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Análisis
Iron Musk
No es posible ocultar una maligna satisfacción al presenciar el colapso del bitcoin: es una de las dos buenas noticias que nos deja esta primavera, tan desastrosa por otros motivos. Desde la última vez que aborde el tema en Sidecar hace siete meses, la capitalización total de las criptodivisas ha disminuido de 2,6 billones de dólares –equivalente al PIB total de Francia– a una cifra situada entre los 984 y 901 millardos de dólares de acuerdo con su valoración a 15 de junio. Uno siente lástima, pero contenida, por aquellos crédulos que invirtieron sus modestos ahorros en criptomonedas con la esperanza de obtener ganancias fáciles y fueron desplumados por otra estafa piramidal, versión actualizada de la fiebre de los tulipanes registrada en los Países Bajos durante la década de 1630, que fue la primera burbuja financiera insensata de la historia.
Esta satisfacción se incrementa en tanto que la caída de las criptomonedas afecta especialmente a Elon Musk, en teoría el hombre más rico del mundo, cuyos patrimonio privado se estima en 213,9 millardos de dólares. En los medios de comunicación, Musk es representado como el mismísimo Tony Stark del capitalismo contemporáneo, alter ego de Iron Man, el superhéroe de Marvel creado en 1963: «un rico magnate empresarial estadounidense, playboy, filántropo, inventor y dotado científico», de acuerdo con la descripción del personaje efectuada por la Wikipedia inglesa. Hace ya nueve años la prestigiosa revista The Atlantic publico un artículo titulado «Everyone Wants Elon Musk to Be Tony Stark». En 2019, Musk decidió aceptar criptodivisas como pago de los vehículos eléctricos producidos por su empresa Tesla. Al año siguiente, invirtió 1,5 millardos de dólares en la criptodivisa Dogecoin, que había sido acuñada en 2013 a modo de broma por dos programadores informáticos. Musk ha actuado en virtud de la hipótesis de que el mercado de criptodivisas está controlado por un pequeño número de personas capaces de manipular a placer sus cotizaciones, así como sus flujos y reflujos, evitando de ese modo cualquier ola de pánico repentina. Durante varios años, estos capitalistas apuntalaron el valor de sus inversiones en bitcoin simplemente prosiguiendo su acumulación de criptodivisas, un poco como hacen las empresas cotizadas en bolsa cuando hipertrofian el precio de sus títulos mediante la consabida adquisición de sus propias acciones, lo cual permite a sus directivos, por otro lado, devengar sustanciosas retribuciones proporcionales al incremento de la cotización de los títulos bursátiles de las compañías que dirigen.
Musk seguirá acumulando riqueza mientras se le siga percibiendo como Tony Stark, como el genial inventor, filántropo, multimillonario, magnate y playboy
Sin embargo, en el espacio de un año Dogecoin ha perdido más del 80 por 100 de su valor, cayendo de 40 a 6,9 millardos de dólares. Sin inmutarse, Musk ha seguido afirmando su fe en la empresa, relanzándola en mayo como medio para pagar el merchandising de su corporación espacial, SpaceX. Cada anuncio de Musk va seguido de una subida del precio de Dogecoin: un hecho que ilumina el mecanismo a través del cual esta nueva forma de capitalismo aumenta la fortuna de sus abanderados. El capitalista anuncia en las redes sociales que va a comprar una determinada acción. Sus seguidores (o, quizá más acertadamente, sus creyentes) se apresuran a comprar esas mismas acciones, que experimentan una subida vertiginosa, tras la cual el capitalista hace caja vendiendo una parte de las acciones hipercotizadas, lo cual le permite cubrir fácilmente el coste de la compra inicial.
La producción de riqueza en este caso se verifica mediante la influencia del influencer. En el caso de Musk, esta se acumula a través de su propio personaje de cómic: seguirá acumulando riqueza mientras se le siga percibiendo como Tony Stark, como «el genial inventor, filántropo, multimillonario, magnate y playboy». Así es como su imagen de iron capitalist sigue siendo creíble. Twitter es la herramienta financiera más eficaz de la que dispone Musk: sus 91 millones de seguidores repartidos por todo el mundo son su verdadero capital. De ahí que el 4 de abril de este año el valor de las acciones de Twitter aumentara el 27 por 100 por 100 después de que Musk anunciara que había comprado el 9 por 100 de las acciones de la compañía (Dogecoin también subió el 20 por 100 como resultado). Es lógico que Iron Man quiera controlar la fuente de sus ingresos invirtiendo en Twitter.
La adhesión de Musk a este personaje de superhéroe no es, por lo tanto, sólo o ni siquiera principalmente una vana ostentación, sino literalmente una cuestión de interés económico. A lo largo de su carrera como empresario Musk ha forjado cuidadosamente su imagen de inventor y científico genial (aunque abandonó sus estudios de licenciatura en ciencias de los materiales en Stanford al cabo de tan sólo dos días). Como proclama Forbes con rotundidad, “Elon Musk está trabajando para revolucionar el transporte tanto en la Tierra, a través del fabricante de coches eléctricos Tesla, como en el espacio, a través del productor de cohetes SpaceX”. Musk debe renovar constantemente estas credenciales de superhéroe, invirtiendo en proyectos fantasiosos y futuristas, que recuerdan a la ciencia ficción: coches eléctricos (Tesla), exploración espacial (Space X), inteligencia artificial (OpenAI) y neurotecnología (Neurolink). La clave es lanzar un nuevo proyecto antes de que el anterior se haya completado. Las nuevas inversiones hacen que las anteriores parezcan rentables, lo cual aumenta el valor de su cotización.
Para Musk la mera promesa de los coches automatizados ha servido para tapar el fracaso de mayor envergadura del vehículo eléctrico, que no acaba de afirmarse definitivamente
Ejemplar en este sentido es la historia de Tesla, la empresa de vehículos eléctricos que, sin haberse afianzado en el sector (¿cuántos Teslas ves circulando por ahí?), se lanzó al campo de los coches autoguiados por conductores informatizados con resultados por otro lado desastrosos. Hasta el 20 de febrero pasado, los coches de Tesla habían causado once accidentes, diecisiete heridos y una víctima mortal. Pero para Musk la mera promesa de los coches automatizados ha servido para tapar el fracaso de mayor envergadura del vehículo eléctrico, que no acaba de afirmarse definitivamente. Tesla, fundada en 2003, salió a bolsa en 2010 tras recibir una financiación de 500 millones de dólares del gobierno estadounidense. Entre 2010 y 2019 su valor aumentó, pero al ritmo característico de una empresa tecnológica innovadora en la época de la flexibilización cuantitativa, cuando los fondos de inversión obtenían miles de millones en concepto de préstamos sin intereses y cuando, sin saber muy bien hacia dónde canalizar todos esos recursos, los invertían en empresas que se consideraban prometedoras: este dispositivo fue el que sustentó el enorme incremento del precio de las acciones de Tesla a pesar de que la economía real se hallaba en una situación de práctico estancamiento. Entre 2010 y 2019, el capital de Tesla pasó de los 2 a los 32 millardos de dólares, pero durante los dos años siguientes la empresa literalmente despegó y alcanzó la astronómica capitalización bursátil de 1,2 billones de dólares en noviembre de 2021, antes de hundirse hasta los 662 millardos el pasado 15 de junio, lo cual supone de todas formas una cotización más de trescientas treinta veces superior a su valor inicial.
La valoración de las empresas de Musk, así como las estimaciones aleatorias de su riqueza personal, siempre se han basado en la promesa de expansiones futuras y de logros inminentes
Esta valoración no se corresponde en absoluto con la dimensión económica real de Tesla, que sigue siendo modesta tanto en términos de vehículos producidos (305.000 el año pasado) como de ventas (54 millardos de dólares). En comparación, el grupo Volkswagen tuvo unos ingresos de 250 millardos de dólares y produjo 5,8 millones de coches, pero su capitalización sólo ascendió a 167 millardos de dólares: tiene ingresos cinco veces superiores a Tesla, produce veinte veces más coches, pero su valoración es cuatro veces menor. El ascenso de Tesla también fue impulsado por el crecimiento del bitcoin, la promesa de la exploración espacial y en 2021 la ampliamente publicitada “excursión” en cohete turístico, que ayudó a SpaceX a superar el umbral de valoración de los 100 millardos de dólares. De este modo, el boom de SpaceX y del bitcoin desencadenó retroactivamente el boom de Tesla.
Como vemos, la valoración de las empresas de Musk, así como las estimaciones aleatorias de su riqueza personal, siempre se han basado en la promesa de expansiones futuras y de logros inminentes, que siempre están justo ahí a la espera de su inminente verificación, pero que siempre se hallan, sin embargo, un poco más allá, a la vuelta de la esquina, justo al otro lado de la siguiente colina perfilada en el horizonte. Así pues, su confianza en el bitcoin indica algo más que oportunismo especulativo, dado que encarna el modelo mismo de negocio operativo aplicado en sus diversas industrias. También demuestra que la influencia que Musk ejerce a través de Twitter no sólo afecta a los pequeños inversores (aquellos que los operadores bursátiles denominan “el rebaño”), sino también, de modo más inquietante, a los “profesionales” del sector, esto es, a corredores de bolsa, asesores financieros, gestores de fondos, etcétera.
Branson inauguró la era del empresario-artista, un hombre más ligado al mundo del espectáculo que al mundo empresarial, que presagió la nueva generación de magnates que operan a partir de las redes sociales
Cada época tiene un determinado prototipo de empresario, que simboliza el particular estilo de capitalismo de su tiempo. A finales del siglo XIX, durante la era de los robber barons, el prototipo fue encarnado por Andrew Carnegie, autor de The Gospel of Wealth (1889), el evangelio del filantropismo multimillonario moderno. Luego vino la era de Henry Ford, de simpatías fascistas y creador del Modelo T, que conmocionó al mundo pagando a sus trabajadores cinco dólares al día, siendo considerado por el filósofo Alexandre Kojève “el único gran marxista ortodoxo del siglo XX”. El período posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su compromiso socialdemócrata, careció realmente de empresarios prometeicos del tipo previsto por autores como Werner Sombart y Joseph Schumpeter. Sin embargo, en la década de 1980 el mito del empresario revivió con el auge del reaganismo. Richard Branson surgió como el ahijado característico de Thatcher, cuyas privatizaciones y desregulaciones allanaron el camino para el surgimiento de Virgin Atlantic y Virgin Healthcare. En 1986, la entonces primera ministra le nombró “zar de la basura”, encargado de “mantener limpia y ordenada Gran Bretaña” (treinta años después la investigación de una comisión concluyó que el problema seguía sin estar resuelto). Más tarde, el gobierno de Blair le encomendó la gestión de parte de la recién privatizada infraestructura ferroviaria británica. No es de extrañar, pues, que en 2005 Branson declarase a la BBC lo siguiente: “Para el mundo empresarial las diferencias de tener un gobierno laborista o uno conservador han sido absolutamente menores”.
Con sus travesías en globo de los océanos Branson inauguró la era del empresario-artista, un hombre más ligado al mundo del espectáculo que al mundo empresarial, que presagió la nueva generación de magnates que operan a partir de las redes sociales. Mark Zuckerberg, que explotó hábilmente Facebook para construir su propia marca personal y sus correspondientes estrategias de mercado, fue el primero de este prototipo. Luego, de forma verdaderamente cinematográfica, entró en escena Iron Man Elon. Estas figuras simbólicas no son necesariamente, sin embargo, las más importantes de sus épocas respectivas. John Rockefeller o John Pierpont Morgan fueron mucho más importantes que Carnegie, aunque nunca encarnaran el estilo de su época. Igualmente, Bill Gates fue tan importante, si bien menos carismático, que Steve Jobs (él mismo un personaje mítico, aunque murió antes de la nueva ola de las redes sociales). Del mismo modo, Jeff Bezos, dueño de Amazon, da forma a nuestras vidas mucho más que Elon Musk, aunque su presencia en las redes sociales sea casi nula y sea mucho menos representativo del que podríamos denominar “capitalismo de cómic”.
Capitalismo
Amazon ha puesto en venta el planeta Tierra
El último viernes de noviembre se celebra el llamado Black Friday, una jornada para el consumo global que, en su versión digital, domina absolutamente Amazon. La compañía de Jeff Bezos es la marca comercial más valiosa del mundo. También un modelo de precariedad laboral y elusión fiscal.
La verdad es que la importancia de Musk es más política que económica. Sé por experiencia propia que los personajes públicos –por muy cínicas que parezcan sus opciones políticas originales o sus tomas de posición declaradas– acaban identificándose con el papel que pretendían desempeñar y creyendo en los principios que pensaban instrumentalizar. Tony Stark acaba inevitablemente viéndose a sí mismo como Ulises, “ese hombre hábil en todos los sentidos”, cuyo ingenio permite a su pueblo cumplir su misión histórica. Sin embargo, a diferencia de su antiguo socio de Paypal y compañero entusiasta de las criptomonedas, Peter Thiel, Musk frecuenta poco las proclamaciones políticas. Sus acciones hablan por sí mismas. Revelan a un individuo convencido de su derecho a marcar el destino del mundo, no principalmente gracias a su riqueza, sino por su pertenencia a una “aristocracia cognitiva” formada por unos pocos elegidos, que pretenden ser más inteligentes, disponer de más conocimiento y mostrarse más perspicaces que el resto de todos nosotros.
Aquí entramos en el mundo fantasmagórico de los capitalistas de cómic, que a menudo utilizan su enorme riqueza para hacer realidad sus fantasías adolescentes. En este país de ensueño es relevante la influencia desproporcionada ejercida durante la década de 1980, sobre todo en el mundo financiero, de Atlas Shrugged (1957), la novela de Ayn Rand en la que la exiliada rusa describe ”Estados Unidos atrapado en una situación distópica en la que las empresas privadas sufren bajo el peso de leyes y regulaciones cada vez más gravosas“, mientras la resistencia de algunos capitalistas heroicos concluye con su migración del país y el establecimiento de una sociedad libre en otro lugar del planeta (un destacado superadmirador de este libro extremadamente aburrido fue Alan Greenspan).
La crisis de 2008 asestó un duro golpe a la fe de los partidarios del egoísmo racional de Rand (el propio Greenspan acabó abjurando de él), pero este pronto fue sustituido por una nueva obra de culto titulada The Sovereign Individual: How to Survive and Thrive during the Collapse of the Welfare State (1997), coescrita por James Dale Davidson, un consultor financiero cuya especialidad consiste en sacar provecho de las catástrofes, y William Rees-Mogg (1928-2012), editor de The Times durante mucho tiempo. Un artículo publicado en The Guardian en febrero de 2018 resumía las cuatro tesis principales del libro:
1) El Estado-nación democrático opera básicamente como un cártel criminal, que obliga a los ciudadanos honestos a ceder grandes porciones de su riqueza para pagar cosas como carreteras y hospitales y escuelas.
2) El auge de Internet y la llegada de las criptomonedas harán imposible que los gobiernos intervengan en las transacciones privadas y graven los ingresos personales, liberando así a los individuos del chantaje de protección política representado por la democracia.
3) En consecuencia, el Estado quedará obsoleto como entidad política.
4) De este naufragio surgirá un nuevo orden mundial en el que la nueva ”élite cognitiva“ se alzará con el poder y la influencia, como una clase de individuos soberanos en posesión ”de recursos enormemente vastos“, que ya no estarán sujetos al poder de los Estados-nación y que rediseñarán los gobiernos para adaptarlos a sus fines.
Aunque fue escrito en 1997, el libro está perfectamente sincronizado con el mundo de las criptomonedas, creadas una década más tarde inmediatamente después de la crisis financiera de 2008. The Sovereign Individual encontró un temprano adepto en Thiel, miembro de la llamada Mafia Paypal, el grupo de jóvenes emprendedores –que incluía a Musk– que lanzó Paypal en 1998 y posteriormente engendró toda una serie de empresas: Reid Hoffman fundó LinkedIn; Russel Simmons y Jeremy Stoppelman fundaron Yelp; Keith Rabois fue uno de los primeros inversores en YouTube; Max Levchin se convirtió en el director ejecutivo de Slide y Roelof Botha en socio de Sequoia Capital. A excepción de Musk, ausente ese día, todos ellos aparecen juntos en una famosa foto publicada por Fortune en 2007 en la que posan sentados en un bar vestidos como gánsteres italoamericanos.
No todos los miembros de esta camarilla se convertirían en discípulos de The Sovereign Individual: algunos siguen financiando causas progresistas y candidatos demócratas. Sin embargo, la verdadera división dentro del grupo es la que corre entre los paladines de las criptomonedas y todos los demás. Recordemos que desde un principio Bitcoin se presentó como una herramienta que podría hacer superfluo al Estado como garante de la moneda, socavando así uno de los dos monopolios todavía en su poder (el otro es el monopolio de la violencia legítima). El bitcoin se vendió como una forma de hacer realidad el Estado ultraminimalista de Robert Nozick en el ámbito económico-financiero, situado este mucho más allá de la visión friedmaniana más audaz, en el que incluso la oferta monetaria se confía al puro mecanismo del mercado.
Aún más radical en sus convicciones políticas es Thiel, quien, como leemos en un reciente artículo publicado en la London Review of Books,
predice la desaparición del Estado-nación y la aparición de comunidades libertarianas caracterizadas por bajos o nulos impuestos en las que los ricos puedan finalmente emanciparse de ”la explotación de los capitalistas por parte de los trabajadores“, tras haber argumentado durante mucho tiempo que la tecnología del blockchain y de la encriptación –incluyendo las criptodivisas como el Bitcoin– tiene el potencial de liberar a los ciudadanos del dominio del Estado al hacer imposible que los gobiernos expropien la riqueza mediante la inflación.
Thiel ha contratado recientemente como estratega global de su fondo de inversión al excanciller austriaco Sebastian Kurz, un político conservador que gravita cada vez más hacia la extrema derecha libertariana. Thiel también se ha convertido en un ferviente exponente de la Dark Enlightenment, la nueva filosofía abrazada por la alt-right y los partidarios de Trump (Thiel fue uno de los primeros financiadores de este). Esta Ilustración a contrario propone la creación de un sistema neofeudal capitalista gobernado por la aristocracia cognitiva.
Estos patricios se revisten con el más noble de los ropajes: el de la meritocracia. Después de todo, ¿quién podría estar en contra de la idea de que quien merece más debe obtener más? El problema es que este razonamiento se realiza siempre al revés, yendo de las consecuencias a las causas; la denominada meritocracia, lejos de argumentar que las recompensas deben ser proporcionales al mérito, sostiene en realidad lo contrario. Poseer riqueza es ya una prueba incontestable de que se merece. Los ricos son ricos, porque lo merecen y todos los demás son pobres que no merecen ayuda o asistencia alguna por parte de la colectividad. Musk es la fábula viviente de este principio, su encarnación mediática más celebre. Pero, precisamente por ello, no necesita expresar posiciones radicales como su exsocio Thiel. El concepto de feudalismo cognitivo es irrelevante para él, ya que simplemente puede ejercer esa tiranía (¿cognitiva?) sobre sus empleados. En lugar de alardear de su radicalismo, Musk lo pone en práctica. Como escribió el premio Nobel de Literatura Wole Soyinka en su mordaz crítica de la négritude teorizada por Aimé César y Léopold Sédar Senghor: “Un tigre no proclama su tigritud, se abalanza” [A tiger doesn’t proclaim his tigritude, he pounces].
Así pues, Musk no abandera el feudalismo cognitivo, le basta con oponerse por todos los medios posibles a la tributación de los multimillonarios, así como tampoco proclama las virtudes ideológicas de las criptomonedas, sino que las utiliza para hipertrofiar la cotización de sus propias empresas: el comportamiento bursátil de Tesla refleja el de las criptodivisas con una similitud asombrosa y así el desplome de Tesla, que ha pasado de una capitalización de mercado de 1 billón de dólares a 662 millardos desde el pasado noviembre, coincide con el reciente desplome de las criptodivisas. El fin de la flexibilización cuantitativa y el endurecimiento monetario que aplicarán los bancos centrales para frenar la inflación precipitarán el colapso de las empresas sobrevaloradas y de todo tipo de esquemas Ponzi. Llegados a este punto, el capitalismo tendrá que buscarse otros héroes (o algún otro cómic).
P.D. El colapso del bitcoin ha sido una de las dos buenas noticias de esta primavera que anunciaba al principio de este artículo, pero también tuvimos otra. El pasado mes de mayo el Foro Económico de Davos transcurrió como si no se hubiera celebrado: nadie le prestó la más mínima atención y apenas fue objeto de reportaje alguno. ¿Recordáis las celebraciones anuales previas a la pandemia en las que Davos parecía la reunión anual de los masters of univers? ¿Recordáis sus fastuosas coreografías, que sugerían que eran los jefes de Estado y las estrellas de cine quienes caminaban sobre la alfombra roja de la estación de esquí alpina en vez de los burócratas y los chupatintas del capital? Esta nueva sobriedad constituye una bocanada de aire fresco. Un escaso consuelo frente a la guerra, quizá, pero aun con todo un pequeño rayo de esperanza.