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@emmanuelrog, es miembro del Instituto DM.
Es miembro de la Fundación de los Comunes.
Abrir el debate. La crisis que nos atraviesa nos ha devuelto sobre algunas cuestiones clásicas de la historia del pensamiento revolucionario. Habitamos un mundo en permanente crisis y sometido a un continuo estados de excepción, donde los viejos sistemas de poder —aquellos vinculados a la globalización neoliberal— se tambalean. Todo cambio real parece pasar —antes que nada— por construir instituciones y espacios de apoyo mutuo y de encuentro político con capacidad de orientar, cuando no de anticiparse al desastre en ciernes.
Sin embargo, en nuestro contexto inmediato las bases materiales sobre las que se han apoyado estas alternativas, aquello que podríamos denominar la galaxia post-15M, han entrado en crisis. El ciclo institucional articulado por Podemos, así como la lógica de los movimientos sociales de esta fase, nos han dejado atrapados entre dos extremos. A un lado, la renovación del campo progresista, que con su densa niebla trata de edulcorar la política subordinándola al marketing de la utilidad gobernista capturando el lenguaje de los movimientos en su favor. Del otro, la multiplicación de las iniciativas políticas comunitarias y de base que no terminan de encontrar un plan consistente en torno a estrategias compartidas.
En medio de estos extremos se ha expresado una nueva necesidad: la de articular posiciones estratégicas y al mismo tiempo construir autonomía y organización. Se trata de una hipótesis sobre la que ya se han avanzado algunas consideraciones interesantes. Entre ellas, se ha criticado la incapacidad de articulación estratégica que ha existido a partir del 15M y la falta de una perspectiva escalable en nuestras prácticas políticas. Pero también, se ha señalado la necesidad de pensar modelos organizativos que superen los problemas del “asamblearismo” y generen propuestas políticas de mayor consistencia sin perder la horizontalidad en la toma de decisiones.
Autonomía y organización.
De nuevo, parece que las preguntas clásicas del “¿qué hacer?” ocupan una parte del debate. Pero ¿realmente el problema es el de la organización? Sin duda, esta cuestión tiene un enorme peso. No obstante, en términos concretos, la organización no es más que una herramienta para el reparto eficaz de tareas y de los sujetos que quieren llevarlas a cabo, y es precisamente aquí donde está —a nuestro modo de ver— el gran problema.
Debemos escapar de la idea de autonomía como lo mío propio, “mi colectivo o mi espacio”, para retomar debates políticos de coyuntura, orientarnos en común, aprender a estar juntas más allá de dónde está cada quien
Podríamos convenir, en términos de nuevo muy clásicos, que el problema de la organización es difícil de resolver caso de no abordar las tareas estratégicas y prácticas de nuestro presente, tampoco sin tener muy claro quién tendría que desempeñar semejante labor. Con distintas intensidades, estas preguntas han aparecido de manera fragmentada en los últimos años ¿Quién es el sujeto del ecologismo? Se ha dicho. Y, todavía de forma más clásica: ¿qué es hoy la clase obrera? O, si se quiere, ¿qué es la clase hoy?
Sabemos que para contestar a estas preguntas no necesitamos de un sujeto central, definible, que encarne la revolución, al que por otro lado aún a día de hoy se dedica demasiado tiempo en buscar: el obrero. También sabemos que la respuesta no pasa por políticas identitarias que jerarquicen las opresiones en vez de coaligar a quienes luchan. Pero tampoco podemos contestar desde posiciones que vuelven sobre una tímida defensa de los derechos humanos donde la explotación, los desahucios o la precariedad son abordados desde las posiciones de víctima, carente —como aquel o aquella que nada tiene— o demandante —en tanto única posición de lucha en una democracia—; figuras que siempre ponen al Estado como único centro de la política.
Ante estos retos, se podría decir que la respuesta está en la autonomía, en la capacidad de autoorganización, creación y sostenimiento de luchas. Por solo mencionar las más potentes: las luchas transfeministas, ecologistas, de vivienda, los sindicatos de barrio o los centros sociales. Otras dirán que esa autonomía de los colectivos de nada vale si no existe autonomía de clase. Pero, ¿a dónde nos lleva este debate?
La mera independencia con respecto del ciclo político progresista, de sus sindicatos y partidos, parecen conducirnos a una posición subordinada donde los movimientos pasarían a ser una suerte de nueva sociedad civil. Y sin embargo, escapar de esta trampa no debería arrinconarnos en la simple construcción de alternativas que solo pasan por lo local, lo comunitario y sus singularidades.
Lucha de clases sin clases
La disyuntiva parece pues casi aclarada. Desde el 15M se han producido avances muy necesarios en distintos proyectos colectivos. Estos han sido la salvaguarda de numerosas luchas de base, así como espacios de autoorganización colectiva potentes y diversos. En ellos se ha producido, —pongamos el ejemplo del sindicalismo de barrio—, una enorme proliferación de iniciativas que han logrado articular a un creciente tejido militante con aquellos sectores sociales más marginales. Y sin duda, llegar donde no llega el Estado o donde llega de manera más difusa y débil es una victoria.
También lo es el impulso masivo del movimiento feminista autónomo, la desobediencia civil recuperada por el ecologismo o los movimientos antirracistas. Y sin embargo, la potencia no termina de expresarse, a día de hoy, más allá de la autonomía de cada uno de esos espacios por separado. De igual modo, la vocación de juntarse, por sí sola, no parece suficiente. Juntarse sin más, o mantener un deseo amplio de unidad, parece tener límites severos, como también recurrir a diseños organizativos que solo parecen claros en la teoría.
Con todo, no pensamos que estemos en un momento donde las imágenes que remiten a la organizaciones socialistas tradicionales —marxistas-leninistas, por ejemplo— nos lleven a buen puerto. La diversidad de las luchas y de sus sujetos de lucha son una buena noticia que interpela al capitalismo como forma de gobierno de la vida, de la ciudad en su conjunto, y no solo de los sujetos como trabajadores o como clase obrera. En forma de proposición fuerte diríamos que queremos construir la lucha de clases cuando no hay clases. Y este, creemos, es el problema de fondo.
Conviene recordar aquí que las clases no lo son por una definición teórica o sobre “el papel”. La clase ha existido sobre todo como experiencia de explotación, de dominio y de lucha compartida. Solo esos tres elementos —la experiencia de la explotación, del dominio capitalista y de las luchas compartidas— construyeron lo que hoy denominamos “la clase”. Solo después han podido venir las “explicaciones” y la teoría, nunca antes. Por eso, un objetivo principal debe ser investigar y conocer la experiencia de explotación y dominio concreta de nuestro tiempo, entender las líneas de mando y gobierno que las hacen posibles, el programa político que las sustenta y —en la medida de lo posible— construir experiencias de lucha que reconstruyan lazos políticos y comunitarios dentro de esas realidades.
Para que todo esto suceda —en forma de contrapoder, autonomía y organización—, debemos volvernos a encontrar más allá de nuestras experiencias concretas, de nuestras posiciones y movimientos particulares. Debemos escapar de la idea de autonomía como lo mío propio, “mi colectivo o mi espacio”, para retomar debates políticos de coyuntura, orientarnos en común, aprender a estar juntas más allá de dónde está cada quien.
Lejos así de recurrir al imaginario socialista, donde la apuesta estratégica parece depositarse recurrentemente en algún tipo de comité, grupo de expertos o dirección de partido, puede resultar más práctico recurrir al viejo imaginario federalista, aquel que hizo posible que en el siglo XIX se aunasen multitud de iniciativas dispersas y diversas, pequeños y grandes sindicatos, luchas concretas hasta dar forma —por ejemplo en el caso ibérico— al entonces movimiento anarquista. Federación, encuentro y discusión política compartidas se concretaron entonces en multitud de iniciativas de debate (incluida la prensa de movimiento) y en no pocas iniciativas organizativas, algunas sindicales y otras no, que históricamente consiguieron construir horizontes estratégicos compartidos.
¿Es algo así imaginable hoy en día? Partimos de una riqueza de iniciativas, luchas y experiencias, de una multiplicidad de sujetos y espacios sociales a los que no queremos renunciar. Pero también pensamos que entre todas podemos construir un lugar de encuentro y discusión que nos permita pensar más allá de las líneas de gobierno —y su concepción utilitaria de las luchas, que siempre deben subordinarse a la línea estratégica del partido—. En términos fuertes, se trata de ir más allá del capitalismo patriarcal y racista, y construir horizontes estratégicos compartidos que nos permitan cooperar.
📆 4 de junio. ¿Qué es la autonomía? La organización, entre fetiche y realidad
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Está bien abrir el debate desde la autonomía. Sin embargo habría que concretar más a que nos referimos y de la realidad práctica de la que partimos, no tomar deseos por hechos fundados y poner más los pies en la tierra y menos en las redes. Cuando se da por supuesto que existe un tejido social donde se multiplican las iniciativas políticas comunitarias me parece que se está distorsionando un poco la realidad. Más allá de que no exista un hilo entre ellas, pongo en duda que exista tal realidad en esos términos. Por otra parte el ciclo institucional por el que un sector de la autonomía tomó partido, tuvo unas consecuencias bastante catastróficas para las posiciones en pos de la autoorganización de las luchas como método de participación política directo. Eso se obvia. Más si cabe cuando la dinámica de movilización en la calle fue cortada en seco por un tsunami de participación institucional, cambiando para ello los términos mismos del lenguaje político que los movimientos desarrollaban en la lucha directa, es decir el mismo hilo rojo conductor que los unía. Más que estar en medio de dos extremos, se ha estado solamente en un extremo, porque el otro la realidad es que ha sido desestructurado a conciencia. Así que habría que partir de la base de que los movimientos como tal han desaparecido o se mantienen en círculos muy estrechos casi al borde más del asistencialismo que de una propuesta política. Desarrollando además movilizaciones escasas y en general muy testimoniales.
Ultimamente cuando se habla de sujetos parece mucho más obvio para el Capital la existencia de uno bien definido que es el de los y las vendedores de fuerza de trabajo, que para los que nos estrujamos el coco para actualizar conceptos. La clase obrera parece ser que es reconocida sin problemas por los capitalistas que la necesitan, y que necesitan que sea concebida, parida, formada y puesta en circulación para colmar sus intereses productivos. Es necesario investigar más como se comporta esta clase, como se estructura, cual es su composición territorial, técnica y política si hablamos en términos operaistas. Saber en que aguas nadamos es lo primero, digo yo.
Veo fuera de lugar en este análisis elegir entre un modelo "federativo" y otro "partidario", para que ambos puedan tener lugar tiene que haber una base que hoy no existe. Creo que se toman por realidades fenómenos que de momento son solo una nebulosa pendiente de confirmarse.
Peña!
Sois geniales!
Son muy necesarios ahora mismo análisis como el vuestro.
Un par de apuntes.
Respecto a crear instituciones verdaderamente democráticas, el último libro de Virno "Sobre la impotencia" puede dar, desde lo teórico, algunas claves.
Respecto a no caer o salir de la victimización, el concepto de "trama" de Raquel Gutiérrez puede ser útil en lo práctico. Pues tramar es conspirar (lo que solo hacen los sujetos activos) y, al mismo tiempo, crear redes materiales (lo particular que encuentra un plan consistente).
Gracias por el texto!