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Derechos de autoría
Si tienes un mundo dentro, no lo vendas a una corporación
Disco Elysium (2019) es uno de los videojuegos más destacados de los últimos años. En un mercado dirigido a la viralidad, el streaming, el multijugador masivo, el deporte digital y los micropagos, este RPG de densos textos atrajo la atención de la crítica especializada, siendo considerado el Juego del Año por una amplia lista de periodistas y medios, así como instituciones que lo premiaron como Mejor Juego Independiente (The Game Awards 2019) o Mejor Narrativa (20th Game Developers Choice Awards) entre otros. En los últimos días ha vuelto a la boca de un acérrimo grupo de aficionados y de parte de la prensa especializada al conocerse que varios de los nombres clave en la producción de Disco Elysium no trabajan ya para el estudio ZA/UM, del que se esperaba una secuela ambientada en el mismo universo de ficción. Esto ha traído a colación una vez más el debate sobre la propiedad individual de las ficciones frente a la titularidad empresarial de las obras.
El rompecabezas alrededor de Disco Elysium es incluso más complejo de lo habitual en una industria donde los límites entre la autoría individual y la obra colaborativa, el trabajo artístico y la producción industrial se desdibujan, casi siempre, en favor de las personas jurídicas. Porque ZA/UM es una empresa, un “estudio de desarrollo y distribución de videojuegos independiente con sedes en Reino Unido y Europa” como ellos se describen, pero antes y al mismo tiempo ZA/UM es un colectivo artístico anticapitalista que comenzó teorizando novelas y juegos de rol en un local okupado. Es este segundo ZA/UM el que se ha disuelto, según anunció su secretario Martin Lugia hace unos días en redes sociales, mientras que el estudio de videojuegos, con más de 60 empleados, aseguraba que su trabajo continuaba irrefrenable, propulsado por un capital financiero que viene tanto de su Estonia natal como de otros lugares.
Junto a esta disolución, la noticia ya mencionada: Robert Kurvitz, el padre intelectual del universo en el que transcurre Disco Elysium, llevaría todo el último año fuera de los proyectos del estudio de videojuegos. Aparte de él, otros dos nombres imprescindibles en el desarrollo original se encuentran “apartados de forma involuntaria” de los trabajos de ZA/UM. Uno es Helen Hindpere, una de las escritoras del complejo e hipnótico texto del videojuego. El otro es Aleksander Rostov, el ilustrador que acabó como su director de arte. Esto ha abierto no solo dudas sobre la viabilidad de una secuela de Disco Elysium apartada de piezas clave de su proceso creativo, sino la posibilidad de estos, especialmente Kurvitz, de seguir trabajando con un universo de ficción que lleva modelando en varios medios (del juego de rol con amigos a novela de escasa repercusión y de ahí al éxito como mundo interactivo) durante dos décadas.
Coincide esta polémica en el tiempo con la llegada de Return To Monkey Island (2022), el regreso a la mítica franquicia de aventuras gráficas de Ron Gilbert. Tras la popularidad de los dos primeros juegos de Monkey Island en los primeros años de la década de los 90, Gilbert fue apartado por LucasArts, el estudio propietario de la “IP”. Monkey Island vería tres juegos más tras la expulsión de su creador, quien hace dos años pudo renegociar la posibilidad de hacer un nuevo juego de la franquicia con los actuales propietarios de LucasArts, el conglomerado de la Walt Disney Company. Durante estos 30 años, el diseñador nunca ha dejado de reclamar sus derechos sobre los conceptos de Monkey Island no solo frente a las nuevas entregas jugables sino a productos sospechosamente inspirados, como la franquicia cinematográfica Piratas del Caribe (casualmente, propiedad de Disney).
Ni siquiera la muerte del legendario padre de la saga ‘Scream’, Wes Craven, ha podido impedir la realización de una quinta entrega (estrenada a comienzos de año) y de una sexta, ya en desarrollo
“Van a hacerla con o sin nosotros”. Con estas palabras despacha Matrix Resurrections (2021), en un guiño metatextual, la cuestión de que Warner Brothers quiera hacer una secuela de la trilogía dirigida por Lana y Lilly Wachowski. Ante esta encrucijada, las hermanas siguieron caminos distintos. La segunda no ha querido participar mientras que la primera se ha hecho cargo del guion y la dirección de esta cuarta entrega que juega como remake, secuela nostálgica y metacomentario a la saga original. No se equivoca; cuando la corporación controla la licencia su explotación puede hacerse a costa del autor o a sus espaldas pero es irremediable. Ni siquiera la muerte del legendario padre de la saga Scream, Wes Craven, ha podido impedir la realización de una quinta entrega (estrenada a comienzos de año) y de una sexta, ya en desarrollo. Esta última sin contar siquiera con la estrella protagonista, Neve Campbell, que ha anunciado que son motivos económicos los que la separan de una franquicia que parece inconcebible sin ambos. “And as a woman in this business, I think it's really important for us to be valued and to fight to be valued” (“Y como mujer en este negocio, creo que es muy importante para nosotras ser valoradas y luchar para ser valoradas”), declaró la actriz al respecto.
Aunque se trata de una cuestión de género, tampoco el privilegio masculino puede salvar a los individuos del carácter predatorio de los estudios. Esta semana se estrenaba el primer trailer de Wakanda Forever (2022, si todo va bien), secuela de Black Panther (2018) en una saga que se las ha tenido que ingeniar para sobrevivir al fallecimiento de su estrella principal, el actor Chadwick Boseman. El historial del Universo Cinematográfico Marvel deponiendo no solo actores sino directores ya cuenta con varias entradas, aunque probablemente ninguna tan infame como lo ocurrido alrededor de Justice League (2017), donde Warner aprovechó el duelo de Zack Snyder por la muerte de su hija para sustituirlo. Joss Whedon fue contratado para grabar nuevas escenas y hacer un montaje distinto al previsto originalmente en un intento de solventar las críticas a las dos anteriores entregas cinematográficas dirigidas por Snyder con los superhéroes de DC.
Varios artistas del cómic han denunciado la forma en que personajes de su creación están siendo explotados en franquicias audiovisuales multimillonarias sin revertir sobre ellos más que, en los mejores casos, migajas
La explotación cinematográfica de los dos grandes universos de superhéroes (Marvel y DC) no solo contiene el maltrato al equipo de las películas, también ha reactivado un conflicto recurrente en la industria del cómic estadounidense. Varios artistas del cómic han denunciado la forma en que personajes de su creación están siendo explotados en franquicias audiovisuales multimillonarias sin revertir sobre ellos más que, en los mejores casos, migajas. Por citar algunos casos, Jim Starlin, Ed Brubaker, Tom King o la dramática situación de Bill Mantlo continúan una denuncia que se remonta a la Edad de Oro de los superhéroes y figuras como Bill Finger. El cocreador del universo Batman durante los años 30 y 40 no fue debidamente acreditado como autor intelectual de conceptos como Robin, el Joker o la Batcueva en los cómics hasta 2015 ni en las adaptaciones cinematográficas del hombre murciélago hasta Batman vs Superman (2016).
Lo peor que puede ocurrir a un autor ya no es una adaptación que le desagrade, es no poder volver a trabajar con conceptos ya ofrecidos en otra obra porque estos pasan a manos del grupo editorial, el estudio cinematográfico o la franquicia de videojuegos
¿Hasta qué punto los conceptos creados en universos de ficción son propiedad del escritor y hasta qué punto pertenecen a la editorial que los publica? El cómic estadounidense ha contestado a esta pregunta de la forma más favorable a las empresas editoras, y desde los años 90 el concepto de “cómic independiente” se vio reformulado con la aparición de sellos que ofrecían a sus autores control absoluto sobre sus personajes y universos de ficción. Así, algunas creaciones nacidas en estas editoriales han podido migrar a otras por deseo de quienes la concibieron. Garantizan además a los autores un control sobre las adaptaciones a otros medios de sus obras que nunca tendrían en Marvel o en DC. Casos como The Walking Dead (de Robert Kirkman, editado en Image) o Hellboy (creado por Mike Mignola bajo el ala de Dark Horse) han logrado un considerable éxito en el mercado mainstream, traslaciones audiovisuales incluídas. Estos sellos independientes ya no se caracterizan por dar luz verde a proyectos que no podrían publicarse en un gran sello, sino por proporcionar a los autores una seguridad y derechos de autor impensables bajo las grandes corporaciones.
Ruido de fondo
Treinta años de Image: cómics más grandes que la vida
Dentro del marco de la creación cultural hemos pasado del paradigma del Arte como mercancía al del mundo ficcional como mercancía. Ya no se trabaja con obras sino con licencias, universos narrativos, propiedades intelectuales que se despliegan en secuelas, precuelas y spin-offs adaptadas a uno o varios medios. Lo peor que puede ocurrir a un autor ya no es una adaptación que le desagrade, es no poder volver a trabajar con conceptos ya ofrecidos en otra obra porque estos pasan a manos del grupo editorial, el estudio cinematográfico o la franquicia de videojuegos.
Otro caso ineludible es el del desarrollador Hideo Kojima, padre de la saga Metal Gear. Tras su turbulenta marcha de Konami, estudio titular de la franquicia, esta solo ha recibido una entrada menor, Metal Gear Survive (2018), pero la posibilidad de que se continúe la saga a partir del The Phantom Pain (2015) que concibió Kojima como último capítulo del proyecto nunca está descartada.
Fearless (2008) fue el segundo disco de estudio de la cantante Taylor Swift. El año pasado la artista lanzó una regrabación del mismo, a cuyo título se añadió la coletilla “Taylor’s Version”. Los motivos de esta regrabación se encuentran en una disputa por los derechos de las canciones originales entre la estadounidense y su sello discográfico original, que sigue obteniendo beneficios (Variety calculaba en 2018 que hasta el 80% de los ingresos de Big Machine Records venían de las escuchas de los temas de Taylor). En este caso, amparada por una legislación más ventajosa que la que protege a otro tipo de artistas, la decisión de la cantante ha sido reivindicar sus trabajos con una nueva versión de cuyas escuchas en plataformas de streaming sea la principal beneficiaria.
El problema no es individual ni concreto, reside en la mera concepción de la creación como mercancía, en el capitalismo mediando sobre el arte, trazando líneas de propiedad y derecho sobre la imaginación y la pasión
El caso de Swift no es aplicable a todos los casos, claro. La mayor parte de obras de arte popular que aparecen en el mercado son fruto de un trabajo en equipo. A veces más pequeño (un comic-book americano suele tener al menos un guionista, dibujante, entintador/colorista y un rotulista), a veces mediano (los aproximadamente 60 trabajadores tras Disco Elysium) y a veces inmenso (el número de personas acreditadas en IMDB por Zack Snyder’s Justice League ronda el millar). En ocasiones, como en Matrix Resurrections o Watchmen (creado por Alan Moore, pero también por el dibujante Dave Gibbons), ni siquiera las personas más visibles de un proyecto están de acuerdo en el camino a seguir. El problema no es individual ni concreto, reside en la mera concepción de la creación como mercancía, en el capitalismo mediando sobre el arte, trazando líneas de propiedad y derecho sobre la imaginación y la pasión.
Cuando una corporación como la reciente fusión Warner Bros. Discovery puede borrar casi por completo películas terminadas o series con varias temporadas estrenadas, el instinto nos guía a ponernos de parte del artista, el trabajador bajo el yugo del estudio. Pero no podemos olvidar las capas de trabajo invisibilizado tras el mito del trabajo de autor, único y monolítico. Ni tampoco descuidar la protección al creador ni los derechos que le permitan seguir alumbrando obras, hay que tener presente que rara vez hay una sola voluntad, una única versión. De alguna forma, los trabajadores de ZA/UM deben continuar su labor como estudio de videojuegos sin violentar la libertad de Robert Kurvitz de seguir creando lejos de ellos. Es necesario repensar la forma en que entendemos la obra y a su creador. Quizá ha llegado el momento de hablar de la titularidad artística más y, poco a poco, abolir la idea de la propiedad (intelectual).