Opinión
Europa, ¿última defensora del liberalismo o cómplice de un orden fracasado?

El peligro no proviene únicamente de líderes externos “autoritarios”, sino de la erosión interna de la democracia bajo un sistema que pone al mercado por encima de la gente.
Ursula von der Leyen Defensa Soldados
La ministra de Defensa alemana, Ursula von der Leyen, saluda a varios soldados.

En los medios europeos dominantes se repite un relato complaciente: la idea de que Europa sería la última defensora del orden liberal frente a líderes “iliberales” como Trump, Putin o Xi Jinping. Sin embargo, un examen serio y reflexivo revela grietas profundas en ese discurso. Europa no solo enfrenta amenazas externas; también está inmersa en un sistema que ha ido degradando sus propios valores democráticos desde dentro.

De hecho, muchos medios parecen no advertir que forman parte del “Totalitarismo Invertido” descrito por el politólogo Sheldon Wolin, una forma de poder donde la democracia se vacía de contenido real. Wolin definió este orden como “la combinación de un cuerpo legislativo débil, un aparato legal a la vez complaciente y represivo, y un sistema de partidos dedicado a mantener el statu-quo existente para favorecer a una clase dominante integrada por los ricos y poderosos”. En otras palabras, las mismas élites político-mediáticas que se presentan como baluartes democráticos serían cómplices de un modelo que antepone los intereses económicos de unos pocos a las necesidades de las mayorías.

El orden neoliberal que esos medios defienden ha fracasado socialmente: tras décadas de austeridad y culto al mercado, ha generado niveles de desigualdad, pobreza, miedo e incertidumbre comparables a los años 20 y 30 del siglo pasado. Tal como señala el historiador Emmanuel Todd en La Derrota de Occidente (Akal, 2024), “este sistema ha mimado al 1 % más rico mientras sacrificaba el bienestar de las mayorías”. Diversos analistas coinciden en este diagnóstico.

Por ejemplo, Clara E. Mattei demuestra que lo que los críticos llaman “problemas” del capitalismo —como la desigualdad, la pobreza o el desempleo— en realidad son efectos deliberados: “En un sistema capitalista, las políticas económicas siempre funcionan en beneficio de algunos y en detrimento de la mayoría… la ventaja para los primeros se basa en gran medida en el sacrificio de los segundos”. Su investigación en El orden del capital (Capitán Swing, 2025) expone cómo el régimen de austeridad, lejos de ser una mera política económica, ha servido como mecanismo de control y disciplina social, diseñado para proteger la primacía del capital. Economistas tanto neoclásicos como neokeynesianos legitimaron estas medidas durante décadas, presentándolas como “inevitables” o “técnicas” cuando en realidad consolidaban un orden profundamente injusto.

Bajo este régimen neoliberal, no es sorprendente que prolifere el descontento y surjan fenómenos políticos extremos. El ascenso de Donald Trump en Estados Unidos, así como el auge de nuevos neofascismos en Europa, no son anomalías inexplicables: son consecuencias directas de la decadencia del orden liberal. Cuando amplias capas de la población se sienten abandonadas y traicionadas, es terreno fértil para demagogos autoritarios.

Mucho antes de que Trump llegara al poder, el supuesto “orden liberal” había empujado a Europa hacia un escenario peligroso de tensiones geopolíticas

Pero conviene matizar el relato maniqueo que hacen algunos medios europeos al respecto. Trump, con todo su estilo estridente, no surgió de la nada: es heredero de un clima prebélico gestado por administraciones previas, tanto demócratas como republicanas, que abrazaron políticas neoliberales y militaristas. De hecho, figuras del establishment estadounidense como John Bolton o Victoria Nuland —presentes en gobiernos anteriores— han promovido agendas más agresivas que la de Trump, alimentando conflictos en distintas regiones. Recordemos que ya en 2013 “el avispero ucraniano fue activado” deliberadamente por Occidente: Estados Unidos (bajo la administración Obama) y el Reino Unido avivaron la confrontación en Ucrania, aun “actuando conscientemente contra los intereses de sus aliados europeos”. Es decir, mucho antes de que Trump llegara al poder, el supuesto “orden liberal” había empujado a Europa hacia un escenario peligroso de tensiones geopolíticas. Irónicamente, los mismos medios que demonizan a ciertos líderes “iliberales” pasan por alto la responsabilidad de las élites liberales occidentales en la gestación de este contexto de crisis.

Europa entre los BRICS y Washington: la oportunidad perdida

Tras la Gran Recesión de 2008, Europa tuvo una oportunidad histórica para redefinir su lugar en el mundo de forma más autónoma. Desde los gobiernos francés y alemán, bajo Jacques Chirac o Gerhard Schröder, y desde voces tan lúcidas, como el impulsor de las becas Erasmus, el analista francés Frank Biancheri, autor del libro The World Crisis. The Path to the World Afterwards, propusieron que Europa se aproximara a las potencias emergentes (BRICS) y rompiera con la subordinación a la agenda anglosajona. Un acercamiento estratégico a Moscú, Pekín y otras capitales podría haber dado lugar a un espacio euroasiático de cooperación, diversificando las alianzas económicas y garantizando la paz en el continente.

Sin embargo, esa visión chocó frontalmente con los intereses de Washington. Como advirtió Biancheri (europeísta y pacifista convencido) en 2009, si no prevalecía la cooperación internacional, Estados Unidos optaría por la confrontación para mantener su hegemonía. Y así ocurrió. Mientras líderes europeos como Chirac y Schröder buscaban la distensión con Rusia y China, “Obama, varios años después, activó el avispero ucraniano para desbaratar todo tipo de aproximación que pusiera en duda la hegemonía del Imperio”. La Administración Obama, al fomentar el conflicto en Ucrania, saboteó la independencia geopolítica de Europa.

En lugar de erigirse en mediadora de paz, la Unión Europea terminó supeditada a la agenda de Washington y la OTAN, incluso cuando esa agenda choca con los intereses objetivos de los pueblos europeos

Las consecuencias de esta maniobra han sido nefastas. Europa quedó alejada de Moscú, perdiendo acceso a recursos energéticos vitales y rompiendo vínculos históricos con Rusia. Peor aún, Ucrania fue empujada a una guerra devastadora en la que los europeos hemos terminado involucrados indirectamente, pagando un alto precio económico y moral. En lugar de erigirse en mediadora de paz, la Unión Europea terminó supeditada a la agenda de Washington y la OTAN, incluso cuando esa agenda choca con los intereses objetivos de los pueblos europeos. Paradójicamente, quienes desde los medios celebraban a Europa como adalid del orden liberal ahora aplauden políticas que prolongan conflictos y fomentan una nueva guerra fría. Se ha perdido la brújula estratégica: Europa sacrificó una posible alianza estable con su entorno próximo por alinearse con unas prioridades imperial dictadas desde fuera.

La encrucijada de la izquierda: reinventarse o desaparecer

Frente a este panorama, la izquierda occidental –y europea en particular– se encuentra en una encrucijada histórica. Si no asume ciertos puntos con honestidad y valentía, corre el riesgo de desaparecer políticamente o volverse irrelevante. ¿Qué debe reconocer la izquierda para poder reinventarse? En primer lugar, reconocer la realidad de la “Democracia S.A.”: aceptar que vivimos en una democracia de fachada, un totalitarismo invertido donde las grandes corporaciones y élites económicas dictan las políticas por encima de la voluntad popular. Es imprescindible hacer autocrítica: durante demasiado tiempo se normalizó que “la economía triunfe sobre la política” en nuestras sociedades, vaciando de contenido a la democracia. Desenmascarar este sistema es el primer paso para cambiarlo.

Toca recuperar la primacía de las necesidades humanas sobre las leyes del mercado, poniendo la economía al servicio de la gente (y no al revés)

En segundo lugar, debe reinventarse la socialdemocracia: la izquierda tradicional debe admitir que, desde los años 90, rindió un culto excesivo al mercado y a la “tercera vía”, descuidando la justicia social. En nombre de la modernización, muchos partidos socialdemócratas aplicaron privatizaciones, recortes y desregulaciones contrarios a sus valores fundacionales. Esta renuncia ideológica allanó el camino al neoliberalismo más duro. Toca recuperar la primacía de las necesidades humanas sobre las leyes del mercado, poniendo la economía al servicio de la gente (y no al revés).

En tercer lugar, entender el origen político de la financiarización: la conversión de bienes básicos (vivienda, alimentación, salud, educación, energía) en activos financieros no fue un proceso “natural” sino impulsado desde el Estado. Tras la Guerra Fría, las élites occidentales liberaron las riendas a la especulación global. Por ejemplo, la administración de Bill Clinton en los 90 eliminó la Ley Glass-Steagall y permitió la especulación desenfrenada en mercados de vivienda, energía y alimentos. En consecuencia, derechos humanos básicos como el acceso a la vivienda y la alimentación se transformaron en activos financieros, sometiendo la vida cotidiana de las mayorías a los vaivenes del capital. La izquierda debe confrontar esta financiarización y proponer mecanismos para devolver estos derechos al ámbito público y ciudadano.

Hoy por hoy, la izquierda carece de un proyecto económico sólido que dispute la hegemonía del actual orden liberal

Debe, por encima de todo, forjar una alternativa económica coherente al neoliberalismo: hoy por hoy, la izquierda carece de un proyecto económico sólido que dispute la hegemonía del actual orden liberal. Solo algunos intentos aislados han apuntado en la dirección correcta. En Estados Unidos, Bernie Sanders –asesorado por economistas de la Teoría Monetaria Moderna (MMT)– planteó un programa progresista ambicioso (sanidad universal, Green New Deal, empleo garantizado) financiado con políticas fiscales expansivas. Sin embargo, su propuesta fue torpedeada por las élites de su propio partido y por los grandes medios.

Del mismo modo, en Europa las voces verdaderamente transformadoras han sido marginadas dentro de la izquierda institucional. Superar esta orfandad programática requiere valentía para desafiar los dogmas “austeritarios” y abrir el debate a nuevas escuelas económicas (como la MMT u otras) que prioricen el empleo pleno, la inversión pública y la redistribución. El propio Mario Draghi, sin duda una de las personalidades europeas más interesantes, sugirió esa amplitud de miras.

Europa no será la verdadera defensora de ningún orden liberal ni la izquierda recuperará su fuerza emancipadora mientras ambas sigan atrapadas en autoengaños

Pero hay mucho más, si la izquierda desea recuperar su razón de ser, necesita también recuperar el estandarte del pacifismo y oponerse frontalmente a la guerra como herramienta política. No puede haber justicia social sin paz: las guerras contemporáneas –ya sean comerciales, frías o calientes– solo sirven a las agendas de las grandes potencias y del capital transnacional, nunca a los pueblos. Durante la Guerra Fría, la izquierda europea estuvo al frente de movimientos pacifistas y de la distensión; ese legado debe ser reivindicado hoy. En lugar de secundar retóricas belicistas o alinearse automáticamente con bloques militares, la izquierda debe alzar la voz por la diplomacia, la desescalada y la resolución negociada de los conflictos. Como recordó Frank Biancheri, un auténtico europeísta y pacifista, solo mediante la cooperación internacional se evitará caer en distopías de enfrentamiento.

En definitiva, Europa no será la verdadera defensora de ningún orden liberal ni la izquierda recuperará su fuerza emancipadora mientras ambas sigan atrapadas en autoengaños. El relato dominante de los medios europeos se equivoca de diagnóstico y de enemigo: el peligro no proviene únicamente de líderes externos “autoritarios”, sino de la erosión interna de la democracia bajo un sistema que pone al mercado por encima de la gente. Reconocer esta realidad incómoda es el primer paso para cambiarla. Solo una Europa consciente de sus propias contradicciones, y una izquierda dispuesta a corregir su rumbo, podrán reivindicar con legitimidad los valores de libertad, igualdad, fraternidad y paz que dicen defender. Las lecciones del pasado son claras: frente al miedo y la incertidumbre, nuestro horizonte debe ser más democracia real, más justicia social y un firme no a la guerra.

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