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Análisis
Trabajar por cuatro duros: precariedad laboral, malestar psíquico y lucha colectiva
No deja a nadie indiferente la traumática situación laboral en la que vive una significativa mayoría de la población. Ya no es una sorpresa que la precariedad laboral juega un papel principal en el desarrollo del malestar psíquico a nivel individual y colectivo. La norma social del trabajo promulgada durante el capitalismo —estable, remunerado, dignificador— ha resultado ser un fraude protegido por las grandes corporaciones. Cuando la precariedad impide tener una vida segura y confortable, las personas se ven abocadas a la miseria y el sufrimiento.
Con la incertidumbre ante la precariedad, la inestabilidad y la temporalidad, se afianzan los miedos y malestares que empeoran la calidad de vida de las personas. Los empleos someten a las personas a una disciplina que impide planificar el presente y el futuro. Esta imposibilidad a raíz de la falta de tiempo y recursos, producen una vida más vulnerable, envejecida de manera prematura, aprovisionada de cuestionamientos sobre la propia capacidad para afrontar la cotidianidad.
Las posibilidades de tener una mayor salud psicológica se atribuyen a tener una remuneración digna, mayor seguridad en el empleo y la capacidad para poder elegir trabajos distintos
Según un estudio del sociólogo Joan Benach, padecer “un alto nivel crónico de inseguridad” en el empleo resulta ser un predictor del incremento de síntomas físicos como “presión arterial, dolores de cuello, cervicales, hombros, espalda y extremidades” y síntomas psicosomáticos como “tristeza, apatía, dificultades del sueño, palpitaciones, depresión, acidez, tensión o irritabilidad”. Además, Benach, identifica la asociación entre desempleo y altos niveles de estrés con conductas poco saludables, las cuales puede derivar en problemas como el abuso del alcohol: “la salud psíquica y el bienestar mental han demostrado ser sensibles a determinadas condiciones macrosociales, observándose que cuando el ciclo económico de una comunidad se contrae, aumentan las consultas en los servicios de salud mental”. Asimismo, las posibilidades de tener una mayor salud psicológica se atribuyen a tener una remuneración digna, mayor seguridad en el empleo y la capacidad para poder elegir trabajos distintos.
La nueva clase social llamada “precariado” tiene pocas opciones para decidir y acepta una vida compuesta por la inestabilidad laboral: debido a la habituación o a estar sujetos a una constante presión. Por ende, la clase precaria se pasa la vida entrando y saliendo de los trabajos, desempleados y como refiere Guy Standing: “sin una identidad ocupacional, sin una narrativa ocupacional para sus vidas”. Aparte de la inestabilidad, las personas hacen trabajos que están por debajo de su nivel educativo. Dependen, según Standing, principalmente de una paga “no reciben beneficios, no se benefician de derechos sociales, y viven al límite de la deuda, de una deuda insostenible, un pequeño error, un pequeño problema y están fuera”.
De esta forma, la clase del precariado pierde derechos mientras deben satisfacer a la tiranía capitalista que controla y explota a las personas. Con este tipo de circunstancias, la salud mental queda fuera de juego y no se trata con la importancia debida por la falta de recursos. Este control de las clases precarias deriva en lo que Guy Standing llama las cuatro A: “anomía, sensación de desesperanza, alienación y una sensación de impedimento para hacer lo que a las personas les gustaría”. El combo de la precariedad, con un sufrimiento psíquico sostenido y la falta de opciones para salir de esta agónica situación, podría ser un precursor del enfado y la indignación de la población, cuya fuerza desde el malestar alentaría la búsqueda de alternativas al declive actual.
El truco de la precariedad se encuentra en explotar a las personas de forma sistemática, con modos impersonales, casi invisibles al ojo humano. Esta depravación más absoluta se ha visto a lo largo del tiempo en casos de violencia en el trabajo, en concreto destaca una historia de abuso laboral que ha salido a la palestra recientemente: la teleoperadora fallecida durante su jornada de trabajo. A pesar de la gravedad del asunto, la empresa obligó a las trabajadoras a continuar con sus funciones laborales y no parar la fiebre productiva en ningún momento: seguir con la atención a las llamadas, aún con el cuerpo de su compañera en la sala. La vida del precariado ya no tiene valor, y menos si entorpece el proyecto del capital. La precariedad se reafirma en la desposesión, en la falta de opción a la vivienda, y también —desde este capitalismo salvaje— se determina por no tener el derecho a una muerte digna.
Laboral
Laboral Solo un 28% de los asalariados españoles no sufre el riesgo de la precariedad
El neoliberalismo no tiene ningún tipo de compasión. La cultura de la precariedad se ha vuelto la piedra angular de la explotación, en especial de las mujeres. Si no es posible parar la cadena productiva en el espacio laboral, tampoco lo es en el territorio doméstico. Las cargas de trabajo de la cotidianidad —los cuidados y el trabajo doméstico— requieren de grandes cantidades de tiempo y de una ardua gestión para su desarrollo. La implicación de las mujeres en las cuestiones de los cuidados predomina en comparación con otros agentes sociales que no llegan a cubrir todas estas necesidades vitales de otras personas.
Las mujeres no solo trabajan en casa de manera no reconocida, ni remunerada, también acuden cada día a un empleo donde predomina la desigualdad. De esta forma, las mujeres son la diana de la precariedad laboral, pero también de aquella que se instala en los hogares en forma sobrecarga de responsabilidades, falta de políticas de conciliación y la inexistencia de la corresponsabilidad. Es evidente que tener un trabajo puede dar la sensación de autonomía y emancipación —en el caso de las mujeres—. Pero esta idea es un mito; en ningún caso el mercado ha liberado a las mujeres de las tareas domésticas, ni las ha posicionado en lugares relevantes en su ejercicio. Por tanto, esas falsas promesas de emancipación, han ocultado el trabajo doméstico y de cuidados que las mujeres siguen gestionando con un añadido: el empleo precario. Las mujeres viven trabajando dentro y fuera de casa envueltas en una “doble presencia” —doble jornada— bajo una tremenda inseguridad, desorientación y corrosión física y mental.
Las mujeres suelen ocupar los puestos más precarizados del mercado: contratos temporales/basura, salarios bajos, jornadas parciales y un posicionamiento inferior en responsabilidades (techo de cristal, suelo pegajoso). Asimismo, la precariedad laboral se concentra esencialmente en las mujeres y también entre las personas jóvenes y las que tienen menos recursos. El trabajo soñado no existe cuando las personas están expuestas a la inseguridad laboral y con ello se disputan su salud y su vida. La calidad del trabajo —los tiempos de descanso, el salario y los derechos del empleo— tiene múltiples efectos en la salud mental.
El “pack de la precariedad” se constituye de un nivel salarial insuficiente, inmovilización, hiperproductividad, desempoderamiento y falta de tiempo
En un estudio de Benach, se muestran las distintas dimensiones del trabajo aludiendo a que los porcentajes de “la mala salud mental” son superiores entre quienes sufren un nivel de precariedad mayor (17,1% y 36,1% en hombres y mujeres, respectivamente). Por ende, el “pack de la precariedad” se constituye de un nivel salarial insuficiente, inmovilización, hiperproductividad, desempoderamiento y falta de tiempo. Las tribulaciones de la precariedad se conforman a raíz del trabajo duro durante todo el año, 24/7: para acabar siendo más vulnerables y estar desprotegidas ante la impunidad. Junto a las fatídicas condiciones laborales, el nivel salarial es uno de los principales factores que demarcan la salud mental: “la privación material puede limitar el acceso a bienes esenciales y constituir una fuente de estrés importante”.
Trabajar por cuatro duros
Barbara Ehrenreich en su libro Por cuatro duros relata diferentes experiencias laborales vinculadas a la precariedad más desoladora en Estados Unidos. De manera progresiva, el texto va reflejando las vivencias de la autora como camarera en Florida, empleada del hogar en Maine y dependienta en Minnesota. Ehrenreich no tenía la seguridad de poder aplicar ciertos criterios a su investigación, debido a que la definición oficial de “pobreza” era un tanto ambigua: quién ganaba 7 dólares la hora estaba por encima del umbral de la pobreza. Sin embargo, el historial real de la clase obrera demuestra en todo momento que estas ganancias no eran suficientes para cubrir los gastos de una vivienda, guardería, seguro médico, la comida, el transporte, los impuestos, sin contar con otros gastos adicionales como diversión, teléfono móvil, vacaciones o internet.
Según el informe de The National Low-Income Housing Coalition en el 2021, una persona debería ganar entre 17 y 34 dólares por hora —dependiendo del Estado— para poder permitirse una vivienda de uno o dos dormitorios según precios del mercado. Vivir en un parque de caravanas, en algunos casos, era una especie de privilegio frente a otras personas que vivían directamente en sus coches. Las subidas del alquiler no estaban compensadas por los sueldos. Las personas que trabajaban junto a Barbara, no llegaban a cubrir todas sus necesidades incluso trabajando doce horas al día en múltiples empleos. Los trabajos “no cualificados” no garantizaban el acceso a un seguro médico “suplicaban para no ponerse enfermos”.
El trabajo diseñado en este siglo es un lugar de enorme sufrimiento para la gente. El impacto de la precariedad genera enormes dificultades en la vida de las personas: jornadas extenuantes, donde no pueden atender sus propias necesidades y las de los demás
A estas situaciones precarias se suman las desventajas de la pobreza al tener hijas e hijos bajo sus cuidados y mantenimiento. La facilidad que había para pedir créditos sumía a las personas en una deuda infinita que les empobrecía aún más: no poder ahorrar nada, y volver una y otra vez a la especulación financiera. Declararse en bancarrota, pedir otro crédito para pagar el anterior, mientras la vida transcurre entre el sufrimiento físico y psíquico ante la desesperación. Es precisamente este tipo de características laborales las que crean una gran vulnerabilidad ante la vida: incapacitan a las personas e inciden de forma negativa en la salud mental.
Mientras, la depresión, la ansiedad y algunos problemas psíquicos son valorados como una cuestión biológica, como si se tratase de una infección bacteriana. Darian Leader explica en su libro La moda Negra como en las sociedades actuales la vida interior y exterior del doliente se deja sin examinar y se le da prioridad a soluciones médicas. Por ende, la depresión se considera resultado de la falta de serotonina, más que una respuesta a una carta de desalojo por no pagar la hipoteca, la pérdida de un puesto de empleo o la explotación en el mismo. La medicación en muchos casos —como explica Leader— tiene como finalidad de “restaurar en el paciente los niveles óptimos de adaptación social y utilidad, con poca consideración sobre las causas a largo plazo y los posibles efectos de los problemas psicológicos”. Cada pastilla solitaria envía un mensaje a la persona que abre el paquete: “expresa el lado negativo del individualismo moderno, donde cada uno de nosotras y nosotros se toma como agente aislado, desconectado de los demás e impulsado por la competencia por los bienes y servicios en el mercado más que por la comunidad y el esfuerzo compartido”.
Esta metáfora de Leader plantea cómo en las sociedades actuales se tratan algunos problemas de salud mental de forma rápida, sin entender que en muchas ocasiones están relacionados con las exigencias productivas. Las presiones laborales que se prolongan en el tiempo acaban afectando a la salud mental y al cuerpo, pero “las presiones vienen primero, la respuesta biológica después”. Asimismo, los resultados rápidos y predecibles para poner fin al comportamiento no deseable, encajan con la sociedad moderna que no ve una amenaza para la vida en la precariedad y la explotación laboral. De esta manera, se pierde el significado, y la falta de interés impide a las personas acercarse al problema de la precariedad con mayor claridad: no entender la realidad laboral de la persona en sí misma, puede llevar al abatimiento sostenido y autoculpabilidad. Se despoja de responsabilidad al mercado y las personas se convierten en paquetes de habilidades y competencias que pueden comprarse y venderse. Este tipo de manipulaciones desvían la atención del problema real, que es la precariedad, y atribuye la miseria a la propia incapacidad de afrontar la vida de las personas.
Compensar la indignidad
El trabajo diseñado en este siglo es un lugar de enorme sufrimiento para la gente. El impacto de la precariedad genera enormes dificultades en la vida de las personas: jornadas extenuantes, donde no pueden atender sus propias necesidades y las de los demás. Con la reciente reforma laboral, es la primera vez que se propone hacer una evaluación psicolaboral de las personas en los trabajos. Las enfermedades causadas por el trabajo no son un tema puntual, 1 de cada tres personas reconoce que la sobrecarga de trabajo está afectando a su salud mental. El trabajo es un factor determinante en la salud de las personas, sobre todo en situación de precariedad.
Aunque la precariedad está en todos los ámbitos que nos rodean, no se acaba de comprender bien. Justamente, esta falta de conocimiento sobre la precariedad se debe al poco protagonismo de los estudios en esta materia. Sin embargo, este año gracias a una comisión de expertos liderada por Yolanda Díaz, se ha podido desarrollar un informe sobre precariedad laboral y salud mental para abordar los problemas a nivel estatal. El informe PRESME afirma que hay una falta de reconocimiento de los problemas psíquicos: no se disponen de los servicios básicos apropiados. Los planes sociosanitarios, en muchos casos, no tienen planes de acción frente a problemas que provienen de la explotación laboral. Los datos sobre la precariedad laboral son abrumadores: “De la población ocupada, unos 17,3 millones son asalariados, de los cuales un 46,9% puede considerarse que tiene un empleo precario (8,1 millones de personas)”. La mitad de las personas trabajadoras a nivel europeo admite que el trabajo es un sitio estresor; se conforma la idea de que tener estrés para afrontar una jornada es algo casi obligatorio.
La vida entre los ritmos 24/7, las cargas continuas, las situaciones de intimidación o violencia, falta de autonomía y de toma de decisiones: se vuelve muy vulnerable y tiene un gran coste personal. Para abordar este problema es esencial —según PRESME— dar formación psicosocial en las empresas para crear entornos laborales seguros. Aparte de las medidas que se deben cumplir en el mercado laboral, hay que adaptar los trabajos a las personas. Tener unas condiciones dignas para poder compensar semejante indignidad laboral. Visibilizar que hay un desajuste entre las exigencias y las capacidades para afrontar las responsabilidades.
Además de medidas legislativas para desprecarizar —aumento del salario mínimo, garantías, leyes— se ha de “democratizar” apostando por cooperativas, economía social y un mayor protagonismo al poder organizado bajo sindicatos y colectivos
Además de medidas legislativas para desprecarizar —aumento del salario mínimo, garantías, leyes— se ha de “democratizar” apostando por cooperativas, economía social y un mayor protagonismo al poder organizado bajo sindicatos y colectivos. Las medidas expuestas en el informe podrían incrementar el diálogo social y las negociaciones colectivas: “La falta de democracia en el trabajo y el limitado poder de los/as trabajadores/as reduce las posibilidades reales de negociación más allá del salario y la jornada”. Afrontar la precariedad laboral en un sistema de cuidados que fomente la corresponsabilidad y el bienestar de las mujeres. Y cambiar el actual sistema de salud con mayor énfasis en lo público.
Por tanto, hace falta otorgar una mayor dignidad a tantos trabajos precarios. Reapropiarse de nuestro tiempo y darnos cuenta de que la vida tiene algo que ofrecer. Tener la seguridad de la libertad, de las garantías materiales cubiertas, de un sistema público irrevocable y para todas las personas, un sistema de igualdad que recupere la colaboración y la solidaridad. En definitiva, volver a tener un sensación de que un nuevo futuro puede ser posible; para converger de manera colectiva y empezar una nueva política que cuide de la salud de la población. Como dijo una vez la gran Barbara Ehrenreich: “algún día […] se cansarán de recibir tan poco por lo mucho que dan y exigirán que se les pague como merecen. Cuando llegue ese día se desatará la ira, habrá huelgas y se quebrará el orden establecido. Pero, al final, no se nos caerá el cielo encima y todos acabaremos por estar mucho mejor”.