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Centros de menores
La Junta de Andalucía aprovecha la pandemia para cerrar el último centro de menores infractores de gestión pública: un testimonio en primera persona
Crecí en los años noventa en Argentina. Allí se conocen esos años como la “década menemista”, por el presidente de entonces, Carlos Menem. Esa década es sinónimo de escándalo y corrupción, y también de privatizaciones. Se privatizaron muchísimas empresas públicas, como el servicio postal, los ferrocarriles, la gestión del petróleo, la telefonía y tantas otras. Se decía frecuentemente “lo están vendiendo todo, están regalando el país”. Desde entonces sé que todo aquel que insinúe que poner un servicio público en manos privadas mejora su gestión miente, y que siempre lo hace con cifras e informes espurios.
Cuando años más tarde migré a España, hubo dos cosas que especialmente me asombraron para bien: la red pública de centros de salud de atención primaria y los programas de absentismo escolar. En las calles, simplemente, no había niños y niñas explotados o mendigando.
Sin embargo, venimos asistiendo, desde hace ya muchos años, a los recortes en sanidad y en los servicios sociales, sectores públicos imprescindibles y cada vez más ahogados por medidas que demuestran el desinterés político en cuidar y proteger lo que es de todos. Son ese tipo de medidas y decisiones las que han llevado al cierre de mi centro de trabajo, el CIMI (Centro de Internamiento para Menores Infractores) San Francisco de Asís, en Torremolinos (Málaga), el último de gestión pública que quedaba en Andalucía.
Abandonar y desgastar lo público no es algo irremediable que ocurre sin más, inevitable como una tormenta, sino el principio planificado del fin
Y es que más de dos décadas después de aquellas privatizaciones he sido una triste testigo, junto con mis más de 100 compañeros y compañeras, del proceso de construcción de la mentira que, año tras año, pretende hacernos creer que la gestión privada es conveniente. Abandonar y desgastar lo público no es algo irremediable que ocurre sin más, inevitable como una tormenta, sino el principio planificado del fin. No es que diga nada nuevo, pero ver cómo sucede paso a paso, poco a poco hasta que se asesta el golpe final, no deja de impresionar.
Con una lógica muy parecida a la de los bulos virales, se han construido los argumentos (que son políticos, aunque los quieran hacer pasar por técnicos) que hoy esgrimen sin pudor desde la Consejería de Turismo, Regeneración, Justicia y Administración Local. A veces con paciencia, y a veces de forma acelerada, sobre todo desde el inicio de esta legislatura de coalición, se ha degradado el servicio, recorte a recorte, hasta que en apariencia quedara justificada la decisión de su cierre y el traslado de los menores internos a otros centros ya privatizados en su gestión.
Una década de desmantelamiento
En el caso de mi centro, el primer gran paso se dio en 2010, cuando la Administración cerró el antiguo Centro de Internamiento de Menores Infractores San Francisco de Asís, de 45 plazas. Argumentó entonces que sus instalaciones estaban deterioradas y que se acometerían las obras necesarias para ponerlo de nuevo en funcionamiento. Aquel hermoso edificio, emplazado en mitad de una exuberante arboleda, contaba con piscina, frontón, vivero, taller de mecánica, de pintura, de encuadernación, una nave de carpintería, una granja con animales, un huerto, polideportivo, pista de tenis y campo de fútbol. Toda esa infraestructura hoy cubriría satisfactoriamente los objetivos de mejora de la empleabilidad que tanto ensalzan de las iniciativas privadas. Sin embargo, aquellas infraestructuras se abandonaron. Jamás se acometieron las obras comprometidas, ni siquiera para mantener y optimizar las instalaciones que aún podían utilizarse sin mayores problemas.
Después de una intensa lucha, la plantilla logró mantener todos sus puestos y que se abrieran 5 “recursos” o servicios para diferentes programas de intervención con menores infractores: un centro de internamiento (tres veces más pequeño: 15 plazas), dos grupos (pisos) de convivencia con 8 plazas cada uno, un centro de día y un equipo de seguimiento de medidas de medio Abierto.
El siguiente paso consistió en limitar, año tras año, la capacidad de intervención de los diferentes equipos. Se introdujeron así modificaciones en los programas, de modo que disminuyó la cantidad de chicas y chicos que la propia Administración derivaba a nuestros recursos. Se anularon acuerdos con otras entidades, siempre bajo el mantra de que costábamos mucho dinero, lo que de paso servía para precarizar más nuestros puestos de trabajo. Ni siquiera se dotaban al completo todas las plazas (por ejemplo las de coordinación educativa o las del profesorado de los diferentes talleres), como tampoco se sustituía a buena parte del personal de baja o en vacaciones.
Paralelamente, se establecieron nuevos conciertos con entidades privadas para la gestión indirecta de la intervención con menores. Se exigían actuaciones integrales y centralizadas, lo cual no resultaría tan grave de no ser por dos razones. En primer lugar, la atención integral ya se realiza desde la función pública, y si no se centraliza se debe a la falta de interés en ampliar o modificar los equipos de profesionales para adaptarlos a las necesidades de la población atendida. Un centro público acude a la sanidad pública, a sus unidades de salud mental o a los centros de atención para las toxicomanías. Si la Administración quisiera podría incorporar equipos de atención especializada para estas situaciones en nuestro centro y aumentaría los equipos sanitarios con especialistas (psiquiatras, psicólogas, terapeutas, etc.) del sector público. Es algo parecido a la sección de educación secundaria que funcionaba (ahora también la han cancelado) en el CIMI con maestros y maestras de la educación pública.
No es casual que los conciertos sean adjudicados, año tras año, a empresas cada vez más grandes
En segundo lugar, al parecer la atención concertada, la indirecta, es más barata. Pero la pregunta importante es: ¿más barata para quién?, o mejor dicho, ¿más barata a costa de quién? No es casual que los conciertos sean adjudicados, año tras año, a empresas cada vez más grandes, monstruos multiservicios con capacidad y contactos para ganar cualquier pliego, abaratar los costos de contratación de personal y monopolizar, y esto sí es realmente peligroso, más y más servicios de atención social.
Antes de ser empleada pública trabajé como educadora en la empresa privada. No diré que la atención profesional era peor, aunque convengamos de antemano que la contratación de personal resulta, por definición, más parcial e interesada que la de un proceso selectivo de la administración pública. Lo que empeoraba notablemente eran las condiciones laborales, los derechos reconocidos y la cobertura de riesgos. En mi anterior trabajo, una comunidad terapéutica en los montes de Casabermeja (Málaga), debía permanecer largas jornadas como única profesional con una veintena aproximada de adultas en recuperación de toxicomanías. Allí vivimos urgencias médicas graves, peleas, altercados de diferente tipo e incluso dos incendios. Mi sueldo no llegaba a los 900 euros. Este es el tipo de condiciones que propicia la empresa privada. No siempre, pero sí en cuanto resulta posible. También trabajé en un centro de menores concertado con una congregación religiosa. Allí cobraba un poco mejor, pero después la crisis de 2008 justificó que se pagara a tres profesionales con el sueldo de dos, y que finalmente muchos nos fuéramos a la calle.
En plena pandemia
Volviendo al San Francisco: primeramente la Administración limitó nuestra capacidad de intervención, y luego solo tuvo que decir que no resultaba “rentable”, como si la rentabilidad fuera un criterio definitorio en la atención de menores. Y entonces, el año pasado, el 13 de marzo de 2020, cerró el centro de día, de modo que solo quedaron en pie tres de los cinco programas acordados. Aun así, se nos repitió que estuviéramos tranquilos, que nuestros puestos no peligraban.
Coronavirus
Educadores y trabajadoras sociales denuncian la desprotección en centros de menores
A pesar de reclamos, concentraciones y movilizaciones, no hubo respuesta a nuestras denuncias y reivindicaciones. La pandemia y el confinamiento facilitaron el resto: con el pretexto de “minimizar el contacto frente al covid” clausuraron (provisoriamente, dijeron) uno de los grupos de convivencia. Después se hizo público que se iba a licitar un nuevo centro en Málaga, y la Junta mintió al manifestar que evidentemente contaba con las plazas del San Francisco y con los dos grupos de convivencia. Era un embuste más, uno de tantos. El 12 de febrero de este año la Consejería anunció el cierre definitivo y el 4 de marzo trasladaron súbitamente a los últimos menores al Genil, un CIMI en Granada de gestión privada. Es decir, los menores fueron trasladados a otra provincia en plena escolarización, formación profesional o procesos de inserción laboral. Se les ha alejado de sus familias, sin tener en cuenta la inestabilidad y consiguiente angustia que la medida les ha provocado, cuando además el principio rector de nuestro trabajo es el tantas veces esgrimido, pero pocas veces observado, “interés superior del menor”.
Las 108 trabajadoras y trabajadores del CIMI San Francisco de Asís no tenemos indicios de dónde ni en qué condiciones seremos reubicados
Por nuestra parte, esta situación nos ha deparado un escenario de cruel incertidumbre. Las 108 trabajadoras y trabajadores del CIMI San Francisco de Asís no tenemos indicios de dónde ni en qué condiciones seremos reubicados. Nuestras familias viven el momento con abatimiento, desazón y absoluta desconfianza. El desmantelamiento progresivo de nuestro servicio público no solo comporta todas las implicaciones políticas que hemos mencionado, sino también costes personales altísimos. El cierre es un despropósito y una falta de respeto en su fondo, pero también en su forma: han brillado por su ausencia las buenas prácticas, derechos como la planificación respetuosa del proceso, la comunicación veraz, la negociación o la transparencia.
Cabe preguntarse qué será lo próximo, y si la ciudadanía en su conjunto protagonizará movilizaciones para defender, o incluso recuperar, lo poco que nos queda. En la privada viví en carne propia cómo nuestros derechos se podían vulnerar. Ahora he comprobado que en la pública también.