Opinión
Datos y control social

Lo que hasta la pandemia había sido un debate bastante teórico, sobre el uso de nuestros datos íntimos, se convirtió de pronto en una realidad que puede permitir un control mundial de las personas con relativa facilidad.
Muro con instalación de cámaras de vigilancia en Tetuán
Muro con instalación de cámaras de vigilancia en Tetuán. David F. Sabadell

Comenzábamos a sufrir los embates de enfermedad, hospitalizaciones y muertes del covid 19 y ya el Gobierno de Corea del Sur imponía un control absoluto de los movimientos y de los datos personales de sus ciudadanos para estudiar en profundidad los contagios.

Inmediatamente, con la disculpa de contar con rastreos eficaces de casos fueron muchos los países de Asia y de Europa, que dieron pasos en ese mismo sentido. La reacción de los pueblos no fue la misma. En algunos países se adujeron problemas éticos sobre dónde trazar las fronteras entre el abuso y las posibilidades reales de salvar y preservar vidas.

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En otros muchos lugares se justificaba que se pudieran realizar seguimientos exhaustivos de nuestros datos, con toda la tecnología disponible, con tal de preservar la salud de millones de personas en el planeta. Pero aún así, incluso en Corea del Sur, el hecho de mandar mensajes personales con datos de personas concretas, vecinos, facilitando informes sanitarios y movimientos de otros ciudadanos, suscitó debate y polémica. 

El problema es si tendremos la capacidad de debatir de forma democrática y tomar estas decisiones, o si otros seguirán decidiendo por nosotros

Si eras contagiado por covid, tus vecinos podían saber los lugares públicos que habías visitado, desde tu trabajo, a un hotel de vacaciones y desde un club frecuentado por homosexuales a un bar de copas. Si además esos datos se cruzaban con tu tarjeta de crédito, la identificación de tu cara en cámaras callejeras, tu historial laboral, sanitario, educativo, el problema era aún mayor. 

Para colmo, si las leyes autorizaban a realizar esos seguimientos sin control ni permiso alguno, para procesarlos en el marco de eso que se ha denominado “ciudades inteligentes”, podemos entender que el Gran Hermano profetizado por Orwell se ha retrasado 40 años, pero ha llegado a nosotros con todo detalle y esplendor.

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Las grandes empresas y los Estados han desarrollado diversas técnicas de espionaje a través de los teléfonos móviles. Los datos obtenidos son utilizados para fines comerciales o represivos.

Lo que hasta la pandemia había sido un debate bastante teórico, se convirtió de pronto en una realidad que puede permitir un control mundial de las personas con relativa facilidad. Lo curioso es que, durante años, el “capitalismo de vigilancia”, descrito por Shoshana Zuboff, ha ido preparando el camino, con la disculpa y coartada de evitar que el 11-S de 2001 volviera a repetirse nunca más. 

Las grandes corporaciones han puesto en marcha numerosos dispositivos que permiten a la nueva sociedad digital combinar el uso de teléfonos que llaman inteligentes, implantes, cámaras, abandono del dinero físico, con el objetivo de obtener un seguimiento permanente y continuo de cada uno de nosotros.

Nuestros datos de ubicación, los de consumo, nuestros gastos de todo tipo, ocio, tendencias, comportamientos y conductas, a dónde vamos y con quien lo hacemos, están en poder de máquinas que los procesan aceleradamente, modificando sus algoritmos en función de un aprendizaje automatizado. Todo ese tráfico y procesamiento de datos es utilizado con fines comerciales, o políticos. Cada día tenemos noticias que hablan de escándalos permanentes a costa de nuestras vidas.

Un cotilleo permanente que hemos aceptado porque queremos creer que, aún sin saber si son eficaces o no, todas estas nuevas tecnologías se crean para solucionar nuestros problemas

Es la pandemia la que ha puesto ante nosotros la realidad de unos datos que hablan sobre nosotros incansablemente, sobre cada momento de nuestras vidas. Un cotilleo permanente que hemos aceptado porque queremos creer que, aún sin saber si son eficaces o no, todas estas nuevas tecnologías se crean para solucionar nuestros problemas.

A fin de cuentas, nos gustaría creer que un tratamiento correcto de los abundantes datos podría permitirnos actuar mejor ante nuevas pandemias, prevenir desastres naturales, afrontar situaciones como el cambio climático y atajar a tiempo sus terribles consecuencias en forma de hambre, o de guerra.

No es sólo un problema de privacidad. En aras de la preservación de la salud, de un bien de carácter general, nos enfrentamos a dilemas a los que tenemos que responder con transformaciones en nuestra cultura y en nuestras formas de ejercer la política. 

No estamos ante un debate futuro. En este presente confuso en que vivimos ya estamos respondiendo cada día a esas nuevas preguntas. Cada día acometemos el desafío de consolidar nuestra libertad, o de permitir que nuestros datos sean utilizados para fortalecer poderes que apuestan por la desigualdad, por la segregación, por la discriminación.

El verdadero problema al que nos enfrentamos no es científico, no se trata de saber cuántas más cosas podemos hacer utilizando las tecnologías que manejan nuestros datos, sino un problema filosófico y ético para discernir qué uso debemos hacer y cuáles son los límites en la utilización de nuestros datos.

El problema es si tendremos la capacidad de debatir de forma democrática y tomar estas decisiones, o si otros seguirán decidiendo por nosotros. 

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