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Coronavirus
El miedo, la paz superficial y el dominio absoluto
En Sevilla se cumplen veinte años de los sucesos de la madrugá, punto de no retorno para unos modos de estar en la calle que fueron sometidos a una exitosa ofensiva para dominarlos. Trazando puentes desde esta experiencia singular con la situación global que vivimos, nos asalta una duda: ¿será capaz el poder de renunciar a esa paz superficial que ha creado el estado de alarma cuando el virus sea controlado?
En esta Semana Santa tan atípica, se cumplen en Sevilla veinte años de aquella otra en la que algo sucedió durante la madrugada del jueves al viernes. Esa noche, allá por el filo del nuevo milenio, las gentes celebraban el primer plenilunio de primavera como venían haciéndolo desde que tenemos registro, bajo un estado del ser en multitud que tiene pocas analogías. Para bulla en las calles, Sevilla, y he aquí que poco después de las cinco de la madrugada, y sin que todavía se sepa por qué, cundió el pánico: gritos, carreras, las procesiones deshechas, avalanchas humanas arrasando todo a su paso, las imágenes y cruces abandonadas, vallas de seguridad tumbadas, las fuerzas del orden público estupefactas e impotentes... pero poco más, quitando alguna crisis nerviosa y heridos leves. ¿Qué había ocurrido y quiénes eran los culpables? Las interpretaciones iniciales fueron algo más que peregrinas: un toro suelto, disparos al aire, una riña tumultuaria, jugadores de rol, un atentado... La barahúnda se demoró poco más de media hora, sin embargo sus consecuencias perviven.
Esos acontecimientos, considerados como fotograma, informan solo fragmentariamente y sobre la realidad parcial de una sociedad local. Pero si elaboramos la película completa de antecedentes y consecuencias, encontraremos cumplidas correlaciones entre aquellos sucesos, tomados como ejemplo peculiar, y el contemporáneo proceso global de control de los espacios urbanos “más allá de las masas”, esto es, cuando ya no hay masas que controlar, en acuerdo con el control de los sujetos de uno en uno, recluidos en sus casas.
Aquella noche particular fue la profecía autocumplida, largamente anunciada y esperada. Resultando en el suceso necesario que hizo deseable el control no sólo de la Semana Santa, sino de todo lo que, ocurriendo sobre los espacios públicos, implicara a un número significativo de sujetos de categorías diferentes y con maneras distintas de entender el uso de la calle. Ciertamente, desencadenó una lucha institucional en torno a quién debía haber hecho qué o quién debería hacerlo en el futuro, pero se dieron por buenos ciertos mínimos. Todas las conjeturas oficiales compartían similares concepciones: había que salvar la fiesta atajando un pretendido descontrol callejero cotidiano. Sin embargo, en el punto de fuga de aquel momento local confluyen una serie de dinámicas políticas globales puestas en movimiento años antes.
Cuando vienen los incidentes de la Semana Santa del 2000, el enemigo perfecto ya estaba pergeñado: gentes sin rostro ni otras características que las que los miedos colectivos quisieran otorgarle.
El principio de los noventa marca el inicio de la recuperación manu militari de unos centros urbanos en decadencia desde hacía décadas en casi todo el mundo desarrollado. Allá donde la gentrificación de los primeros ochenta no llegaba o era insuficiente, los poderes públicos se hicieron cargo de homogeneizar el componente humano de las zonas céntricas. En esa estrategia, el control de las “conductas conflictivas”, que enmascaraba la persecución de colectivos enteros, resultó troncal además de muy rentable electoral y económicamente. Era la época de las políticas de zero tolerance de Rudolph Giuliani en Nueva York, o la de “castigar más y comprender menos” de John Major en Gran Bretaña. Aquellas políticas fueron una apuesta segura a caballo pasado, porque los conflictos ligados a la drogadicción, los mayoritarios y más visibles, venían ya descendiendo en picado. Pero con yonkis o sin yonkis, una vez arbitradas, las medidas iban a ejecutarse. Esa es una lección que hay que aprender: cuando el genio sale de la lámpara y nos concede los deseos, es difícil devolverlo adentro.
El Estado Español no fue ajeno a tales procesos: en 1992 se celebrarían las Olimpiadas en Barcelona y la Exposición Universal en Sevilla. En los años previos, el movimiento especulativo ligado a la preparación de esos eventos anduvo de la mano de un inusitado proceso de acoso a lugares de sociabilidad y a colectivos incómodos, categoría ésta que se hizo cada vez más indefinida. En Sevilla, la presión no terminó con la Expo y el modelo sentó precedente para intervenciones en lo sucesivo. Del control previo de los nodos de sociabilidad (bares mayoritariamente), se pasó al de plazas, calles y parques, donde se había generalizado la práctica de “la botellona” y que se dibujaba como nueva amenaza al orden, por entonces bautizada como “la movida”. Pero, en plena época de crisis, esta escenificación securitaria no prendía, no afectaba a toda la ciudad y no generaba el pánico social suficiente. Había sin embargo una alternativa más eficaz: la representación de un conflicto irreconciliable entre los usos del espacio que expresaban el ethos local y prácticamente todo lo demás. Ya no era el bar ruidoso, ni el toxicómano, ni el ratero. Era un estado de cosas tan general como impreciso cuyo ápice visible lo constituían las reuniones de jóvenes, consumieran o no alcohol, que interpelaba a toda la ciudad, y que cada ciudadano explicaba incorporando sus demonios particulares. Y lo que se planteaba era una guerra contra un enemigo que podía ser cualquiera y que podía “atacar” en cualquier momento, sobre todo durante los eventos festivos centrales.
Así pues, cuando vienen los incidentes de la Semana Santa del 2000, el enemigo perfecto ya estaba pergeñado: gentes sin rostro ni otras características que las que los miedos colectivos quisieran otorgarle. La epistemología y metodología seguritarias desarrolladas para hacer frente a determinadas expresiones de sociabilidad de la juventud, se extendieron al conjunto de las manifestaciones festivas de la ciudad, reforzándose año tras año. Las amenazas se fueron sucediendo y, tras acabar con la una vez formidable jarana en las calles de Sevilla, ocuparon su lugar los “canis” (jóvenes periféricos de clase baja, que siempre habían sido sospechosos) y, una vez asumida la necesidad del orden sin freno, en tiempos de fiestas se pondrá el foco sobre nimiedades como los andadores de los ancianos o los carritos de bebé. La seguridad, como situación optima, no termina de lograrse jamás e incluso el que no ocurra nada aparece como acicate para redoblar la prevención. Ni las fiestas ni la calle fueron las mismas. Tales panoplias no lograron la reducción completa de la sociabilidad de la noche a la mañana, pero sí que constriñeron sus espacios y tiempos.
Basta una conmoción, grande o pequeña, para que un aparato creado para velar por unos mínimos de policía termine por devorar, entre aplausos del respetable, las libertades públicas.
Ahora se vive una experiencia totalmente nueva: el abandono de las calles y la reclusión obligatoria por requerimientos de salud pública. Lo que no consiguió un enemigo imaginario, lo ha conseguido un enemigo invisible, un virus: un año sin Semana Santa en Sevilla. La ciudad, en los reportajes fotográficos de estos días, aparece limpia, despejada, en orden, sin conflictos, en silencio. Perfecta, en el sentido que Agustín García Calvo daba a la palabra: muerta. Queremos imaginar que no era esto lo que pretendían tantas cabeceras de diario, estudios de radio y televisión, tertulias, cenáculos e interesados varios con esas retahílas de denuestos hacia el comportamiento de “los otros”, esa propalación del miedo y esos requerimientos de mano dura vertidas durante décadas. Pero sería un resultado del todo posible si las expectativas de seguridad alcanzasen, como ahora, su grado máximo.
Tenemos un estado de alarma, al ejército en las calles, multas y detenciones, al personal acostumbrado a la rutina de ir de casa al trabajo sin entretenerse por el camino, una monitorización telemática de los movimientos, un ejército de chivatos voluntarios que haría sonrojar a la Staatsicherheit, un descenso de los delitos y de los muertos en accidentes de tráfico, el teletrabajo, el homeschooling, la liturgia de Pasión retransmitida en streaming, los animales volviendo a tomar los campos... Todo un paraíso, según se mire.
Nótese que se comienza con el relato de un suceso local y se continúa contextualizándolo dentro de los procesos globales. Sugerimos después que la dinámica institucional que pretende limitar el uso del espacio a lo estrictamente necesario no es nueva, que tiene intencionalidades implícitas, y que basta una conmoción, grande o pequeña, para que un aparato creado para velar por unos mínimos de policía termine por devorar, entre aplausos del respetable, las libertades públicas.
Como si tuviesen vida propia, y en un proceso que no por ridículo es menos trágico, las medidas represivas tienden a convertirse en fines en sí mismos.
Durante la “caza de brujas” en los Estados Unidos, había más agentes persiguiendo comunistas que comunistas propiamente dichos, y ya que estaban operativos, persiguieron también artistas, intelectuales, políticos y colectivos cívicos. Giuliani y Major comienzan sus cruzadas callejeras en el ocaso de la conflictividad urbana. Las legislaciones autonómicas que regulan la estadía en la calle se arbitran cuando éstas comienzan a ser tomadas por los turistas en detrimento de los paisanos. Las condenas por enaltecimiento del terrorismo en Internet se disparan en el Estado Español justo cuando ETA cesa su actividad armada... cuanto “menos”, “más”. Como si tuviesen vida propia, y en un proceso que no por ridículo es menos trágico, las medidas represivas tienden a convertirse en fines en sí mismos. ¿Será capaz el poder de renunciar a esa paz superficial que ha creado el estado de alarma cuando el virus sea controlado? La alarma puede perfectamente rutinizarse, devolvernos una cotidianeidad en la que cada sujeto deba justificar qué hace en la calle, adónde va y por qué. Esta sería la oportunidad perfecta para otra vuelta de tuerca en el control de los espacios públicos y, con ellos, en el de la sociabilidad no mediada y espontánea.
Los precedentes están puestos, los sujetos han asumido como propia esa pulsión por la seguridad infinita, poniendo en ella la esperanza de mitigar sus miedos o cumplimentar sus fobias particulares contra sus enemigos individuales. Al final, las sociedades urbanas pueden llegar a convertirse en ristras enormes de sujetos hilvanados por sus miedos. Todo ese imaginario apocalíptico, que sustituye al escenario nuclear tras la caída del “bloque del Este”, en el que el poder se disuelve facilitando una vuelta a las formas sociales básicas y autónomas, ha sido frustrado por la propia realidad. A fuerza de ceder sociabilidad a cambio de seguridad, a fuerza de denostar a las masas para conseguir el sueño de la distinción y a fuerza de desconfiar de “los otros”, se ha puesto en los Estados un poder que, si bien ya tenían, no se atrevían a ejercer en toda su amplitud.
Al igual que la luz no cura la ceguera, la sobreabundancia de estímulo informativo no genera un relato colectivo verosímil, más bien al contrario.
En la Semana Santa sevillana post-incidentes del 2000, la multitud autoregulada dejó paso a una gestión de masas que recuerda mucho al pastoreo y que se nos antoja un paso intermedio a la administración del espacio vacío que vemos estos días. Con la cuarentena se limitan los encuentros casuales, el roce de los cuerpos, el contraste de rostros diversos, la generación de memorias colectivas sobre el espacio urbano y, a cambio, obtenemos sucedáneos de sociabilidad y cultura: televisión y redes sociales. Algo que venían siendo meros apoyos o divertimentos, se transforman en la única forma de participación, una especie de aparato ortopédico para una parte amputada. El conocimiento ya no se conquista, porque la información nos viene tan preparada como la pizza que se pide a las empresas de reparto: podrás elegir el tamaño y algunos ingredientes, pero será siempre la misma pizza, un sucedáneo alimenticio al fin y al cabo. La telefonía y los perfiles de las redes sociales permiten mantener la fantasía de que seguimos en contacto mientras estamos confinados. Algunos sectores de la producción se paralizan, pero la producción de opinión se dispara haciendo cundir la idea de que, de verdad, cada uno tiene algo original que decir de puertas hacia adentro y tiene conocimiento de lo que pasa fuera. Y al igual que la luz no cura la ceguera, la sobreabundancia de estímulo informativo no genera un relato colectivo verosímil, más bien al contrario. ¿En qué parará todo esto?
Caben varias proyecciones, y entre ellas podríamos muy bien estar dirigiéndonos hacia una elitización del uso de los espacios públicos. ¿Cómo controlar la Semana Santa, por ejemplo? Desmasificándola, permitiendo participar exclusivamente a quienes pertenecen a la nómina de las hermandades, a quienes hayan adquirido su silla para contemplarla o bien, si abrimos más el abanico, cercando los recorridos y vendiendo entradas, algo no muy lejano a la distopía de la ciudad como parque temático de gestión privada y uso exclusivo. Este modelo podría muy bien extenderse al resto del año y a todos los espacios a través de la tasación de horarios y del empleo de salvoconductos. El control telemático no tiene por qué ser minucioso: ya se ha comprobado cómo la aleatoriedad de las sanciones y la presión vecinal son capaces de disuadir a la población de estar donde no debe, así que el mero hecho de saberse vigilado podría perfectamente alejar a muchos de la mera idea de subvertir las normas. Ninguno de estos puntos es nuevo ni descabellado: la segmentación social de la ciudad en forma de vecindarios homogéneos se estudia como fenómeno desde los años sesenta y medidas similares se vienen empleando con colectivos incómodos desde hace décadas. El objetivo parece haber sido siempre ese desde que Georges-Eugène Haussmann dirigiese la renovación de París entre 1852 y 1870: la “higiene” en el sentido más amplio del término, la separación de los sujetos por clases sociales y la expulsión de quienes sobran. Un viejo sueño que se cumple. Veremos si quieren despertar de esta fantasía y devolvernos a la normalidad, o aún nos queda noche por delante.
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Hablando de películas, Escorsese dijo que el cine murió, murió porque ya no hay argumentos, porque ya no hay escritores, porque no hay lectores, el único cine que queda son los clásicos, estando las salas todas cerradas, en la cadenas, todas de televisión no exponen en nada que merezcamos ver, la segunda que es pública, exponen actos religiosos donde una parte de la población es laica, sólo para contentar a una minoría y al Vaticano.
Me ha encantado. Tres veces me lo he leído.
Solo una pregunta: qué podemos hacer?
La situación actual y la gestión está enfocada a agravar más la situación para confirmar la profecía auto cumplida de todo lo que comentas (en marzo se 2021 nadie discutirá que “¿como no vamos a llenar todo de policía con lo grave que es esto desde hace más de un año?”)
Quizás sólo huir. Hay otros países.
Gracias por pensar diferente.
Paz!
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