinos —de manera destacada BYD— son más competitivos que Tesla en varios mercados que incluyen a países en vías de desarrollo, y SpaceSail, con sede en Shanghái, se expande con éxito en mercados como los de Brasil, Kazajistán o Malasia, en los que SpaceX se ha encontrado con obstáculos, por ejemplo.

Como si se tratase de una muñeca rusa, el plan de Musk encaja en otro mayor, una estrategia de construcción de un estado iliberal promovida por el Partido Republicano, adoptada, en parte, de la del primer ministro húngaro Viktor Orbán, quien, como explica el director de Foreign Policy in Focus John Feffer, “convirtió el sistema político de Hungría basado en principios liberales en un sistema de patronazgo de acuerdo con directrices iliberales”. “La transformación de Orbán descansaba en un legislativo obediente que le permitió concentrar el poder en el ejecutivo”, apunta Feffer al agregar que Orbán “supo deconstruir el sistema político húngaro desde dentro colapsando el sistema judicial, suprimiendo a la sociedad civil y controlando un aparato de medios de comunicación de la derecha”.

Este plan, como recordaba Daniel Luban en Dissent, es asimismo la destilación de dos planes rivales: el notorio Proyecto 2025 de la Heritage Foundation y otro, menos conocido, del America First Policy Institute. “Independientemente de que Musk permanezca en el asiento del conductor o caiga en desgracia, este proyecto seguirá siendo central en la presidencia de Trump”, un proyecto del cual “no disiente lo más mínimo el ala populista” del trumpismo liderada por Steve Bannon, quien ya reclamó en el primer mandato poner en marcha la “deconstrucción del estado administrativo” y es en última instancia rehén de las empresas del sector tecnológico si quiere que su discurso se difunda de manera efectiva. No nos encontramos, pues, ante la destrucción del Estado desde dentro —como asegura el discurso libertariano de un, pongamos por caso, Javier Milei—, sino su captura y reorganización interna. A todo ello, convendría añadir, este sistema plutocrático cuenta con unas puertas giratorias al más alto nivel, que ya resumió de manera lacónica Lenin al describir el gobierno ruso inmediatamente anterior a la revolución de octubre: “Un ministro hoy, un banquero mañana; un banquero hoy, un ministro mañana.” La fortuna combinada de los miembros del gabinete de Trump es la mayor de todos los ejecutivos de la historia de EEUU, o, como bien titulaba lapidariamente la iniciativa Public Citizen: un gobierno del 0,0001%.

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